La expresión democracia capitalista es un auténtico oxímoron. Por eso prefiero hablar de capitalismo democrático, vale decir un capitalismo que acepta ciertas reglas, ciertos límites, y que por eso solo reclama el adjetivo democrático.

Es decir que esa democracia, la democracia liberal, existirá en tanto no genere estorbos para el desarrollo del sistema capitalista. Cuando se transforme en un obstáculo, la clase dominante no tendrá reparos en prescindir de ella. Es solo cuestión de encontrar la manera.

Las formas liberales de representación democrática van perdiendo cada vez más prestigio en el mundo, fundamentalmente entre los sectores sociales más vulnerables. Es que la democracia liberal se manifiesta impotente para satisfacer sus demandas, y le “garantiza” derechos que jamás le cumple adecuadamente: vivienda, trabajo, educación, salud.

Esos derechos se convierten en letra muerta, o en una hipócrita declaración de principios, ya que el Estado solo actúa para preservar los privilegios de la clase dominante. Así es como se genera la llamada insatisfacción democrática, donde anida un peligroso desprecio por la convivencia democrática, y se naturalizan conductas sociales reaccionarias y violentas.

Se hace inevitable, entonces, producir una profunda reforma constitucional que nos permita llevar adelante las transformaciones estructurales que este siglo XXI demanda. El actual orden constitucional no solo no contiene a la base marginal de nuestra pirámide social, que por no poseer propiedad privada alguna no es considerada sujeto de derecho, ya que la defensa de la propiedad privada es la piedra basal sobre la que se edifica nuestra Carta Magna, sino que tampoco contiene a la elite más rica del país, que se maneja con su propia ley.

Hay algo que obviamente no debemos hacer, que es caer en la trampa del oxímoron con el que comencé esta reflexión: defender el capitalismo democrático que después de 40 años nos ha dejado la mitad de la población en la pobreza, instituciones vetustas y corrompidas, desigualdad social obscena, y ausencia de proyecto de futuro. Desde el campo popular, si aspiramos a seguir representando a las mayorías, no podemos seguir defendiendo lo indefendible.

Por el contrario, desde el socialismo democrático tenemos la obligación de generar un proyecto de transformación de izquierda, capaz de poner en cuestión instituciones perimidas, de debatir tipos de propiedad, de poner límites a las tasas de rentabilidad, de regular fuertemente el sistema financiero, y de terminar con el actual sistema tributario regresivo. Tenemos que exigir al gobierno del Frente de Todos que actúe con la audacia que nos permitiría cambiar las actuales relaciones de fuerzas, ya que la mayoría de nuestro pueblo se sumaría a esa épica de transformación.

No habrá cambio estructural perdurable si no tenemos voluntad de afectar los privilegios de los ricos. Es con ellos con quienes estamos obligados a antagonizar, si queremos que la democracia perdure.

* Confederación Socialista – Frente de Todos