"De tiempo somos...", escribió Galeano alguna vez. " Todo está guardado en la memoria...", canta Gieco todos los días. Tal vez, en el anárquico depósito de nuestros recuerdos subsista la verdadera profundidad de lo vivido. Prolijamente desordenados, como libros en biblioteca casera, asoman en sueños o se pliegan con hechos aparentemente casuales. Autónomos e indomables se las arreglan para  hacernos saber que están agazapados en la oscuridad del olvido. Moldean decisiones, nos sacan a pasear por imágenes que no existen en ninguna foto. Se burlan de las cronologías, las perspectivas y los diferentes planos. A principio de los años setenta alimentábamos, junto al hábito televisivo de programas cómicos a cargo de actores interpretando  libretos de guionistas creativos, la sana costumbre de reírnos con publicaciones gráficas mensuales con cientos de trabajos de talentosos dibujantes. No se en qué cosas creía cuando era más ágil, tampoco estoy seguro de si fue en la revista Hortensia, La cebra a lunares o Risario en la que leí un chiste que me quedó grabado para siempre. En un solo cuadradito descubrí toda la magia del poder de síntesis. Sobre el margen izquierdo, una mujer de perfil con un niño entre sus brazos. En el lado opuesto, una señora exclama "¡Qué hermoso bebé! ¿Qué tiempo tiene?". La aparente madre de la criatura responde: "Todo, no estudia ni trabaja". Después de celebrar el genial manejo del idioma, busqué identificar el autor de la obra. Un apellido largo me sonó a celador tomando asistencia desde un listado de nombres en un curso de señoritas. La misma firma la volví a leer durante muchos años al pie de los cheques con los que me abonaba la mensualidad de diarios y revistas. Con la misma alegría que Mario Ruoppolo acercaba la correspondencia a Pablo Neruda en la película  "Il Postino", ofrecí el servicio diario de pasar el periódico por debajo de la puerta de la emblemática casa de la calle Agrelo, o de la de su estudio ubicado sobre José C. Paz, en el corazón del barrio Alberdi. Antes de hacerlo, me daba el lujo de leer el chiste que mi vecino había publicado en la contratapa. Era una forma de cerrar el círculo. Devolver la criatura al lugar de su nacimiento. Existen numerosos talleres y facultades en donde se intenta enseñar distintas artes, escritura, pintura, fotografía... No conozco sitio en donde se enseñe el arte más difícil, el de escuchar. Saber escuchar es como mirar con los oídos. El Negro escuchaba, procesaba y bajaba su pensamiento por sus brazos. Cuando visitaba el puesto, mi emoción me obligaba a hablar continuamente. Los dos sabíamos quien pondría el remate, el punto final a mi monólogo. Una mañana me animé a contradecir irónicamente recientes declaraciones suyas en un reportaje radial que no hacían más que desnudar su infinita modestia. "Así que si yo me pongo todos los días dos horas durante la mañana, y cinco más por la tarde, a trabajar sin talento ni nada para decir, sólo con disciplina, esfuerzo y trabajo, me convierto en un escritor, verdad?..." Mi cliente terminó de hojear una publicación en silencio y a modo de despedida me dijo: "Vos lo dijiste. Ahora te falta entenderlo". Un mediodía de un domingo de verano de vaya a saber qué año me sorprendió su imagen de recién levantado. Ojotas con medias blancas, pantalón corto azul, remera amarilla y cabellos despeinados. "Te olvidaste de tirarme el diario...", me dijo sin saludar. "Todavía no llegó... algo habrá pasado con el camión... Ni bien llegue te lo llevo". Con estas palabras le expliqué la situación a modo de disculpa. Antes de emprender el regreso, disparó: "¿Qué vendés,  flaco, el matutino de la tarde?". A los quince días aproximadamente de su reclamo, junto con la esperada entrega de Inodoro Pereyra en la revista Viva, terminó de enseñarme su método autodidáctico de trabajo, saber escucharse. En el primer cuadrito se lo puede ver al renegau sentado sobre la osamenta de una cabeza de vaca leyendo un periódico. Mendieta lo interroga: "¿Qué  diario está leyendo, don Inodoro?". El gaucho no demora en contestar: "El matutino de la tarde". En el segundo cuadrito, el desafortunado lobizón, sorprendido por un eclipse en plena transformación, comenta en voz alta: "Diario contradictorio si los  hay". Siempre me había sentido representado con varios de los personajes de sus cuentos, pero aquella vez me sentí parte de su historieta. Nuestra última charla fue el día en el que cerró para siempre su cuenta corriente en víspera de su mudanza. Aquella tarde el silencio fue todo mío. Por primera vez se refirió a su enfermedad, mientras abría y cerraba los dedos de su mano derecha. Distintos factores, cansancio, comodidad, decepciones, me fueron alejando de los estadios, nunca del fútbol. La última vez que fui al Gigante, me convocó el Negro. Inolvidable despedida canaya entre aplausos, bocinazos y cánticos junto al cuerpo presente del dibujante muerto. Hay quienes aseguran que pasaron diez años desde aquel acontecimiento. No comparto la idea, mas no la discuto. Hace rato que no me interesa tener la razón. Los artistas populares nunca mueren. No sólo están vivos en sus obras, también nos siguen regalando vida a quienes nos acercamos a ellas. Aunque creo entender lo que digo, siempre existe la posibilidad de que esté totalmente equivocado y sólo se trate de efectos no deseados acumulados  durante mucho tiempo en la memoria de un rosarino víctima de haber leído  mucho a Eduardo y escuchado demasiado a León.

 

[email protected]