“Espérate”, me dice. “Por aquí está la verdadera tumba de Baudelaire, pero creo que a ti no te interesa”.

Le digo que sí me interesa, pero Alverto Aznarán sigue avanzando raudo entre las tumbas del cementerio de Montparnasse, dispuestas como en un tablero caótico de ajedrez, con esculturas que se elevan como alfiles, torres y reyes del siglo antepasado. Aznarán camina a toda marcha, ya van a cerrar, me ha dicho, a ver, es por aquí, entre los mausoleos de piedra que dicen mil ochocientos y tantos, esqueletos de árboles sin hojas, flores y arbustos, y más allá las tumbas de Cortázar, Beckett, Sartre, Vallejo; el silencio parisino que solo se interrumpe con la respiración agitada de Aznarán.

“Lo que te interesa es el cénotaphe”, me dice, pronunciando esa última palabra en un francés perfecto, aunque brusco.

Aznarán es un poeta peruano –es un peruano que escribe poemas– y lleva más de treinta años en Francia, la mayoría de ellos investigando sobre la vida de César Vallejo en París, “porque tengo tiempo de sobra”, me ha dicho, “porque me gusta”. Conoce cada esquina que pisó Vallejo en esta ciudad, los hoteles y pensiones en las que vivió, los cafés que frecuentaba, y para cada lugar tiene una anécdota en la que aparece el poeta. El mapa de París que existe en su cabeza es el mapa de César Vallejo en París (los hoteles y pensiones, la sede de Les Grandes Journaux Ibèreamericain, la rue Molière, la Maison de Santé Villa Arago, los parques y cafés), y me ha prometido que lo recorreremos el lunes, dentro de dos días. Hoy es 15 de abril de 2017. Es tarde, ya van a cerrar el cementerio. Hace unas horas, aquí mismo, un grupo de peruanos encabezados por Aznarán se juntó alrededor de la lápida de mármol negro de César Vallejo para rendirle un homenaje: un día como hoy, hace setenta y nueve años, murió el poeta. Según su viuda, sus últimas palabras las pronunció la noche anterior a su muerte, el 14 de abril de 1938. “Palais-Royal”, habría dicho Vallejo en medio de un delirio que su mujer interpretó como el recuerdo de cuando vivían frente a frente y paseaban en secreto –él seguía con Henriette Maisse– por los jardines del Palais-Royal, al norte de este cementerio, al otro lado del Sena. Según Juan Larrea, que recogió la versión de otro español, llamado Juan Monguió, las últimas palabras de Vallejo, luego de llamarlo a gritos (¡Larrea! ¡Larrea!) fueron: “Allí... pronto... navajas... Me voy a España”. Casi un poema van- guardista.

Una bandera del Perú, empapada por la lluvia que cayó esta mañana y sujetada por seis piedras, envuelve una lápida sobria, que pasaría desapercibida si no fuera por las cartas, flores y objetos que dejan los vallejistas, vallejólogos, vallejólatras de todas partes. César Vallejo. Que quiso descansar en este cementerio. Eso dice, en letras doradas. Cuatro días después de su muerte, el martes 19 de abril de 1938, un mediodía nublado y con una lluvia ligera, fue enterrado lejos de aquí, en el cementerio de Montrouge, que en esos tiempos quedaba a las afueras de París, al sur. Georgette había comprado ahí, en ese cementerio para la clase trabajadora francesa, una tumba para dos personas, en la que había enterrado a su madre, en 1928, y donde se suponía que terminaría sus días ella misma. Pero Vallejo murió, sabe dios de qué, y su viuda no tenía dinero para pensar en otro lugar. Los restos del poeta fueron inhumados sobre los restos de la madre de Georgette. En una ceremonia sencilla, el poeta y novelista francés Louis Aragon, dijo: “Y nosotros juramos, yo juro delante de esta tumba y delante de su viuda, hacer conocer la obra de César Vallejo entre nosotros”. También habló Gonzalo More. “Imagínate”, me dirá Alverto Aznarán, parado al lado de esa lápida pobrísima, en Montrouge, de cuadrados blancos y negros, como un tablero de ajedrez formado por retazos de piedritas de ambos colores. “Vallejo estuvo treinta y dos años revolcándose aquí con la suegra”, que nunca lo quiso. La suegra sigue ahí. Recién el 3 de abril de 1970, cuando la viuda vivía en Lima, pudo conseguir 13.351 francos para trasladar el cuerpo al cementerio de Montparnasse, donde él quería ser enterrado. A veces ella lograba que le pagaran por los derechos de publicación de la obra de su esposo. También dictaba clases particulares de francés. Existen recibos y documentos de esa exhumación y traslado del poeta –salvo esos papeles, no hubo testigos de esa mudanza definitiva– de Montrouge a Montparnasse. Los guarda la mujer que fue vecina de Georgette, en Lima, junto a varios papeles inéditos que le dejó la viuda de Vallejo antes de morir.

