Por Raisha Correa*

Cada vez que se habla de la historia contemporánea del Perú, la descripción que más suele ser utilizada es “El Perú es un país fragmentado”. Es decir, un país con una gran brecha étnica y social que a 200 años de su independencia aún no ha sido superada. Un país con una élite dominante que ignora los problemas de sectores históricamente olvidados, y que, cuando estos se vuelven un problema en la toma de decisiones políticas, los silencia, excluye y hasta reprime.

Desafiando todo ello, Pedro Castillo Terrones, un maestro rural, sindicalista y provinciano, se enfrentó a las élites políticas y el establishment limeño y se lanzó como candidato presidencial levantando las banderas de un Perú olvidado y excluido. Por primera vez, un “otro” se atrevía a desafiar a los partidos políticos tradicionales y creer que podría llegar a la presidencia del país fragmentado. 

Una vez consumado el triunfo electoral, la derecha más recalcitrante, racista y clasista del país, la cual jamás aceptó perder las elecciones, convirtió el discurso del “fraude electoral” en su bandera de lucha. Asimismo, dio lugar a la aparición de un nuevo grupo conformado por personas de sectores privilegiados que jamás se había movilizado antes, los/as patriotas, peruanos/as que luchaban por "un Perú sin comunismo ni terrorismo". Así, ya en los días posteriores al triunfo electoral, Pedro Castillo se convertiría en el principal enemigo de las élites peruanas.

El 28 de julio del 2021, Pedro Castillo juramentaría como presidente, en nombre de los olvidados y excluidos del Perú, así como por un país sin corrupción y su promesa electoral más esperada: una Nueva Constitución. Cambiar la constitución significaba cambiar el modelo económico. De ese modo, la defensa de la constitución por parte de la derecha, se convirtió también en una lucha ideológica: la lucha contra el comunismo. Pedro Castillo- sin ser comunista- representaba este enemigo creado por el Congreso. Por ello, su destitución sería el único camino para vencer a ese gran enemigo llamado Nueva Constitución.

Así, Castillo tuvo que enfrentarse a un Parlamento obstruccionista con una mayoría de derecha y un sector minoritario progresista. Lo intentaron destituir en menos de seis meses de gobierno, siendo la primera moción de vacancia en noviembre de 2021, tan solo cuatro meses después de que había asumido la presidencia. También le censuraron 70 ministros en menos de un año y medio de gobierno. El día que Castillo aceptó la primera censura de ministros por parte del Parlamento y creyó que se podría generar algún tipo de negociación con la derecha, perdió su primera gran batalla. Era un presidente que había ganado las elecciones con un programa de izquierda, pero que fue cediendo ante las presiones de quienes habían perdido las elecciones.

El 7 de diciembre, Castillo anunciaba mediante un Mensaje a la Nación que había decidido disolver el congreso y convocar una Asamblea Constituyente en los próximos meses. Siendo aún Presidente de la República, fue detenido por su propio personal de seguridad y dos horas después el Congreso estaba juntando los votos para destituirlo como juramentando a su vicepresidenta Dina Boluarte. Miles salieron a movilizarse exigiendo su pronta liberación, sobre todo en las regiones del sur donde Pedro Castillo habría obtenido mayoría de votos. Entre las demandas populares, no solo se pedía el cierre del congreso y la libertad de Castillo, sino también una Nueva Constitución y la renuncia de Boluarte. El colapso de ese Perú fragmentado había comenzado. Los excluidos y olvidados que se sentían representados por Pedro Castillo, apelaban a su derecho a la insurrección y no reconocían a Boluarte como presidenta.

Ante las movilizaciones masivas, la respuesta de Boluarte fue la represión. En la primera semana de gobierno, “la primera presidenta del Perú”- suceso aplaudido por sectores del feminismo liberal- le había otorgado poder absoluto a las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional del Perú, a fin de controlar el orden interno del país. Dina Boluarte no mostró la más mínima intención de negociación con la población movilizada, sino todo lo contrario, impuso su gobierno con sangre y balas. A la fecha, las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional han causado la muerte de 30 peruanos, entre ellos 5 menores de edad.

El gobierno de Boluarte no solo ha respondido con represión, sino también con la criminalización de la protesta social. Al punto de perseguir e intimidar a organizaciones políticas opositoras, a través de operativos a cargo de las fuerzas del orden. De esa forma, Boluarte terminó por institucionalizar la persecución política hacia sus opositores: organizaciones sociales, movimientos estudiantiles, movimientos indígenas, partidos políticos de izquierda, etc. Construyó un “enemigo” del Estado, a los que se les acusaría con uno de los delitos más graves que existe en la legislación penal peruana: el delito de terrorismo.

Así, el Perú entra en una nueva etapa donde el uso del “terruqueo”- práctica política que utiliza la derecha peruana para desacreditar a personas de izquierda o disidentes del statu quo- sale de la esfera discursiva, para convertirse en un arma de control político del propio Estado. Si alguien protesta en contra del “gobierno democrático” de Dina Boluarte, probablemente sea un potencial terrorista, delito que tiene como pena máxima la cadena perpetua.

El Perú sigue siendo un país fragmentado, pero en diversas regiones del país existe un pueblo que no se rinde y se levanta exigiendo un proceso constituyente para la creación de un nuevo pacto social.

*Raisha Correa, bachiller en Derecho y militante de la organización "Mujeres por una Nueva Constitución en Perú".