Tosca 9 Puntos

Ópera en tres actos, con música de Giacomo Puccini y libreto en italiano de Luigi Illica y Giuseppe Giacosa​

Dirección musical: Michelangelo Mazza
Dirección de escena y vestuario: Aníbal Lápiz (según la versión de Roberto Oswald)
Orquesta Estable, Coro de Niños y Coro Estable del Teatro Colón
Teatro Colón, jueves 24 de noviembre
Repite el 26, 27, 29 y 30 de noviembre y el 1, 3, 4 y 6 de diciembre.

“Este es el beso de Tosca”, dice la cantante y sin piedad revuelve el cuchillo en las tripas del malo más malo que ha erigido la ópera en toda su historia. Culmina el segundo acto y Tosca ajusticia a Scarpia, después de obtener de él el salvoconducto para escapar con su amor. La trama no se resolverá con eso, pero algo es algo. El torturador, abusador, estratega del mal e infeliz custodio del poder, sucumbe ante la mujer iracunda y enamorada que por no concederse se rebela. Pocos minutos antes, la misma Tosca, alucinada, cantaba en el silencio fascinado del teatro repleto, una de las páginas más pudorosamente bellas de Giacomo Puccini: “Vissi d’arte”. En el vértigo y los contrastes de una música con un poder expresivo extraordinario se redondeaba uno de los grandes momentos de una noche, que contó con un triángulo dramático en estado de gracia.

El jueves, en la primera de sus tres presentaciones, Anna Netrebko protagonizó Tosca en el cierre de temporada del Teatro Colón. Junto a la soprano rusa estuvieron además el tenor Yusif Eyvasov, en el rol de Mario Cavaradossi, y el barítono Fabián Veloz, como Scarpia (el trío repite este sábado y el martes 29). Fue la segunda de las diez funciones previstas para uno de los títulos emblemáticos de la tradición lírica, que con tres elencos y dos directores de orquesta estará en cartel hasta el martes 6 de diciembre.

Tosca es un torbellino de celos, deseo, tortura y muertes. Un drama violento, resuelto con recursos musicales extraordinarios. Una ópera que desde bordes del expresionismo se deja atravesar por ese verismo de terciopelo con el que Puccini ponía el alma a sus criaturas. La acción se desarrolla entre la tarde del 17 y la madrugada del 18 de junio de 1800, en una Roma agitada por la restauración papal, la aprensión a las ideas iluministas y el miedo a la expansión napoleónica. La iglesia de Sant’Andrea della Valle, Palazzo Farnese y la torre de Castel Sant’Angelo son las tres locaciones de la puesta de Roberto Oswald. La reposición de la que se estrenó en 1992, curada por Aníbal Lápiz, se ciñe a la correspondencia de tiempo y lugar que la historia demanda, aunque más que cobijarse en el clasicismo pareciera estancarse en el pasado. La maquinaria de significantes se quedó en la época del cartón pintado –maravillosamente pintado y perfectamente calculado en su efecto, claro–, monumental en su ambición y fastuosa en el detalle. Tanto, que al final de cuentas todo resulta demasiado real para parecer cierto.

Sobre ese gran moderador de lógicas arquitectónicas e impresiones temporales, el movimiento de los cantantes y el coro resultó de gran impacto, como en el final del primer acto, con todos en la iglesia preparándose para el intimidatorio Te Deum. En un terceto protagonista que en general mostró buenos recursos actorales, Netrebko decididamente se comió la escena. Bastó su sola aparición para desatar el aplauso, que se hizo escuchar varias veces más. A su presencia carismática, la soprano rusa agregó su voz prodigiosa y su inteligencia musical. Manejó con gran musicalidad los registros “spinti”; reguló con maestría su volumen generoso, de amplia extensión, graves sólidos y agudos bien resueltos; escuchó cada sílaba que cantó para darle el timbre, el brillo y la plenitud sonora necesarios, pero sin exageraciones; mantuvo siempre el centro aterciopelado y voluptuoso –ideal para un personaje como Tosca– y deslumbró con una infinidad de matices en el momento culminante, en el “Vissi d’arte”.

La actuación de Eyvasov, en cambio, fue de menor a mayor. Dueño de un timbre poco atractivo que sin embargo sabe manejar con gracia, el tenor azerbaiyano terminó de convencer cuando encontró su reino expresivo en las alturas del pentagrama. Comenzó algo distante, incluso abordó el inicial “Recondita armonia” con la emisión algo rígida, lo que no lo privó de recibir el primer aplauso a scena aperta de una noche en la que un aplauso no se le negó a nadie. De ahí en más fue un gran Cavaradossi, apasionado hasta el límite de lo musical, que supo hacer de “E lucevan le stella” otro gran momento. Veloz, por su parte, compuso un Scarpia admirable de tan despreciable. El barítono argentino le puso a su apropiada presencia escénica, nunca desbordada y siempre efectiva, una voz con óptimos recursos.

El resto del elenco, desde Mario Di Salvo como el prófugo Ancelotti hasta el siempre eficaz Luis Gaeta, que encarnó con poca inocencia al poco inocente Sacristán, estuvo a la altura de lo que una gran producción necesitaba. Buen trabajo cumplió también en el foso el italiano Michelangelo Mazza, sacando con una orquesta atenta lo mejor de una partitura intrincada y bella, aunque por momentos le faltó empatía para escuchar más el escenario y equilibrar mejor los volúmenes.

Fue una gran noche de ópera, con una de las más importantes cantantes del mundo en un buen momento. Una de esas noches en las que muchos hubiesen querido tener un sombrero, para revolearlo al aire por tanta alegría.