César Vallejo. Que quiso descansar en este cementerio. Eso dice la lápida y, más abajo, al lado izquierdo de las fechas de su nacimiento y muerte (1982-1938) hay un verso escrito por Georgette que aparece en Máscara de cal, un poemario que ella escribió y publicó primero en Francia, en 1947 –una edición desconocida, cuyo único ejemplar lo tiene Jorge Kishimoto en su biblioteca con vista al mar– y que luego traduciría al español, en Lima, en 1979.

Portada del libro editado por la Universidad Diego Portales

HE NEVADO TANTO

Hoy es un día especial, y sobre la tumba de Vallejo hay un arreglo de flores de la Embajada del Perú en Francia. Grabado en la lápida: He nevado tanto/ para que duermas. En letras doradas. Hay una hoja de papel, pegada al mármol por la lluvia, en la que alguien escribió algunos versos del poema “Piedra negra sobre una piedra blanca” (“Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo”), y firmó: “Te amamos César Vallejo”. Hay una carta envuelta en una mica de plástico en la que se lee: “Tío César: llego a ti cual ave que partió a tu encuentro, y sé que ya juntos en nuestro sueño eterno platicaremos y me dirás hecho letras el dolor de la humanidad, me dirás el amor a los tuyos, me contarás, tío, el sufrimiento que expresaste y no pudiste detener”. Apúrate, me dice Aznarán. Él tiene un dato y por eso hemos regresado al cementerio, dejando afuera, en el amplio boulevard Edgar Quinet, al resto de peruanos que siguen celebrando, ahora con cerveza en latas y aguardiente escondidos en bolsas negras, por si llega la policía. En la fotografía más famosa de Vallejo, esa en la que aparece con la mano derecha sobre el mentón, tristísimo y con el pelo engominado hacia atrás, en esa imagen donde tiene el ceño fruncido y la mirada perdida en algún punto entre el horizonte y el sufrimiento de todos los hombres, en esa foto, dice Aznarán mientras camina apresurado, el poeta posó como en el cénotaphe de Baudelaire. Vas a verlo, dice.

Alverto Aznarán tiene un abrigo oscuro encima de dos chompas y al menos un par de camisas debajo, como si llevara ropa de repuesto. Usa una gorra que ha perdido su forma de gorra y solo es una cáscara marrón que cae sobre sus ojos y los oculta. Su barba es blanca y su respiración está alterada como la de un búfalo. Desde esta mañana, ha estado tomando licor junto a los otros peruanos que rodearon la tumba. Visitan el cementerio de Montparnasse los días 15 de cada mes. Limpian la lápida, se llevan los objetos que dejan los visitantes –fotos, libros, monedas del Perú, pulseras, cartas, gorras, banderas–, y han montado, en la casa de uno de ellos, una suerte de museo con todo lo que han encontrado encima de Vallejo. A veces, como hoy, recitan poesía, llevan guitarras y cantan huaynos que dicen: “Entre los Andes de mi Perú, nació un hombre de gran valor/ César Vallejo era su nombre, Santiago de Chuco donde nació”. Aznarán fue el primero en hablar esta mañana. Dijo que iba a leer un poema en prosa de Vallejo y pidió que todos participáramos a modo de coro, y que después de cada frase que él leyese pronunciáramos, en voz alta, “está helado” o “están helados”, dependiendo de si la frase era en singular o en plural. “Esto escribió Vallejo entre los años 25 al 26”, dijo Aznarán, de pie a un lado de la lápida. “En esa época hubo una estación tan fría en París, que el escritor exclamó: ‘¡Hace un tiempo infame!’, y bueno, escribió este poema”. Luego sacó de una bolsa, que aún lleva colgada al cuello, unos papeles. Hizo un ruido con la garganta, como si estuviese a punto de cantar.

–El padre, meridiano, y el hijo, paralelo...

–¡Están helados!

Sonrió, todos habíamos comprendido. Éramos dieciocho.

