A la posta del Rosario llegué la vez primera de camino al Alto Perú, como sargento del Ejército del Norte, a las órdenes de mi general don Manuel Belgrano; y en el Rosario me quedé a la vuelta, peregrino desde Yatasto, herido de filo y punta de camino a Buenos Aires, mancado por infección de carne y por la vergüenza que me lastraba el alma desde los llanos de Ayohuma.

Durante años, entre vivo y muerto, me lamí las heridas que de a poco sanaron. Y en ese quedarme yermo a la espera de mi destino, amancebado con la liberta huérfana que me seguía desde el Jujuy, me fui acostumbrando blando a la vida de pescador y arriero a orillas del Paraná. Techo firme, comida caliente y una hembra tierna que me sobaba: nada más me hizo falta pa´ salvarme del infierno, pero también pa´ construir mi jaula que noche a noche me asfixiaba. Porque si es bueno pa´ estarse quieto un trozo de tierra santa, no lo es tanto cuando hay barrotes pa´ un pollo que, aunque no vuele, sabe que tiene alas.

Ya empezaba a cansarme del calor y los mosquitos. De mi lástima y el frío húmedo. Del olvido en Buenos Aires que no me mandaba la soldada y de todas las habladurías chuscas de esta villa cruel y mansa. Será por eso que cuando apareció don José Miguel, derrotado pero no vencido, con el veneno de la venganza emponzoñándole la sangre, con la idea única y fija de mandar entre los suyos, con la voz y las palabras justas para hablarle a la pobrada, sentí que el pampero me soplaba tibio y me decía que todavía era fuerte, que me fuera yo adónde él se fuera así muriera de plomo y lanza. Y así nomás le haría, aunque sabía que el nombre Carrera le era ingrato a mi general San Martín. Y así nomás le hice, aunque en la aventura terminé alzándome en armas contra el gobierno de mi país. Pero quién era yo entonces pa´ discutirle nada al viento. Quién era yo, que andaba sin ganas, esperanza, ni tiento.

Al oír que allá en las islas rancheaba el chileno brujo a la espera de mi brigadier don López, me crucé en mi chinchorro sucio para ofrecerme a su servicio. Lo encontré ahí nomás de donde mi general Belgrano nos había hecho jurar la bandera nueva en el verano del año 12. Me presenté con mi nombre y rango y al comandante le resultó propicio que aún estando manco a la correntada del río le haya vencido. Así fue como me uní al rejunte montonero de pardos desorientados, realistas despechados, gringos mercenarios, y criollos malandras que se quedaban porque no había otro lado, porque en el despojo había buena ganancia, y porque aquél les tenía prometido el oro y el moro para cuando por fin entrara a su tierra a reclamarse la Patria Vieja.

Lo recuerdo ahí en el fuego, entrador y hermoso de aspecto y desespero, jugador de subir la apuesta al doble cada vez que lo secaban tanto en los güesos como en las patriadas. No sé si porque le caí en gracia o porque, sabiéndome antiguo soldado, quería sacarme informe de mis viejos camaradas, pasaba mucho tiempo hablando conmigo y midiéndome la suerte a los dados, esa que él decía que me acompañaba. Me contó de su amor por Mercedes y sus hijas, a las que tenía lejos y a la vez muy cerca. Me habló de los hermanos, que según su entender habían sido salvajemente ajusticiados. Y también del odio que sentía por O´Higgins, al que llamaba Riquelme, y por mi general don José, al que desde Mendoza detestaba.

Entre pico y pico al porrón, al arrullo de un Paraná Viejo de confusa correntada, se iba chuseando de ánimo y lengua contra el español y los hombres de mi patria. Pero igual yo me quedaba, con mi negra que me seguía, con mi ánimo que no remontaba.

