A Lucía Glavinich, que me cedió su nombre...

Corría el año 54, cuando Don Torrenti llegó al puerto de Buenos Aires, en un barco italiano, el Sestriere. Allí recibió uno de los visados que se otorgaban a los refugiados croatas que le permitió residir en  cuartucho de hotel del barrio de Retiro hasta el 16 de Junio del 55, cuando presenció sin mayor estupor la masacre producida por la aviación en la Plaza de Mayo. Interrogado por un ocasional compañero, el Mocito, contestó que lo mismo había llevado a cabo la aviación alemana, en Guernica, un pueblo del norte de España... Sólo le era difícil entender que aquí, la masacre fue perpetrada por el ejército contra su propio pueblo. A partir del atentado contra Pavelic, en el 57 y haber sido miembro de la Ustacha (insurrectos), se dio a deambular por el interior. Al cabo de unos meses y en un estado de lamentable indigencia, recaló en los alrededores del saladillo, donde se mantuvo gracias a la solidaridad de los habitantes de la villa, cuyo trajín era la pesca. Finalmente, detrás del Frigorífico Inglés, que ostentaba la dominación del barrio, en el predio donde una gran avenida de tierra separaba una treintena de ranchos alineados unos frente a otros, Don Cesáreo le ofreció a cambio de trabajos de mantención, vivir en el suyo, que él visitaba rutinariamente dos veces a la semana. Don Torrenti terminó por acomodarse y al cabo de un tiempo, la mayoría de los lugareños lo convocaban para que ejerciera sus dotes diversas, predominantemente la de curandero, que ejerció con notable eficacia. Al cabo del tiempo, entre esos dos hombres que provenían de mundos distintos, había surgido una amistad inquebrantable que desestimaba cualquier posibilidad de discordia. La vida de Don Cesáreo era parcialmente conocida, tenía una familia numerosa y un modesto trabajo en la ciudad; los lugareños lo recibían con mucho afecto ya que cada jueves y domingo llegaba a su rancho con provisiones del día anterior que repartía generosamente entre los lugareños. Esa prodigalidad espontánea le había otorgado una suerte de liderazgo en el Villorio, que por extensión alcanzó a Don Torrenti. Este, sin abandonar su obstinada reserva, ante la cual nadie se sintió intrigado, decidió corresponder con suma probidad a las necesidades de la gente. Dicen que los lugares suelen tener una marcada influencia en el carácter de los individuos; tal vez la prodigalidad de la tierra, la deserción urbana de las orillas, la constancia nocturna de la Cruz del Sur, en suma, la vehemencia de las cosas más sencillas, influyeron en el ánimo de Don Torrenti. Este construyó una huerta en el fondo del rancho y decidió cavar un pozo para extraer agua. Vareaba el caballo que Don César compró para el mayor de sus nietos, que cada tanto lo acompañaba y organizó un criadero donde se reproducían animales que sirvieron para paliar la indigencia de la gente. Don Cesáreo colaboró placenteramente con todo porque intuía que de esa manera, Don Torrenti pagaba una sensación de culpabilidad que aparece después de una guerra. Había entre ambos una conciliación secreta, que transformaba recíprocamente la intimidad de esos hombres, que iba más allá de sus diferentes naciones y la precariedad de una lengua. Pero, el destino no contempla, por mucho tiempo, la bienaventuranza humana. Un domingo a la mañana, Don Cesáreo encontró a Don Torrenti en el fondo del pozo. Estaba muy mal y apenas pudieron rescatarlo y recostarlo en la cama del rancho. El médico que vino desde el Hospital Sáenz Peña vaticinó lo peor. Fue la primera y única vez que Don Cesáreo no volvió a su casa, se quedó custodiando la lenta agonía y como ambos aguardaban lo peor, espontáneamente, sin saber por qué, Don Cesáreo le preguntó su nombre. Con lacónica severidad,  Don Torrenti le contó pormenores de su vida: "Todo en esos años era distinto; haber sobrevivido a la primera guerra y superar sus privaciones nos impulsaba a querer más y comencé a estudiar derecho en la Universidad de Zagreb. En noviembre del 19 me recibí. Las injusticias e iniquidades del monarca Alejandro I de Yugoeslavia, hicieron que me uniera a la Ustacha. Juramos ante un crucifijo, una granada, un cuchillo y una pistola, los diecisiete principios que nos guiaban. Fui el encargado de armar un diario: Ustasa vjesnik hrvalskih. El insurrecto, heraldo de los revolucionarios croatas, lo que me costó unos años de prisión", aclaró con su castellano mezquino. Luego, haciendo una pausa, agregó: "Participamos en el levantamiento de Velebit y más tarde, tras un intento fallido en el 33, logramos dar muerte al dictador en la ciudad de Marsella, en Octubre del 34. En el atentado murieron dos mujeres que nada tenían que ver y esas muertes aterrorizaron las pesadillas de mis noches, aproximando el rostro de mi madre y mis hermanas. Inútilmente traté de convencerme de que era un precio que pagábamos por la independencia de Croacia, creyendo que Italia y Alemania eran nuestra posibilidad... Tardamos en comprender que sólo éramos un pretexto más para las oscuras ambiciones de los poderosos, pero algo se había sublevado en mi corazón, algo que me hacía descreer de la condición humana. Al tiempo, abandoné la Ustacha pese a la desaprobación de mis compañeros y me refugié en Viena y después en Italia. Jamás volví a ver a mi familia, allí me sorprendió la guerra que nos despojó de todo, incluso de los sentimientos más dignos, acostumbrándonos a ver morir a un semejante, como vemos morir a un animal. Claramente comprendí que las razones suelen ser pretextos que enmascaran las fuerzas más oscuras, claramente sentí que la vida no tenía sentido. En los años posteriores, deambulé por los campos del sur subsistiendo con distintos trabajos, pero mi situación seguía en extremo precaria y en el puerto de Nápoles, logré embarcarme en el Sestriere. Cuando llegué a esta tierra, me empecinaba el desaliento que se agravó cuando presencié el bombardeo a la Plaza, pero me alegra profundamente decirle que usted y la gente de este lugar han reconfortado mi esperanza". Se quedó un momento en silencio, que apenas se interrumpía por su respiración dificultosa. Don Cesáreo dijo, casi con un nudo en la garganta: Usted es mi hermano, Don Torrenti y me gustaría saber su nombre. Ivo, respondió, Ivo Glavinich, dijo, y se murió.