–Los Campos Elíseos, grises por cláusula pública...

–¡Están helados!

–El fuego central de la tierra...

–¡Está helado!

Una mujer envuelta en una chaqueta negra y con un gorro de lana, dijo después: “Se me viene a la memoria el poema LXXV de Trilce”, y se puso a recitar de memoria, con movimientos histriónicos en los que sacudía sus brazos como imitando las olas del mar. “Qué extraña manera de estarse muertos. Quienquiera diría no lo estáis. Pero, en verdad, estáis muertos”. Un hombre pidió la palabra. Casi disculpándose dijo que era un sobrino nieto de César Vallejo, su padre era hijo de uno de los hermanos del poeta. Leyó una carta que luego dejó, envuelta en una mica de plástico, encima de la lápida. Más tarde se enfadó porque alguien se llevó la carta. Un hombre de unos setenta años llevaba una guitarra, una gorra gris y un sobretodo azul. Cantó un huayno que dice: “La injusticia de aquellos tiempos, puso rebelde su corazón/ luchó valiente por los derechos, por los derechos de la nación”. Hubo aplausos. Una mujer de bufanda verde y pelo amarillo, casi fosforescente, pidió la palabra. “Hola, César, cómo estás, buenos días”, se presentó. Su discurso llevaba más de diez minutos cuando de pronto se puso a hablar de Mao, de Lenin, y luego, sin que nadie se sorprendiera, sin que nadie hiciera al menos una mueca de fastidio, dijo: “Te traigo el tri- buto de otro genio: Abimael Guzmán”. Recién entonces entendí junto a quiénes estaba. Alverto Aznarán lo debió leer en mi rostro porque la interrumpió de inmediato.

–Ahora no es el momento, déjalo ahí.

Abimael Guzmán fue el líder y fundador del grupo terrorista Sendero Luminoso, está recluido en una prisión desde 1992, en Lima, y sentenciado a cadena perpetua por los más de veinte años de horror que sembró en el Perú. Sus seguidores, asesinos sanguinarios, decían que Guzmán, a quien llamaban Presidente Gonzalo, era la “cuarta espada del comunismo”, luego de Marx, Lenin y Mao. El ocaso de Sendero –aunque aún quedan remanentes en la selva peruana– empezó, coincidentemente, con el seguimiento que hizo un grupo especial de la Policía a una academia de preparación universitaria llamada César Vallejo, en el Centro de Lima, que resultó ser una fachada donde los senderistas captaban jóvenes militantes. ¿Qué clase de hilo invisible une a César Vallejo con esos años de terror? ¿Qué hace una seguidora de Abimael Guzmán a los pies de un poeta? Alverto Aznarán me dirá, dos días después, que él nunca fue senderista, pero que sí formó parte de Puka Llacta, un grupo en todo caso cercano a Sendero, otra de las ramificaciones del Partido Comunista Peruano-Patria Roja. Aznarán dice ahora que un cenotafio es un monumento funerario, pero sin el cadáver. En este caso, sin Charles Baudelaire, que sí está enterrado en Montparnasse, pero un poco más allá.

César Vallejo

ESCRIBE LO QUE QUIERAS

César Vallejo solía pasear entre estas tumbas. Le gustaba la calma del cementerio de Montparnasse, contemplar a las parejas jóvenes que venían a caminar cogidas del brazo para besarse a escondidas entre los mausoleos. No es un lugar lúgubre, aunque esté lleno de muertos, muchos de ellos famosos. De hecho, es más apacible que cualquier parque en cualquier otro lugar del mundo, incluido París. Vallejo lo sabía. Un día cualquiera, a fines de los años vein- te, estaba conversando en algún café de Montparnasse, y “de pronto se ponía de pie, como quien tiene algo im- portante que hacer y estaba a punto de olvidar: ¡Vamos!, y se encaminaba al cementerio, para seguir por el sendero que conduce a la tumba de Baudelaire”, escribió su amigo Juan Domingo Córdoba. En realidad, Vallejo no venía a visitar la tumba de Baudelaire, sino el cenotafio.

–Puta, la cosa es que Vallejo vino cuando inauguraron el cénotaphe, y un año después se tomó esa foto en Versalles donde sale así.

Aznarán se pone así, con la mano derecha sobre el mentón.

–Mira, desde acá lo puedes ver dice, –señalando una escultura de piedra, sobre un muro–. Ahí está el huevón.