Distinta era su historia a la mía, que a este mundo llegué con nada y de la nada seguí con nada. En cambio aquel nació marcado para la guerra y para el mando; ya de un año lo nombró grumete su padre, a los ocho lo hizo teniente y a los veintipocos era general. Lo educaron en la cima, con la consigna de la obediencia pero con el mandato de dar órdenes y nunca dejarse mandonear. Por eso es que ahí andaba al garete, sin ejército bueno y sin patria desde Rancagua, con ganas de cruzarle filo a cualquiera que lo fuera a contrariar.

Partimos a la guerra cuando llegó el brigadier con Ramírez y duró poco la contienda. De Cepeda me queda un sabor agrio, sabedor después de todos los años que hubieron de pasar para que el país volviera a ser uno y grande. Y en ese desbarrancarse nuestros destinos, también quedó trunco, otra vez, don José Miguel. Lo esquivaron los porteños, lo esquivó mi brigadier; solo de nuevo, y ansioso, mandó al lenguaraz José Bielma a que le hiciera de avanzada pa´ negociar con el ranquel.

Con Levnopán y Yanquetruz de aliados, después de hacer polvo y cenizas el Salto y que lo nombraran Pichi Rey, repartidos el ganado y las cautivas, volvimos al trote al Rosario los ciento cincuenta chilenos que quedaban en pie, los ranqueles y yo también. En el pago donde había sanado mis heridas de carne, esperamos noticias del brigadier. Pero López seguía reacio a la ayuda y de ahí nos fuimos al Melincué.

Largas se hacían las jornadas a la orilla del lago salado. Durante el día se saqueaba hacienda y a la noche se jugaba el botín. De una de esas noches de vino y güesos llegó mi hasta acá. Lo escuchaba hablar y hablar contra el Riquelme y mi general y lo encaré pa´ decirle basta, que ya no lo podía acompañar. Me amenazó con pasarme a degüello, después colgarme y, ya muerto y acogotado, atarme a un palo e´ ceibo para hacerme fusilar. Le dije que por querer había venido y por querer me había quedado, pero así como llevaba el brazo muerto, mi voluntad también se había mancado. Me miró de arriba abajo y me dijo que me entendía, que había tenido días donde se había sentido igual, pero que no me podía soltar así nomás, por lo que sus hombres pudieran pensar; entonces me propuso jugar a los dados mi vida y mi libertad; pero que eso solo no bastaba porque mi buena suerte le valía más. Como no tenía bienes ni plata pa´ responderle la jugada, le aposté a mi negra sobona, que al momento mismo de enterarse me dejó de hablar. Gané y cumplió su palabra. Volví al Rosario, a mi tierra santa, a mi rancho del Paraná; pero la negra siguió camino con el brujo y no la vi nunca más. Y acá me quedé, solo y muriendo lento, mortificado y agradecido a las montoneras del Pichi Rey, porque aun errado y perdido, fue la última bandera que dio cobijo a mi pisoteada voluntad.

De Carrera dicen que triunfó en San Luis y en Córdoba, donde tomó prisionero a mi vecino Manuel Pueyrredón, testigo de la traición y derrota en Mendoza, y contador de que aquel chileno fue un hermoso perdedor. Dicen que pidió morir a cara descubierta cuando lo iban a fusilar y que le negaron esa voluntad. Dicen que a los gritos ofrendó su muerte a la América libre y que su hermana Xaviera, empobrecida, se hizo cargo de un honroso funeral. Dicen que le cortaron la cabeza pa´ ensartarla en una pica a las puertas del Cabildo. Dicen que al oír de su muerte, San Martín sintió que había una piedra menos en las botas que corrían el último tranco de la libertad. Dicen que lo lloraron su viuda, sus hijos, y también mi negra jujeña, esa a la que no vi más. Dicen tantas cosas de mi comandante don José Miguel Carrera que ya ni me acuerdo cuánto de todo he visto, cuánto me lo han contado, cuánto de todo es mentira, cuánto de todo es verdad.