Novak Djokovic parece estar empecinado en enterrar la historia de un deporte centenario como el tenis. Invencible en las canchas del Melbourne Park, el serbio conquistó por décima ocasión el Abierto de Australia, una victoria que representa la 22ª en torneos de Grand Slam, el récord que registraba hasta el momento Rafael Nadal.

Luego de casi tres horas de disputa se impuso 6-3, 7-6 (4) y 7-6 (5) ante Stefanos Tsitsipas y se quedó con el premio mayor que estaba en juego antes de la final: el número uno del mundo, sitio del que desplaza al español Carlos Alcaraz. Apenas terminado el encuentro decisivo Djokovic dejó salir el cúmulo de emociones que había escondido en semanas de suma presión: se acercó al espacio que ocupaba su familia y se fundió en un abrazo con la gente de su equipo, en pleno llanto, en medio del desahogo.

Acababa de concretar una proeza inigualable para su brillante trayectoria: lo hizo un año después de haber sido detenido y deportado en Australia, por entonces uno de los países más estrictos en materia sanitaria, por no haberse vacunado contra el coronavirus. Aquel polémico suceso representó el origen de una temporada accidentada para el serbio: imposibilitado de jugar varios torneos, sobre todo en Norteamérica -se perdió Indian Wells, Miami, Canadá, Cincinnati y el US Open, pagó cara la falta de continuidad y cedió el número uno del mundo.

A pocos meses de cumplir nada menos que 36 años -el 22 de mayo próximo-, se emocionó luego de extender el invicto en lo que va del año: en su regreso a territorio australiano acumuló doce victorias para enlazar el título en el torneo de Adelaida y una nueva conquista en el Abierto de Australia, el certamen diferencial de su vida: ganó la décima quince años después de su primera gesta en los Grand Slams, precisamente en Melbourne 2008, cuando derrotara en la final al francés Jo Wilfried Tsonga.

"No es fácil jugar este torneo después de todo lo que pasó. Es un reto superado y les agradezco por la bienvenida que me dieron. Sólo mi gente sabe lo que pasamos en las últimas cinco semanas. Dadas las circunstancias podría ser la victoria más importante de mi vida", expresó, minutos después del llanto, en el corazón de la Rod Laver Arena. La carga por la pesadilla de la deportación se maximizó por algunas molestias en el isquiotibial izquierdo, una lesión de la que la opinión pública llegó a dudar, aunque a la vista el cambio resultó elocuente en la final: por primera vez luego de los seis primeros partidos del torneo el serbio no llevó el vendaje en el muslo izquierdo.

La brillante carrera de Djokovic contiene una narrativa que podría unir los dos puntos que lo acompañarán por siempre: la guerra y la eternidad. El nuevo número uno del mundo lleva consigo marcas indelebles de su infancia. La Guerra de los Balcanes lo tocó de cerca durante sus inicios en Kopaonik, una de las principales cadenas montañosas de Serbia, con un pequeño espacio al norte de Kosovo. En ese lugar, a más de 1700 metros sobre el nivel del mar, empuñó una raqueta por primera vez, a los 6 años, para no soltarla más. También allí, tiempo después, con 12 años, creció en medio de los bombardeos de la OTAN a Yugoslavia en 1999.

“Espero que los jóvenes en Serbia encuentren inspiración en lo que pude conseguir, tanto en el deporte como en cualquier aspecto de la vida. Suena a cliché pero es la verdad", reflexionó en la rueda de prensa, pero antes, en la premiación, había destacado el valor de una final protagonizada por dos jugadores provenientes de países periféricos: "Grecia y Serbia no son países grandes ni tienen tradición de tenis. Quiero decirles a los niños: no importa de dónde vengan, nunca dejen que les arrebaten sus sueños". De la nada misma se ganó un espacio único en la eternidad: con el paso del tiempo las generaciones hablarán de Djokovic como el campeón de los campeones, porque no hubo ni habrá otro a su altura.

Varias décadas después de aquellos duros orígenes Djokovic festejó una gesta especial. Un año atrás sintió la humillación y fue expulsado de Australia, pero se mantuvo aferrado a sus principios ideológicos, celebró una nueva conquista y recuperó la cima del ranking en la misma ciudad en la que había estado detenido. El puesto más alto del escalafón es un sitio de privilegio que sólo pudo haber cedido por la inactividad de la temporada pasada -en noviembre llegó a caer hasta el 8° puesto-. La falta de consistencia quedó opacada tras su victoria en Wimbledon, en julio pasado, donde destrabó la situación adversa: desde entonces alcanzó la final en cada torneo en el que compitió y levantó el trofeo en Tel Aviv, Astana, el Masters de Turín, Adelaida y, ahora, Australia.

Por primera vez en varios meses el número uno del ranking volvió a ser el mejor jugador del mundo. Djokovic es inabarcable. Si juega muchos torneos es el mejor de todos, pero si juega la mitad, como le sucedió en 2022, también lo es. Porque el postergado de Los Balcanes tiene pasaje directo a la eternidad. Es un Goliat cuya caída parece improbable. No hay lógica para su lógica: entre los bombardeos y las diferencias ideológicas con el mundo entero en medio de una pandemia, principios que llevó al extremo, libra por libra siempre será el mejor.

En el plano histórico la victoria de Djokovic registra un valor agregado muy difícil de dimensionar. Si bien todavía queda mucho recorrido en su trayectoria, a juzgar por un estado de forma que bien podría corresponder a un jugador de 25 años, habrá que analizar su aporte en los anales del tenis incluso por encima de los números.

Ya con el trofeo en la mano el serbio se cruzó con Rod Laver, el legendario australiano que ganó dos veces el Grand Slam calendario -1962 y 1969-. Mito viviente y ganador de once trofeos grandes, Laver registra una suerte de "desventaja" en la disputa de los tiempos: entre 1963 y 1969 tuvo prohibida la participación en torneos de Grand Slam -se perdió un total de 21- por haberse adelantado a la época: en 1963 se convirtió en profesional y no pudo actuar hasta 1968, en el inicio de la Era Abierta.

Las diferencias resultan abismales, claro, pero culminada la carrera de Djokovic habrá que remarcar que, por convicciones propias que en este momento no admiten un juicio de valor, no pudo pelear por el título al menos en dos Grand Slams: las ediciones de 2022 de Australia y del US Open, torneo que, hoy por hoy, tampoco estaría en condiciones de jugar en caso de permanecer activa la reglamentación de migraciones de los Estados Unidos.

Con Roger Federer ya retirado y con Nadal en plena merma física, Djokovic avanzó un casillero más en su afán de convertirse en el mejor tenista masculino de todas las épocas, si es que todavía no lo consiguió más allá de los números. Lo que sí logró, en cambio, es un espacio de honor en el viaje sin fin a la inmortalidad.

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