El cuento por su autor

“Corazones tallados a navajazos" fue corregido y modificado, en su extensión, para esta publicación en Verano/12. Su origen se encuentra en diversas sobremesas, conversaciones en horas anónimas entre amigas y amigos sobre cómo las nuevas tecnologías inciden en las relaciones sociales. Entre anécdotas y risas el pasado le daba forma a la melancolía; pero nadie caía en la trampa del lugar común, afirmando que todo tiempo pasado fue mejor. Hablar de un mundo sin teléfonos celulares, por ejemplo, nos remitía a otros paradigmas culturales y a diversos códigos que ya no existen más, en principio porque antes se llamaba a una casa, no a una persona.

Tal vez lo que al principio me generó asombro de aquellas conversaciones fue que ahora comenzábamos a recordar nosotros, ya estábamos corriendo con la posta en la mano.

Me gusta esa idea de Hermann Hesse que refiere a los avances tecnológicos y científicos en detrimento de un retroceso a nivel humano.

Hay artículos y ensayos académicos que analizan en profundidad todo lo que puede surgir de esta sencilla historia que avanza para atrás desde una perspectiva que intenta, en pocas palabras, reflejar esas conversaciones sobre cuestiones generacionales, el amor o enamoramiento, el sexo, la maternidad, las construcciones discursivas, la seducción, los parámetros de belleza, los miedos, los peligros y las ilusiones, entre otras. “Corazones tallados a navajazos" parte de una situación real y cotidiana, alrededor de una aplicación para conocer personas desde la focalización de su personaje femenino. Todo lo demás es mentira, es decir ficción. O no tanto.


Corazones tallados a navajazos

No tiene ni la menor idea de dónde queda San Andrés; pero está decidida: pasará la noche con Santiago. Sólo tiene que resolver el tema de Maude; llevarla a la casa de su madre implica tener que dar un montón de explicaciones o mentir. Leila no quiere mentir. Sin embargo, sabe perfectamente que su madre no aprobará en absoluto su decisión y hasta puede imaginar sus primeras reacciones; porque unas semanas atrás, apenas le habló de Santiago, su madre soltó una sonrisa liviana como una red y comenzó con las pequeñas preguntas, sutiles, medidas, guiadas por una curiosidad aparentemente inocente como Maude cuando escarba con su palita de plástico en el arenero de la plaza.

–Conocí a un chico, bueno… No tan chico, treinta y dos años, soltero, ingeniero en Sistemas y se llama Santiago.

Apenas Leila comenzó a contarle sobre el funcionamiento de (T), un falso tono a complicidad de su madre no tardó demasiado en hundirse por el peso de un silencio pensativo como quien no termina de ordenar mentalmente las piezas que deberían unirse solas al cabo del relato.

Otra generación, claro –dijo finalmente su madre, tan irónica.

Leila intentó explicarle que ya no era como antes; no hay citas alrededor de un café cargado de conversaciones ni programas de cine bajo la lluvia otoñal de un sábado en la ventanilla empañada de un taxi, ni mucho menos una cena romántica con velas encendidas al cabo de una segunda o tercera salida. Ya nadie habla de noviazgo o lo declara de manera interrogativa. Corazones tallados a navajazos en la corteza de un árbol y paseo silencioso por una plaza nocturna con una luna redonda iluminándolo todo.

–¿Una aplicación? No entiendo mucho del tema, pero no sé… Hay tantos lugares para conocer chicos.

–Por favor, mamá.

Bueno, mija, si no puedo opinar, ¿para qué me cuenta?

El tuteo se retiró para ordenar la distancia. Tiene razón ¿Para qué contarle? Además no entendería. De qué manera hablarle a su madre de (T), una aplicación donde las fotografías se suceden unas a otras como una calesita enloquecida esperando detenerse en una coincidencia llamada match; un mercado de imágenes donde Leila selecciona y descarta según un parámetro bien definido de los hombres que le parecen atractivos o simplemente interesantes. ¿Qué hace interesante a un hombre? “Me llamo Santiago. Quiero pasarla bien y divertirme. Al encuentro de una chica similar a mí…”. Frases como ésas, ingeniosas o demasiado directas. A Leila le gusta eso también aunque sabe que debe parar a tiempo, no engancharse. Cuando menciona la existencia de Maude los chicos se convierten en fantasmas y dejan de escribirle como si hubieran descubierto un plan secreto.

