A veces la diferencia entre ser considerado malo o bueno es un gol. A veces la grieta entre aceptar y rechazar, amar u odiar es un gol. ¿Será verdad? Veamos. El triunfo de la selección puso frente a nuestras narices una Argentina familiera, amiguera, creyente, sencilla y conservadora en sus valores existenciales. Además, nos mostró un país delirante en sus festejos, demencialmente exitista, feliz al límite del ridículo y capaz de impresionar al mundo.

¿Somos eso? Pero claaa… Y un poco más también. Todo estaba ahí, en las gateras, y salió a relucir para darnos una lección de que se es lo que se es, desde un país de mierda hasta un país inclasificable en el mejor de los sentidos. Sin vergüenza alguna, festejamos, lloramos e hicimos el ridículo. Sin vergüenza amamos a unos chicos que citan a Dios en cada oración, que escuchan música horrible (eso va por mi cuenta), de los que no nos importa que quizá no sean “compañeros” y que tienen como sostén a la familia y a los amigos incluso más que las instituciones que les pagan fortunas y que los protegen como las joyas deportivas que son.

Ah… pero si la historia hubiera contado un gol nuestro de menos, o un gol más de ellos, la cosa habría sido diferente, quizá exactamente lo contrario. Y cada cosa que miramos con ternura o adoración (o tolerancia) hubiera sido el estigma sobre el que hubiéramos apoyado nuestras críticas, impiadosas, crueles, definitivas.

Quejosos como somos, porque también la queja perpetua es parte de nuestro ADN, no hubiéramos demorado en calificarlos de insoportables chupacirios que hasta llevan tatuados en el cuerpo las marcas de esa fe. Si los ateos como yo hasta nos tomamos con gracia que Tapia haya peregrinado con la copa a Luján y al altar de la Difunta Correa. Ah… pero si hubiera sido un gol de menos… Encomendarnos al Diego, todavía, pero ¿a la Difunta Correa?

Y no solo son chupacirios, son unos llorones, habríamos dicho al verlos descargar la pena en lágrimas y más lágrimas, sin importar que desde este lado se haya llorado y mucho. ¿Y todo lo que saben escuchar es cumbia?, les hubiera dicho yo. Pero si tienen toda la música del mundo (y a los músicos) a sus pies y solo les interesa ¡Los Palmeras!, manga de sordos.

En lugar de los que ven a hombres deconstruidos capaces de llorar hubieran aparecido los que los veían excesivamente llorones para jugar este juego de hombres, como les gusta decir a los técnicos. Y habríamos ido tras sus ideologías, tanto si las tienen como si no, tanto si son “nacionales y populares” o si son de esa generación captada por el vacío ideológico que tan fácilmente te venden en la agenda global.

Decimonónicos, les habrían dicho los defensores de las nuevas masculinidades y coso al verlos aferrados al modelo de familia tan tradicionales como es posible. No habría faltado quien viera que ¡jamás usan el inclusivo en sus conversaciones y arengas! Pero qué clase de selección nos representa ante el mundo. Qué papelón… Serios son los alemanes, que se taparon la boca a manera de protesta por la intolerancia catarí. De paso, ¿quién se acuerda de la intolerancia catarí? Ah… pero si hubiéramos perdido no habrían faltado las renovadas protestas: “cómo vamos a avalar esa asquerosa dictadura/monarquía yendo a jugar su mundial que compraron a puro petrodólar”.

No estoy diciendo que llegar a la final (aun perdiendo) no hubiera sido una epopeya deportiva, pero nos hubiéramos perdido el porrazo del descubrimiento de esa Argentina visceral, ilógica, capaz de lo bueno, lo loco y lo malo en una sola apuesta.

¿Se imaginan lo horroroso que hubiera sido tener que escuchar a los detractores envalentonados en un resultado deportivo adverso, si por ejemplo hubiera entrado esa pelota final que el Dibu sacó mágicamente? Y los que decían que Messi era un pecho frío hubieran vuelto a la carga, así como se hubiera puesto en juicio la capacidad de Scaloni y un largo etcétera. Y todo por un gol de diferencia.

Es cierto que (algunos) hubiéramos valorado igualmente lo deportivo. Esa barrera se había cruzado después de los éxitos recientes, pero no hubiera sido suficiente. ¿Cómo íbamos a perder la oportunidad de ser un poco más quejosos, más exitistas? ¿Cómo íbamos a dejar pasar la posibilidad de saber más de táctica que el técnico, de conocer a los jugadores más que los conviven veinticuatro horas con ellos? ¿Di María por izquierda? Pero si por derecha engancha para adentro y bla… bla…

Y volveríamos una y otra vez a comparar a Messi con Diego y Pelé (cómo si eso fuera posible) y con el primo que todos tuvimos y que era un crack pero al que le gustaba demasiado la joda.

Y lo peor es que nos hubiéramos perdido la posibilidad que el mundo nos vea así, como mejor somos. Molestos pero brillantes, torpes pero generosos, unidos pero no tanto, desunidos pero depende, quejosos, exitistas, orgullosos hasta la tontera. Esa lección, que solo dependió de un gol de diferencia, nos puso en el mapa otra vez como un país único que sabe vivir y morir y reír y llorar, todo en uno, para escándalo de los educados franceses y holandeses y fascinación de los conurbanizados bangladeshíes o como se diga. No sólo salvamos el mundial, salvamos una cultura completa, quizá.

 

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