Desde Estocolmo.

Una joven mira el zapato de un niño. Un hombre cavila ante una pantalla táctil. Tiene que elegir una empresa. Se decide por TaxiKurir: Ett smärtare satt att boka och betala taxi. Baldosas de distintas formas y materiales intercambian traumas y pringues de vacíos y silencios con adoquines, cantos rodados, y las rugosas caricias del asfalto. Hay colillas en los bajos fondos, allí en la baja fauna, en la junglita bajera donde medra el descarte hay colillas pero no envases de alfajores. Solo Tatín, que baila un pericón en el sordo universo de la Scania, borracho Nijinsky de Gamla Stan, rueda y baila Tatín su malambo con el viento entre los puentes, y se desliza y encara compadrito y se va, y se banca vikingas brisas de Bóreas y va, y gira en el aire y va.

Me persiguen los dos famosos matones de la mafia sueca. Implacables. Cruzan los puentes. Se mueven por este archipiélago como cerdos en el lodo atroz de su chiquero. Más fieles a mi sofoco que la sombra al cuerpo que la proyecta. Me persiguen con un ansia mórbida, duradera, más íntima que la relación entre sulky y perro.

Pacatos Héctores del pasmo, más que perseguidores de pies ligeros, estaban ya en todas partes desde antes, desde siempre, paganos luteranos, salvajes en el grito y el hedor, en el Upsala möte, en la luz plastificada de Kungsträdgården, en los entresijos de una lengua que no me comprende.

El silencio es un gemido callado, no pronunciado. Un grito sustraído, un sufrimiento sonoro en su letargo, una oculta tibia canere bajo el poncho de un Pascal Quignard avikingado y gaucho. El silencio es un sonido que, de tan visual, de tan aromoso, de tan llevado y traído por el viento, se presenta así, con esa semántica austera, desprovista de significado, traducción ni sentido.

"El silencio es rítmico", dice Quignard en Västerbron, y aquí todo tiene ritmo y swing en su ausencia de nada quieta, ausente‑presente, llena y atronadora en su mugre pulcra, oda, Edda, orden y progreso, roer de vientos, hilo de nada ratonil, el ritmo del tremolar de vientos otros, el estertor que no se rinde.

El silencio es una ausencia y la presencia de una ausencia y el anuncio de una presencia que siempre está al llegar. Lo ominoso. Una amenaza diferida. El "mañana te voy a pegar" del padre de Arlt.

Pero no, no hay orden ni progreso en la otredad. El abismo, la condena de lo desconocido, la amenaza de lo inimaginable.

Y allí mora y se me ríe, sarcástico, el aliento de los mafiosos tras de mí, como Bóreas y las yeguas de Erictonio y la madre que los parió. Todos enfurecidos. Silencio y pulcritud: la mafia sueca.

En la esquina de Sveavägen y Tunelgatan Gata acudió en mi ayuda Gilles Deleuze. "El sueño de los otros es un peligro, es un sueño devorador que puede engullirnos. La otredad es el sueño de los otros. Que los demás sueñen es peligroso. El sueño es una terrible voluntad de poder. Cada uno de nosotros es víctima del sueño de los demás, y vos te viniste hasta acá, con esa libretita, a intentar registrar el sueño de los otros", dijo.

"El folkhem, el sueño de Tage Erlander, la världens ledande kulturfolk, y la understödstagarmentalitet denostada por la derecha. Desconfiá del sueño ajeno. Si quedás atrapado en el sueño de los otros estás jodido. Te viniste hasta acá a buscar la angustia de August Strindberg y de Ingmar Bergman, pero te encontraste con la de Arlt, que siempre estuvo con vos. Trajiste la de Arlt, mejor dicho. La zona de la angustia, esa zona de sueño e inquietud que lo hacía circular a Erdosain a través de los días como un sonámbulo, que estaba a dos metros de altura sobre las ciudades y se representaba gráficamente bajo la forma de esas regiones de salinas o desiertos que en los mapas están revelados por óvalos de puntos, tan espesos como las ovas de los arenques que comen los vikingos", dijo Deleuze.

"Mejor andá a visitar el Museo ABBA en Djurgårdsvägen. O sea, sacá un par de fotos, subilas a la sociales redes, y después rajá, turrito, rajá", dijo Gilles. Y se fue, como quien se desangra, por donde se fue Christer Pettersson tras dispararle a Olof Palme.

Una niña de vestido azul le dice a su madre algo que no entiendo. La madre le sonríe y le contesta con un sonido que es una música leve, que acaricia el silencio de las islas y los puentes sin siquiera esmerilarlo. Un hombre me dedica una melodía dulce, de palabras graves, como de seda. Le digo en la lengua del bardo de Avon que gracias, que no cazo un cazzo pero gracias, y reímos y seguimos conversando.

En calle Stortorget, frente al Museo de Caballos de Madera, arrojé el envase de un alfajor Tatín blanco, para neutralizar a uno de mis perseguidores. Los destellos plateados y azules se desplazaron sambando con gracia, emitieron destellos plateados. Alfajor blanco con dulce de leche. Cont. Neto net wt 33 g (1,2 oz). Alfajor de dulce de leche con baño de repostería fantasía blanco. Caramel filled sandwich cookies with white chocolate flavored coated. Tenor graso: 15%.

Lutero vigilante, dije. Y recé: Concede, misericors Deus, fragilitate nostrae praesidium, ut, qui Sanctae Dei Genitricis memoriam agimus intercessionis ejus auxilio, a nostris iniquitibus resurgamus. La limpieza tampoco es mera ausencia, es la presencia de un signo, está en lugar de otra cosa, stat pro aliquo, es metáfora de orden y progreso, positivismo, iluminismo, racionalidad y modernismo, un credo, un rezo luterano. Y todos esos ismos y toda la mafia sueca del silencio y la limpieza y sus mitos corren tras de mí, y me tienen podrido, digo ahora, resumiendo.

El niño Tatín es secreto y susurro, es la runa Fehu. Y corre por las calles de Estocolmo y entonces somos dos contra la mafia. Odín resucita en Tatín y la lort Sverige. Resucita en el grito sordo del pacú, en la runa disfónica del Paraná sueco. Se colgó Odín de un sauce en un Gólgota helado, "¡Elí, Elí! ¿lama sabactani?" dijo en nórdico‑guaraní. Y nos trajo el pacú y el sonido nihil del nene de Tatín.

En Österlånggatan pensé entrar al café Stiernan en busca de descanso y refugio. Tatín se quedaría en la puerta, haciendo de campana. Al abrir la puerta del bar, encristalada de vidrios japoneses, quise retroceder, comprendí que estaba perdido, pero ya era tarde. Ya estaban dentro, los dos matones suecos, sonrientes, sucios, atronadores.