Desde hace cinco años que siente que no tiene ni un minuto para ella. Hasta ir a la peluquería es un problema. Se borró la frontera entre un sábado y un martes. Antes de aceptar una salida, Leila tiene que pensar en todo con una semana de antelación; desde la mochila –si llevara a Maude a la casa de su madre– con su muda de ropa y la infinidad de muñecas hasta los minutos que tardaría en dormirla sin llantos mientras canta suavemente una canción o lee un cuento, tan tensa debajo de su ropa interior nueva, incómoda, el maquillaje por la mitad y el cansancio brutal que le viene de golpe, capaz de hacerla dudar. Un diálogo con ella misma en medio del silencio de la habitación donde la mujer que quisiera salir y divertirse y tener sexo le dice a la otra que mande un mensaje y cancele con cualquier excusa. Porque si se quiebra definitivamente el entusiasmo, una cadena de pensamientos la irán alejando cada vez más de la situación en la que podría encontrarse y ver al hipotético flaco como desde una vidriera; perderá el hilo de la conversación, no advertirá que ya no está rellenando el silencio con sus comentarios ni que sus gestos de seducción se alejaron junto con la música del bar, dejando en su lugar una mirada perdida y oscura, una cara endurecida frente a la cerveza sin tomar, tibia ya, un ligero malestar en el estómago hasta que una carcajada en la mesa vecina surta el efecto de una cachetada y la abandone en medio de la escena con el flaco que le acaba de hacer una pregunta y espera la respuesta mientras ella no termina de comprender qué está haciendo ahí a esa hora, hablando de cosas que no le importan en lo más mínimo con alguien que de repente dejó de resultarle atractivo: demasiada barba, los dedos de las manos regordetes, tiene unos años más de lo que le dijo y la papada es imperdonable. Y de pronto, imaginárselo cogiendo. Y lo peor: de qué hablarán una vez que vaya rápidamente al baño y deje correr el agua de cualquier canilla mientras del otro lado escucha si quiere tomar algo. “No, gracias. Un botón quiero, un botón que, al presionarlo, te haga desaparecer ahora mismo y me deje en casa con mi hija”. Un cálculo feroz la atravesará mientras le dice: “Perdón, no te escuché bien, subieron el volumen de la música, ¿o me parece a mí?” Fingir la sorpresa de un repentino mensaje en su celular, ¿qué hora será? Dos y media de la mañana. Si fueran al hotel ahora mismo no dormirá más de cuatro horas. Mañana Maude y el desayuno, Maude queriendo jugar o ir a la plaza, Maude y los dibujitos animados. “Por esta vez podés ver Disney Chanel” La voz de Mickey Mouse taladrando sobre su terrible dolor de cabeza. “Maude por favor dejá dormir a mami, sé buenita que en un ratito me levanto y preparo el almuerzo”. Tener la sensación de haberse ausentado un año de su casa mientras Maude mira los dibujitos y el escalofrío viniendo de un sueño en llamas. Despertar de golpe por el llanto de su hija. “Por Dios, mi amor, estaba dormida: ¡las tres de la tarde!” Mejor mirar su celular y fingir escuchar un mensaje de voz para enseguida soltar la bomba de humo con un grave gesto de preocupación. Disculpame pero me tengo que ir, mi hija… Sí, una hija de cinco años, la dejé con una amiga y me acaba de mandar un mensaje diciéndome que está con fiebre. No, nada grave, el cambio de clima, el jardín… Nada más erotizante para un flaco que sólo quiere coger: largo monólogo sobre jardines de infantes y niños consentidos con problemas de adaptación que despiertan en la cama de sus padres y lo mean todo. Hablarle rápidamente de la importancia del amamantamiento durante los primeros años de vida y la leche fortificada en el caso de que se te corte la leche como le sucedió a ella. Si hasta perdió cabello, mechones bajo la ducha le caían, horrible. Y enseguida verlo fingir consideración: “No te preocupes que vuelvo del baño y pedimos la cuenta”. A los pocos minutos el flaco aparecerá con su celular en la mano, pensando si todavía tiene tiempo de salvar la noche, un plan b que descartó sin contradicciones porque se la jugó por la morocha que resultó tener una hija.

                                                                       ***

–Es raro que alguien te invite a su casa la primera vez –le dijo Bebu después de que buscaran juntas la dirección en Google Maps.

Y tal vez sea justamente por eso que Leila está tan entusiasmada, nunca nadie la invitó a cenar en una casa; por lo menos no en una primera cita. Para Bebu lo mejor es encontrarse en algún bar, tomar un par de tragos y, si hay buena onda, terminar la noche en algún telo. La invitación de Santiago tiene toda la fuerza de lo extraordinario. ¿Y quién no se inventa una historia extraordinaria cuando tiene ganas de enamorarse? Además surgió con tanta naturalidad que hubiera sido imposible negarse. Para que Bebu lo entendiera, Leila tendría que haberle mostrado las largas conversaciones que mantuvo con Santiago por Whatssap una vez que dejaron la aplicación; pero se las reservó para sí misma. Había algo ahí que, por primera vez, no quería compartir con su amiga.

