El tratamiento legislativo del Presupuesto Nacional, un debate cuya relevancia es innegable en la medida en que define la hoja de ruta del gobierno, dejó mucha tela para cortar. La “ley de leyes” no es otra cosa que un plan de gobierno que refleja una cosmovisión ideológica. El proyecto fija las prioridades de la fuerza gobernante y la evolución esperada de las principales variables económicas como el PBI, la inflación, el resultado fiscal, el tipo de cambio, la balanza comercial, entre otras.

El debate legislativo suele transitar por carriles más o menos conocidos: el oficialismo defiende las proyecciones, la oposición lanza reproches varios que van desde la denuncia de un ajuste hasta el reclamo porque no se ajusta demasiado. Los legisladores o gobernadores presionan por incorporar obras en sus provincias y los poderes económicos fácticos por colar algún beneficio particular. Nada de lo que asustarse. El toma y daca normal de cualquier sistema democrático.

Con respecto al Presupuesto 2023, la media sanción en la Cámara de Diputados fue particularmente festejada por el ministro de Economía Sergio Massa. Es que la mera aprobación significa un triunfo con respecto al año pasado, cuando el proyecto de ley fue rechazado por primera vez desde la recuperación de la democracia. Un antecedente similar había sido cuando el autodenominado “Grupo A” dejó sin presupuesto al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner en 2011, pero en aquella ocasión la herramienta utilizada no fue el voto negativo sino la falta de quórum.

Volviendo al Presupuesto del año que viene, la media sanción no impidió que la oposición bloqueara algunas cuestiones importantes en la votación en particular. Por ejemplo, la facultad delegada al Ejecutivo para subir retenciones o la gravabilidad de las remuneraciones de los funcionarios judiciales en el Impuesto a las Ganancias.

Un poco de historia

La Constitución Nacional establece en su artículo 16 que "la igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas". Es de sentido común que la exención del Impuesto a las Ganancias a las remuneraciones judiciales contradice ese principio. El debate lleva años de historia.

En 1919, el presidente Hipólito Yrigoyen impulsó la creación del impuesto a los réditos “para iniciar un nuevo régimen tributario que distribuya las cargas con la mayor equidad y justicia”. La iniciativa fracasó por la oposición de las entidades empresarias y del bloque legislativo conservador. Finalmente, el desbalance fiscal provocado por la crisis de 1930 convenció al conservadurismo gobernante de implementar el impuesto a los réditos (antecedente del actual impuesto a las ganancias).

En 1936, la Corte Suprema sostuvo que el tributo era “ violatorio de la Constitución en cuanto impone una contribución sobre el sueldo de los magistrados judiciales”. Esa resolución se apoyaba en pronunciamientos jurisprudenciales estadounidenses. La Corte de Estados Unidos modificó esa posición en 1939 cuando sostuvo que “someterlos a un impuesto general es reconocer simplemente que los jueces también son ciudadanos y que su función particular en el gobierno no genera una inmunidad para participar con sus conciudadanos en la carga material del gobierno cuya Constitución y leyes están encargados de aplicar”.

En 1996, el Congreso Nacional sancionó la Ley 24.631 eliminando la exención que beneficiaba a magistrados y funcionarios del Poder Judicial. Acto seguido, la acordada 20/96 de la Corte Suprema la declaró inaplicable amparándose en el principio de intangibilidad de las remuneraciones judiciales. 

En 2016, el Congreso dictó una nueva ley que gravó con el impuesto a los sueldos de jueces, fiscales y funcionarios nombrados a partir del primero de enero de 2017. A pesar de esta solución “hacia adelante”, el porcentaje de funcionarios que pagan el impuesto es muy pequeño. Por eso, el diputado oficialista Marcelo Casaretto impulsó la remoción generalizada de esta exención para recaudar unos 237.000 millones de pesos .Esta vez, el intento legislativo fue rechazado por 134 votos negativos contra 116 afirmativos.

Los militantes del rechazo

La inclusión de la propuesta de Casaretto en el dictamen de Presupuesto desató un vendaval de críticas corporativas. Como era previsible, diferentes asociaciones de jueces y magistrados rechazaron la modificación del statu quo. La Asociación de Magistrados y Funcionarios de la Justicia Nacional emitió un comunicado en el que manifestaba su rechazo a la incorporación de una "cláusula que pretende violentar la cláusula constitucional que protege los salarios del Poder Judicial y los Ministerios Públicos. Como hemos señalado en ocasiones anteriores, el salario no es ganancia ni un privilegio”.