En mayo de 1928, un año antes de que Juan Domingo Córdoba tomara aquella fotografía en Versalles –la fotografía que más ha ayudado a consolidar su imagen de hombre apesadumbrado–, Vallejo escribió una crónica para la revista Mundial, de Lima, acerca del aniversario de la muerte de Baudelaire, que se celebró justamente aquí, en el cementerio de Montparnasse. Es una crónica extraña, porque ya entonces escribía casi exclusivamente textos periodísticos sobre teoría marxista, y hablaba del capitalismo en extinción, de la gloria de Lenin. En esa crónica sobre el cenotafio, Vallejo escribió: “La ceremonia tuvo lugar ante el monumento del poeta, que es una de las piedras sepulcrales más hermosas de París. Su contenido es de una significación directa y, a la vez, muy original. El escultor cogió un bloque de piedra, lo abrió en dos extremidades y modeló un compás. Tal es la osamenta del monumento. Un compás. Un avión, una de cuyas alas se arrastra por el suelo por su mucho tamaño. Como en el albatros simbólico. La otra mitad lapídea se alza perpendicularmente a la anterior y presenta en su parte superior un gran murciélago de alas extendidas. Sobre este bicho vivo y flotante, reposa una gárgola, cuyas manos sostienen un mentón cogitabundo, vigilante y casi agresivo”.

Aznarán se sienta sobre una lápida, está cansado. Asegura que a César Vallejo le gustaba tanto este cénotaphe de Baudelaire que quiso posar así, como esa gárgola, para la foto de su amigo en Versalles. A diferencia del cenotafio, cuya gárgola se coge la cabeza con las dos manos, el poeta solo usó la mano derecha, aunque la pose es tan cogitabunda y vigilante como la de la gárgola de Baudelaire.

Queda poca gente en el cementerio. Han sonado unas campanas y eso quiere decir que debemos irnos. Antes, Aznarán dice que pasemos muy rápido por la tumba de Marguerite Duras, creí que para rendirle un homenaje, pero no. Se había quedado sin lapiceros, y sobre la tumba de la escritora francesa, en una de las macetas más grandes, sus lectores entierran toda clase de bolígrafos como ofrenda. Aznarán eligió los tres más bonitos, uno de ellos de punta fina, y me regaló un Stabilo.

El resto de los peruanos espera afuera, incluyendo a la señora de cabello amarillo fosforescente que luego me dirá: “Yo digo lo que quiero, tú escribe lo que quieras”, y brindamos sin emoción, cada uno con una cerveza. La escultura en el cenotafio de Baudelaire ni siquiera parece una gárgola, sino un hombre de facciones duras que mira desconsoladamente. Está bien peinado, tiene una frente amplia, y eso que parece agresividad también podría ser tristeza.

–Es alucinante –pienso en voz alta.

Más que las manos en el mentón que sostienen esa cabeza de piedra –no la suya, sino la de la gárgola–, a Vallejo le llamaba la atención el murciélago que está esculpido debajo. “¡El murciélago! ¡Fíjate en el murciélago!”, le decía a Juan Domingo Córdoba cuando venían aquí a caminar. En esa misma crónica de Mundial, escribió que el murciélago “es natural del reino tenebroso y, a la vez, es habitante de las cúpulas. Por su doble naturaleza –de vuelo y de tiniebla– se diría que posee la sabiduría en la sombra y se diría que cae para arriba”. Cada vez que venía a este cementerio se le hacía imposible no pensar en su propia muerte –aunque no pensaba morirse–, y decía que cuando muriera quería ser enterrado en Montparnasse, cerca de Baudelaire. Es decir, cerca de este cenotafio. Hace dos años, un domingo de marzo, un grupo de peruanos llegó hasta la tumba del poeta para celebrar su nacimiento. Le dejaron un arreglo de flores que llevaba una inscripción en la que se leía: “Vallejo est a nous. President Gonzalo”. Sobre la lápida, colocaron imágenes de Abimael Guzmán y luego extendieron, en ese mismo mármol, una bandera roja que llevaba la hoz y el martillo, símbolo de ese grupo terrorista. ¿Qué hubiese pensado César Vallejo –el mismo Vallejo que se maravillaba con la Rusia de Lenin– sobre Sendero Luminoso?

Antes de salir del cementerio, con esa breve parada en la tumba de Duras, Aznarán me indicó que tomara fotos desde diferentes ángulos, que esa escultura es un calco de la imagen más reproducida de César Vallejo.