El enamoramiento implica una forma de complicidad que surge de manera espontánea. Y eso era lo que Leila sentía que le había sucedido con Santiago desde un principio. Luego del mach dio una respuesta corta y efectiva. “Una lástima, el mío comienza con L”, fue lo que le escribió, y nada más. Había leído la frase en la aplicación (T) durante su hora de almuerzo “Me llamo Santiago. Quiero pasarla bien y divertirme. Al encuentro de una chica similar a mí. Abstenerse mujeres cuyo nombre comiencen con ´L´ ”. Leila recién abrió nuevamente la aplicación (T) mientras esperaba la salida de Maude, unas horas más tarde, en la puerta del Jardín. Sonrió al leer la respuesta de Santiago. “Siempre hay excepciones”, leyó. “Mientras no te llames Lorena”. Durante los días que siguieron, Leila vivió todo aquello como un comienzo distinto a lo que estaba acostumbrada. Hay días en que actúan como esas parejas que, luego de haberse separado durante un largo período, emprenden la delicada tarea de reconquistarse, sabiendo lo que tienen que decir para no caer rápidamente en la decepción. En esos momentos, Santiago le cuenta algunas cosas sobre su vida. Tiene una cartera de clientes y hace arreglos de páginas Web para una empresa norteamericana. Leila, por su parte, le dice que trabaja como técnica de laboratorio en un lugar que se llama Fundación Genética y, aunque no es lo mejor que le pudo haber pasado, está contenta. Cuando Santiago le pregunta a qué se refiere exactamente, Leila le responde que su sueño en la adolescencia era ser bióloga –al escribirlo piensa que es un buen momento para hablarle de Maude–; pero tuvo conformarse con una carrera terciaria.

“Todavía podés ser quien vos quieras”, escribe Santiago.

Fue con la excusa de querer andarle un mensaje de voz por Whatssap.

A Leila le gustó la voz de Santiago, la encontró muy varonil, grave y melodiosa, como si le hablara desde un lugar hecho para el erotismo. Comenzaron a mandarse mensajes amorosos durante el día y eróticos por las noches; sutiles al principio, colmados de eufemismos muy divertidos.

Cuando Leila y Bebu hablan de su amistad, afirman que no tienen secretos entre ellas. Durante algunos años fueron tan parecidas que jugaban a ser hermanas. El mismo color y corte de pelo, el talle similar de ropa les daba una variedad de vestuario siempre en diálogo con ellas mismas. En el colegio secundario pasaron prácticamente desapercibidas. Aunque fueron invitadas a fiestas y cumpleaños, no tardaron mucho en convertirse en privilegiadas espectadoras de su propia generación. No hubo en ellas un aire altanero ni de superioridad ni mucho menos de soberbia. Festejaron y compartieron alegremente las ocurrencias de sus compañeras. Y eso es todo. No estudiaban nunca pero aprobaban todas las materias con notas mediocres. Para toda aquella división fueron un misterio. Nunca hablaban de algún chico que les gustara o de algún grupo de rock preferido. No iban a recitales ni a la casa de nadie para encerrarse en una habitación y conversar sobre nada y fumar marihuana hasta reírse de todo. El día de la primavera no se sumaban a las salidas, preferían escabullirse en silencio para ir al cine y después comer pizza sobre una barra. “Las vírgenes”, les decían, aunque ellas se enterarán muchos años más tarde del apodo. No odiaban el secundario; pero consideraban que no servía para nada. Bebu estudiará psicología y Leila será bióloga. Tal vez no ganen mucho dinero; pero hay una edad en que el dinero tiene el peso de un papel sobre la balanza de la vida y no permite concesiones. Quieren crecer, en realidad. Independizarse. Todavía hoy piensan que la adolescencia es un proceso lamentable de la vida, un producto cuyo último eslabón en la producción educativa termina en un patético viaje de egresados a Bariloche. Nunca hablan de aquel viaje; pero cada una recuerda por su lado que deseaban recibirse y alquilar un departamento de tres ambientes y vivir juntas, sin mascotas. Repartirían las actividades del hogar y tendrían horarios fijos para llevar a sus ocasionales chongos, bajo condición de que nunca se quedaran a dormir. Sería una guarida, manejarían sus tiempos y horarios. No habría madres ni padres controlando sus deseos. Serían libres, por fin.

Aquel viaje a Bariloche, entre cánticos y aplausos, les resultó una estafa emocional de principio a fin. Cenaron y almorzaron mal, en los boliches se emborracharon mucho, y las excursiones fueron entre dolores de cabeza y resacas insoportables. Finalmente se sacaron la foto grupal con la emoción tan fría como esa misma nieve, entre personas que deseaban no volver a ver más en sus vidas.

