Difícil superar el nivel de ambiciones, excesos y otras yerbas (buenas y malas) de Rubia y Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, pero 2022 se despidió con una película que pisa esos talones muy de cerca. Por estas pampas el nuevo largometraje de Damien Chazelle, el jovencísimo realizador de La La Land y Whiplash - Música y obsesión, se verá en salas de cine a partir del próximo jueves 19 de enero. ¿Qué otro film de gran presupuesto y pretensiones masivas, protagonizado por dos de las estrellas más rutilantes de Hollywood, incluye durante sus primeros diez minutos a un elefante despidiendo toneladas de mierda encima de un ser humano o a una mujer dejando caer su lluvia dorada sobre un hombre desnudo? Eso y bastante más ocurre en la secuencia de apertura de Babylon, una maratón de desenfreno y excentricidades de treinta minutos que transcurre en una aislada mansión californiana, un castillo de bacanales modernas. Todo comienza con el logotipo vintage de Paramount Pictures, el que prologaba en blanco y negro las producciones del estudio a comienzos de los años 30. Es lógico: la película de Chazelle tiene como trasfondo los últimos meses del cine mudo y el comienzo del sonoro, el apogeo del arte narrativo silente y el inicio de las talkies, como se las llamaba familiarmente. Una era llena de glamour y sofisticación pero también de descontroles públicos y privados, que el guionista y realizador de 37 años recubre con varias capas de hipérbole y estilización. 

Huelga decir que el Hollywood de Babylon es un universo paralelo al de la realidad histórica, como lo era la Roma de La dolce vita, el film de Federico Fellini que Chazelle reconoce como una de sus influencias. Durante esa media hora que hace las veces de prolegómeno y presentación de personajes, un actor obeso llora junto a una joven muerta en una de las habitaciones, reflejo del famoso caso real del comediante Roscoe “Fatty” Arbuckle y la actriz Virginia Rappe, mientras una seductora figura oriental que recuerda a Anna May Wong hace la gran Garbo con traje masculino a tono, cantando entre los participantes de la fiesta y besando sugestivamente a otra mujer. Y allí, en medio de la orgía que termina con el paquidermo avanzando en la pista de baile, frente a una montaña de cocaína que pondría colorado a Tony Montana, Nellie LaRoy (Margot Robbie) conoce a Manny Torres (Diego Calva), dos seres anónimos que menos de veinticuatros horas más tarde pisarán por primera vez en sus vidas un set de filmación.

En la implacable partuza, que reúne a lo más bajo y lo más alto de la realeza hollywoodense, también está de paso Jack Conrad, la gran estrella y mayor galán de los ficticios estudios Kinoscope. El personaje interpretado por Brad Pitt es un bebedor empedernido pero de gran profesionalismo: cuando se encienden las cámaras, la peor de las resacas desaparece como por arte de magia. Otra de las criaturas frágiles de una narración coral que Chazelle define como un canto de amor al cine, pero que en gran medida se asemeja a una adaptación desaforada del texto seminal sobre Hollywood como la nueva Babilonia: el libro de Kenneth Anger titulado, precisamente, Hollywood Babilonia. El caos de los rodajes simultáneos que sigue a la madrugada de excesos está poblado por anacronismos, más cerca de la producción en serie de un estudio a mediados de la década de 1910 que del año 1926 en el cual transcurre la primera parte de la película. Pero a Babylon no le interesa la adherencia al rigor histórico. Su norte es la construcción de un mundo de fantasía, creado a imagen y semejanza del ensueño que las moving pictures eran capaces de provocar en los años previos a la Gran Depresión. El director germano y megalomaníaco que filma una producción épica llena de batallas y un beso bajo la luz de la hora mágica, la poderosa periodista cinematográfica temida por todos, amigos y enemigos, moldeada a partir de las Louella Parsons del mundo real (gran pequeño papel de Jean Smart, la protagonista de la serie Hacks), la actriz debutante que demuestra en su primer día de trabajo que puede manejar sus lágrimas a consciencia, sin necesidad de recurrir a trucos o maquillajes. Entonces llega 1927 y El cantor de jazz, la revolución de las películas con sonido sincronizado, la necesidad de volver a pensar cómo gestar y parir las películas. Y, desde luego, las referencias a Cantando en la lluvia, la obra maestra musical de Gene Kelly y Stanley Donen que reconstruye ese mismo período de ajetreo industrial, de micrófonos ocultos y cámara encerradas en cabinas herméticas. Nellie LaRoy sufre incluso más que Lina Lamont y la extensa escena de rodaje en medio de un silencio sepulcral es aún más enervante, sin gags ostentosos. La risa dejó de ser tal para convertirse en mueca.

La segunda gran fiesta de Babylon, con sus desplantes, conversaciones de negocios y un clímax en el desierto que incluye una pelea con una serpiente (¿¡!?), cierra los primeros 90 minutos de un total de 190. A partir de ese momento, el film deja de lado su estructura libre de ataduras y comienza a tender los puentes de los dramas personales: el ascenso, apogeo y caída de las carreras de los unos y los otros, los cambios en la industria y el gusto del público, los problemas de adicción y la falta de dinero. El espectador cinéfilo verá en espejo ese “I Love You, I Love You, I Love You” que transforma a Jack Conrad en una reversión trágica de Don Lockwood, el comienzo del desbarranque luego su participación en un musical (Singin' in the Rain fue presentada al mundo en la producción de la M.G.M. The Hollywood Revue of 1929 y desde ese momento se transformó en un estándar del cancionero popular). Los excesos continúan, pero el tono es diferente, más sombrío. Cuando la coda final traslada al público a 1952, al estreno de Cantando en la lluvia, Chazelle no puede evitar el efecto Cinema Paradiso que había esquivado durante las tres horas previas. Ahora sí la película se instala en ese molde del “canto de amor al cine”. Extraño: hasta ese momento las demostraciones de afecto por las películas y sus hacedores no habían dicho presente. Hay algo esquizofrénico en el último Chazelle, aunque el poder de las imágenes y los sonidos brillan con fuerza en varias secuencias. Babylon es menos que la suma de sus partes, aunque, en palabras de Manohla Dargis, la crítica cinematográfica del New York Times, “lo mejor que puede decirse sobre Babylon es que todavía existen grandes estudios como Paramount dispuestos a gastar muchos fajos de dinero en indulgencias auto halagadoras. Es perversamente reconfortante”. Más allá de opiniones, gustos y reflexiones, su rotundo fracaso de público durante la primera semana de exhibición en los Estados Unidos podría martillar un clavo más en el ataúd de las producciones onerosas con miradas personales, buenas o malas, fallidas o geniales. El triunfo indirecto es todo de las franquicias, las espaciales, las superheroicas o aquellas habitadas por seres de piel azul.