“La ciudad de las ranas” es una novela histórica, que nos trae las tensiones y conflictos políticos y sociales que dieron lugar a la fundación de La Plata y acompañaron todo el proceso de construcción. Personajes reales como Dardo Rocha, Pedro Benoit (si, el del Distribuidor), Julio Argentino Roca y Ramón Falcón, se entrecruzan con los de ficción.

Iñigo Rocamora, un inmigrante italiano que habla castellano gracias a su padre español, más que leal a sus amigos de la infancia y de la travesía atlántica, cuyas capacidades le permiten acumular riqueza y poder -fare l'América- en pocos años, para comprobar que, más allá de sus méritos y éxitos, para los criollos, y en especial los más pudientes, nunca dejará de ser un tanito, un “bachicha”, como les decían despectivamente.

Un mérito de la novela es recordarnos que el pasado nunca estuvo exento de conflictos. La historia, que a veces nos llega aplanada y vaciada, es una sucesión de conflictos y conspiraciones, de acumulación de fuerzas, alianzas y conflictos, para mantener privilegios o conquistar derechos.

La Plata es, antes que nada, el trampolín del gobernador Dardo Rocha a la presidencia, razón suficiente para que “el Zorro” Roca, presidente en ejercicio, la boicotee. Sí Rocha fracasa, Roca podrá elegir su sucesor a dedo, a la mexicana. Y su dedazo, lo tiene clarísimo, no ungirá a ningún porteño. La sangre derramada entre unitarios y federales está aún fresca, la organización nacional es aún incipiente. No correrá riesgos. De hecho, Rocha evalúa convertir a La Plata en capital nacional, para devolverles su ciudad puerto a los bonaerenses.

“La ciudad de las ranas” tiene algo de western. El poder se ejerce de manera dura e inmisericorde con los inmigrantes, que trabajan en jornadas de hasta 16 o 18 horas, si las circunstancias lo exigen, seis días por semana. Hay caballos, persecuciones y abundan los tiros y puntazos. El coraje físico es una de las mejores maneras de cimentar un prestigio personal. Después, cada uno se organiza como puede, según su clase: el Jockey Club o Círculo de Armas para el “círculo rojo”, la logia masónica o la Unión Cívica para las clases medias y los sindicatos y las organizaciones comunitarias, como la Unione e Fratellanza, para los inmigrantes. 

Alconada Mon aborda, no sólo el pasado remoto de la ciudad, sino también y especialmente, sus marcas de nacimiento. ¿Qué es lo platense? ¿O lo “muy” platense? Hay una línea de puntos, probablemente incómoda, que une a aquellos primeros habitantes de galera o bombín que se divierten en el hipódromo o en el teatro Argentino, con estos que hacen apurados las compras en el centro el sábado a la mañana, antes de ir al partido de rugby o de hockey.

La clase dominante oscila, sin complejos, entre el impulso modernizador -la ciudad con sus edificios públicos, su trazado de vanguardia, su iluminación de última tecnología- y el instinto saqueador de los bancos públicos, Nación y Provincia, por la vía de los préstamos auto préstamos nunca devueltos. Esa práctica lleva los bancos a la quiebra, llevándose los depósitos de los pequeños ahorristas, los que no cuentan con inside information: inmigrantes que juntaban para comprar un terrenito o traer a la familia que esperaba en la vieja y hambreada Europa.

En las cercanías de ese primer círculo, lo que predomina es la impostación. Las casas, dentro del ejido urbano son de madera, pero con fachada de material. Se imita, como se puede, la gestualidad y los gustos de la aristocracia, que se quedó en Buenos Aires, a salvo de las ranas.

Y en los arrabales de Berisso, Ensenada, Tolosa o Los Hornos, sobreviven, como pueden, los inmigrantes de distintas nacionalidades, pero predominantemente italianos. Hacinados los más, cultivando la tierra los más afortunados. Los “bachichas” de ayer, son los "bolitas" de hoy: agricultores marginados, vulnerables, tanto a los abusos de un precapitalismo prebendario que los usa como variable de ajuste, como a las inclemencias meteorológicas.

Porque la capital provincial, recordemos, a poco de cumplirse diez años de la inundación de 2013, se erige sobre un pantano, atravesado por arroyos, cuyo paisaje original no difería de la costa de Punta Lara o Punta Indio. El agua y el barro son elementos casi omnipresentes. Hay que ver por dónde vadear los arroyos, hay que evacuar las zonas bajas, hay lagunas que sirven para la recreación, del lado interior de la 32, que todavía no era Circunvalación.

En el libro de Alconada Mon, la Gran Logia de Libres y Aceptados Masones no es ese super poder omnipresente, invisible para los profanos. La desmitifica hasta mostrarla  apenas como una forma de protección para los hermanos y, en menor medida, de influencia. Es una institución atravesada por distintos intereses, personales pero, sobre todo, de clase. O corporativos. Vaya un ejemplo de la vida real, del siglo veinte. Salvador Allende se negó a creer en los partes de inteligencia que le adelantaban un golpe de estado en su contra, encabezado por el general Augusto Pinochet, porque este era su subalterno y aplomado (ahijado) en la orden.

Aunque el relato no sigue un eje cronológico, la tensión sociopolítica va in crescendo, junto con el protagonismo del muy querible Iñigo, hasta estallar en la “Revolución del Parque”. Los radicales, observa Iñigo, son bienintencionados, pero bastante chambones para conspirar: tienen la lengua floja y usan esas boinas blancas, tan visibles desde lejos, perfectas para que los francotiradores los encuentren a la distancia a un solo golpe de vista. En cntraposición, los conservadores son mañeros, taimados, peligrosamente vivos para el toma y daca.

Habrá que ver, si continúa la saga, como recibe la ciudad, entrado ya el siglo veinte, a los hijos de los comerciantes prósperos del interior bonaerense, de Junín, Chacabuco, Dolores, Chascomús, Bragado o Chivilcoy, cuando vengan a estudiar a la universidad nacional. Si se repite o no el ciclo de desprecio y rechazo, ese gesto tan platense como decir “el diagonal” o “pollajería” en vez de “pollería”. O, si la novela se estira a trilogía, cuando los estudiantes se politizan y peronizan.  

En síntesis, más allá de una cierta romantización, probablemente inherente al género o vinculada al deseo de ampliar el círculo de posibles lectores, "La ciudad de las ranas" es un libro fácil de empezar y dificil de abandonar. Los trabajos de Alconada Mon, su extensa "plancha", ha sido justa y perfecta.