La última noche, conscientes de que era la misma noche, las dos tuvieron relaciones sexuales por primera vez.

Un mes más tarde del viaje, Leila no parece preocupada y Bebu no quiere manifestar su ansiedad. En el baño del colegio, Bebu se para frente a Leila y la sostiene: la bombacha hasta las rodillas, debajo de sus miradas expectantes, silenciosas, con la intensidad de quien espera un vaticinio o un milagro, una confirmación, un deseo secreto. Apenas Leila se abrocha el botón de su pantalón, abraza a Bebu y lloran las dos con una mezcla de felicidad y tristeza como alguien cuando recibe un regalo cuya manutención implicará un sacrificio que está por encima de sus posibilidades.

                                                                           ***

Leila no miente con su edad ni con las fotografías que deja ver en la aplicación. No mentir termina siendo muy aburrido, sobre todo durante las primeras conversaciones plagadas de lugares comunes y fórmulas ya conocidas, repetidas hasta el cansancio. Después de casi un año de usar la aplicación (T), Leila es capaz de adelantarse a las preguntas y respuestas como si de un ejercicio mnemotécnico se tratara. Tal vez por eso muchas veces juega a ser otra y usa los nombres de sus compañeras del secundario para inventarse profesiones extravagantes y una vida completamente distinta a la suya. En esas ocasiones no accede nunca a dar su número de celular y asume un tono sarcástico, filoso y cínico, algo agresivo por momentos. Al cabo de un breve espacio de tiempo algunos terminan escapando, no sin antes enojarse, y buscan el enfrentamiento porque dudan de que verdaderamente sea una mujer quien escribe. Puede llegar a ser muy divertido sentirlos desplegar sus primeros recursos de seducción, dejarlos acercarse confiados para luego arrojarles un “Todo muy lindo lo que me decís pero a mi lo que me interesa es saber si la tenés grande o chica, y no me digas normal porque no existe. O también: Ya con saber tu nombre me alcanza, no perdamos el tiempo y arreglemos para coger mañana o pasado, ¿te parece?” Los chicos se ríen, o al menos intentan manifestar que se ríen luego de largos minutos sin responder.

Cuando llega a esa situación es porque se encuentra completamente saturada. Luego viene el enojo consigo misma. Durante dos o tres semanas deja de usar la aplicación. La encuentra ridícula, una pérdida total de energía. Piensa que lo mejor sería concentrarse en la gente cercana a ella, amigos de algún conocido del trabajo, por ejemplo, o por intermedio de alguna excompañera del colegio, claro… si la invitaran a las reuniones o a los cumpleaños, cosa que, por otra parte, ya nadie hace de las tantas veces que tuvo que decir no, gracias. No tengo con quien dejar a Maude, si me hubieras avisado más temprano. Bueno, la próxima. Entonces se da cuenta de que su ida social se reduce a una fila de supermercado con caja rápida para quince productos exactos.

La última vez que atraviesa una de esas crisis, Leila prueba con una aplicación distinta de (T), que le muestra hombres cercanos a su dispositivo. Se entusiasma por un momento con la idea de conocer a alguien del barrio. Pequeñas islas de alegría mientras Maude duerme y todo parece en calma. Son esos momentos en que le gustaría tener una cerveza fría en la heladera, la posibilidad de escuchar música sin restringirse a un volumen bajo y un chocolate para disfrutarlo recostada en el sillón. De pronto, está conversando con un chico que parece bastante divertido y ocurrente hasta que le pregunta qué hace despierta tan tarde y ella responde que simplemente está recostada en el sillón mirando la tele y entonces rápidamente él responde que no ve ninguna televisión encendida y ella sin detenerse a pensar en la frase responde que suele ver películas hasta muy tarde porque le cuesta mucho dormir.

La respuesta tuvo el efecto de un golpe violento de puerta en medio de la madrugada.

“No hay ninguna televisión”.

Y sin comprender del todo, Leila responde rápidamente:

“¿Cómo sabés?”

Ahora el nerviosismo en la punta de sus dedos. La respuesta llega un instante antes de que Leila mire hacia el ventanal del balcón. Busca rápidamente en la conversación el momento en que se refirió a los vecinos molestos del tercer piso que no la dejan en paz moviendo los muebles a cualquier hora.

Y de pronto:

“Te estoy viendo”.

Leila se levanta de un salto, aterrada, y apaga la luz del living. Desinstala la aplicación y se acuesta en la cama de Maude: la abraza como si su hija fuera capaz de incluirla en su sueño liviano, inocente, completamente ajeno a las hostilidades del mundo.