Por el contrario, la Asociación Justicia Legítima manifestó que “nuestra posición ha sido siempre a favor de la igualdad impositiva, del rechazo a todo privilegio. Jueces, magistrades, funcionaries y empleades deben abonar los mismos impuestos que les corresponden pagar a cualquier habitante del país". Por su parte, los dos sindicatos judiciales, la Unión de Empleados Judiciales de la Nación (UEJN) conducida por Julio Piumato y el Sindicato de Trabajadores Judiciales (Sitraju) liderado por Vanesa Siley, manifestaron su descontento.

En resumen, los argumentos para oponerse a este gravamen giran en torno a dos ejes: 1) la intangibilidad de los salarios de los funcionarios judiciales y 2) el salario no es ganancia.

Con respecto al primero, el constitucionalista Andrés Gil Domínguez señaló en una entrevista radial que “la Constitución lo que protege es la intangibilidad del salario de los jueces contra cualquier tipo de medida excepcional o especial que dicte el Poder Ejecutivo o Legislativo que retraiga exclusivamente su salario, pero no los protege respecto del pago de impuestos generales que abona la totalidad de la población”. Como se dijo, la Corte estadounidense ya se expresó en esa línea hace más de 80 años.

Por su parte, la consigna “el salario no es ganancia” tiene anclaje en la teoría económica política clásica del siglo XIX (Marx o Ricardo). Según esta teoría, el excedente (o ganancia) producido en el proceso productivo resulta apropiado por el capitalista.

Sin embargo, las economías capitalistas actuales son mucho más complejas. En su articulo “Los trabajadores y el impuesto a las ganancias: una mirada desde la economía política” (publicado en El País), el investigador de Conicet Nicolás Dvoskin explica que “ya a mediados del siglo XX, Piero Sraffa entendía que la tasa de ganancia (en este caso, el cociente entre ganancias y salarios) era una variable que se definía en la política -o en la lucha de clases-. Es decir, aun en un esquema en el que el valor agregado es aportado por el trabajo asalariado, la política, las instituciones y la correlación de fuerzas pueden permitir que los trabajadores se apropien de una parte de ese excedente. Así, el salario no equivale necesariamente al costo de reproducción de la clase trabajadora: si los trabajadores, a través de sus organizaciones, consiguen disputar una parte de ese excedente, estarán percibiendo un salario mayor a ese costo que definiera Marx en el siglo XIX”.

“Podríamos pensar que si un trabajador de un rubro particular -no necesariamente un gerente o cuadro administrativo del capital- percibe un salario alto es porque ese salario está determinado por ciertas relaciones de poder específicas tanto de los trabajadores del rubro (un sindicato con capacidad de movilización y de negociación con la patronal), del sector frente a otros sectores (una patronal que fácilmente puede trasladar aumentos de costos -salarios- a precios) o del país frente a otros países (un país que, en el marco de un esquema centro-periferia, puede apropiarse a bajo precio de los bienes producidos en otros países, reduciendo así el costo de vida de sus trabajadores, tal como sostienen la tesis del intercambio desigual y parte de la teoría de la dependencia)”, agrega Dvoskin.

Más allá de eso, la distinción semántica entre salarios y ganancias desvía el eje de discusión sobre la importancia del impuesto a los altos ingresos como pilar de la fiscalidad progresiva. La experiencia internacional revela que la amplísima mayoría de países gravan los ingresos derivados del trabajo personal. El documento de trabajo Nº 12 del Centro de Investigación y Formación de la República Argentina (Cifra) explica que “el cobro de impuestos provenientes del trabajo no es una originalidad argentina. Al contrario, se puede afirmar que la contribución impositiva en Argentina por parte de las personas físicas es inferior a la que se realiza en otros países de América latina, y la diferencia es aún mayor si la situación se compara con países con mayor grado de desarrollo”.

Lo cierto es que los impuestos directos, como es el caso de ganancias, son un pilar indispensable para construir una sociedad más equitativa, más allá de que resulta válido discutir posibles mejoras en el diseño. La cuarta categoría cumple con la condición básica de cualquier impuesto a los altos ingresos: gravar a los trabajadores que ocupan la cima de la pirámide salarial. Incluso el porcentaje de asalariados alcanzado en Argentina (inferior al 10 por ciento) es menos de la mitad del promedio mundial. 

El resultado de la eliminación del impuesto no sería otro que una mayor desigualdad social. “Implicaría una reducción de las capacidades redistributivas del Estado. Implicaría, de hecho, que en un capitalismo con creciente desigualdad al interior de los asalariados algunas de las personas que más excedente apropian no paguen un impuesto que está pensado para gravar, precisamente, la apropiación del excedente”, concluye Dvoskin.

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