–Eso nadie lo ha dicho –dijo Aznarán, aún agitado–. Eso es de mi cosecha.

Hay muchas cosas que nadie ha dicho.

Vallejo con Georgette

> La historia de su retrato más famoso

SOY LEYENDA

No está mirando a la cámara –jamás lo hacía–, sino hacia un punto lejano en el horizonte, a su derecha. Podría decirse, incluso, que ni siquiera está mirando. César Vallejo parece abstraído en un recuerdo que lo aflige o lo enoja tanto que se han formado arrugas en su expresión, entre ceja y ceja. Aunque también podría ser el sol que le da directo en la cara, y por eso frunce el ceño en una mueca que le genera cierta rugosidad en el rostro, parecida a la corteza de un árbol. Es el verano de 1929, una fotografía en blanco y negro tomada en Versalles, a las afueras de París. Vallejo está sentado en la esquina de un muro de piedra, en una de las escaleras laterales del jardín del Gran Trianón. Atrás se ven árboles frondosos y un cielo que resplandece con luminosidad blanca. Al otro lado de la cámara, con un dedo en el obturador, está Juan Domingo Córdoba, un peruano estudiante de Derecho a quien Vallejo ha conocido dos años atrás, en un viaje a Madrid, y quien en ese instante no sabe –es un paseo ordinario para escapar de la ciudad, es un día cualquiera– que está tomando la fotografía más famosa de quien se convertiría, con los años, en uno de los poetas más renombrados del mundo; un retrato que se volvería tan icónico que hasta se ha escrito sobre la personalidad de César Vallejo solo basándose en lo que esa foto muestra: un hombre tal vez serio, tal vez triste, tal vez contemplativo, con la palma de su mano derecha sobre el mentón, los dedos recogidos, casi formando un puño sobre su cara, como si esa mano no estuviera sosteniendo la cabeza del poeta, que parece hecha de roca y barro, sino todo el peso del dolor del mundo. El propio Juan Domingo Córdoba lo recordó con la precisión de un antropólogo en su biografía César Vallejo del Perú profundo y sacrificado (1995): “De talla más bien alta que mediana, enjuto, espesa y negra cabellera lacia, cejas tupidas, ojos pequeños, oscuros, de mirada penetrante que no endure- cía la expresión de su rostro”. En la memoria de quienes lo conocieron siempre aparecen los ojos de Vallejo como dos esferas negras, pero a la vez luminosas y expresivas. “Nariz roma”, escribió Juan Domingo Córdoba, “boca grande, labios regulares, mentón fuerte y dando realce a ese rostro de rasgos muy marcados, amplia frente beethoviana”. Es verdad que Vallejo era taciturno como ese retrato, lloroso como en sus versos, pero no se puede ser todo el tiempo así. Y no se trata de una fotografía casual: César Vallejo está posando.

A su lado izquierdo, sentada, está la francesa Georgette Marie Philippart Travers, que entonces es su novia. En las reproducciones de esa imagen que se harán a lo largo de años, ella no aparece; ha sido borrada de un tijeretazo, como si su presencia hiciera ruido al rostro solemne del poeta. Incluso en el libro sobre Vallejo que la misma Georgette publicó en 1978, titulado como en uno de los versos de su marido, Allá ellos, allá ellos, allá ellos!, usó en la portada esa imagen de Versalles, pero sin ella, retirándose de esa posteridad como si interrumpiera. “[...] y, en fin, suele decirse: Allá, las putas, Luis Taboada, los ingleses;/ allá ellos, allá ellos, allá ellos!”, dice el verso de Vallejo que luego usaría su viuda para golpear, según ella, a los biógrafos que escribían cualquier cosa, esos carroñeros, esos amigos, esos viudos. “Lo mío es testimonio de primera mano”, decía. “He vivido con Vallejo, he sufrido con Vallejo, yo he enterrado a Vallejo. Y que estos vengan ahora a hablar de él, y que quieran contradecirme”. En la fotografía completa, Georgette Marie Philippart Travers, de 21 años, lleva un abrigo delgado y claro, una gorra que le hace sombra a la mitad de su rostro, tan redondo e inexpresivo como un melón. Se habían conocido en 1926, aunque la fecha no es exacta, por una casualidad geográfica que los puso frente a frente, casi ventana con ventana, cada uno en la habitación de un edificio, separados por la rue Molière, una calle tan angosta que entre la fachada de Vallejo y la de ella había apenas doce pasos de distancia.