Estos mil –que no son ni los cien de Napoleón ni el millón (Il milione) de Marco Polo– son también un número significativo. No son densos días gloriosos pero de yapa, como los que le tocaron al renacido corso hasta el golpe final de Waterloo, ni tampoco la cifra desmesurada para describir lo inconmensurable que usó el mercader y viajero para insinuar apenas el sinnúmero de maravillas que había visto / oído / recorrido en la lontana China, todavía nada vicina. Los mil de Líbero son lunes: una larguísima fila de lunes, un día de la semana con mala fama (cfr. El tango de Padula y García Jiménez que canta Carlitos Dante con De Angelis) y peor prensa.

Tan mala prensa tuvo y tenía, que los diarios bien escritos, inteligentes y progres como La Opinión en su momento (los primeros setenta) y este PáginaI12 hasta hace veinte años, no aparecían los lunes. Regalaban la información que pudiera generar el domingo. Es decir: para cierta mentalidad equívocamente ilustrada –porque la cosa venía por ahí– lo que pasaba los domingos (fóbal y carreras, en general) era terreno de alienación y ocio improductivo: boludeces de las que se ocupaban sobre todo y largamente los vespertinos populares, “más berretas y poco serios”. 

Pero eso en algún momento cambió: y admitirlo, interiormente, fue (supongo) una liberación, quiero decir un permiso, para los responsables –todos futboleros– del diario. Por eso, con los lunes vino el suple deportivo: Líbero, que tenía que hablar del fulbito pero desde otro lado, como se supone que lo hacía este incisivo matutino. 

Con ese espíritu y en ese contexto (postrimerías del menemismo) nos tocó participar jubilosamente de su arranque y disfrutar por mucho tiempo de su hechura y desarrollo entre amigos. Lo pasábamos muy bien: envidiosos, abstenerse. 

El recuerdo viene asociado, como suele suceder –y como recuerda tan bien el sabio Nene Panno en estas mismas páginas– a una serie de resonancias / connotaciones derivadas de la palabra originaria, del sonoro significante “líbero” (con acento escrito y castellano) en la memoria de argentinos futboleros como el que suscribe. La memoria se hunde hasta el codo o la axila y llega a mediados de los sesenta y al Inter sobrio (qué linda camiseta, negra y azul) mezquino y demoledor del “Mago” Helenio Herrera, fabuloso histrión y laburante argentino que, como Yiyo Carniglia o el Toto Lorenzo, pusieron por entonces los criollos cimientos del verso creciente del allenatore como capo di tutti capi.

Aquel verdugo Inter que se comió al Real Madrid en Europa y a Independiente en dos intercontinentales que escuchamos por radio a mediados de los sesenta, sonaba –de oreja y de memoria– así: Sarti; Burgnich y Facchetti; Bedin, Guarneri y Picchi; Jair, Peiró, Mazzola, Suárez y Corso. Un cuadrazo.

El orden de esta enumeración –antiguo esquema con arquero, dos backs, tres medios y cinco delanteros– que se usaba aún al “anunciar los equipos” nada tiene que ver con la manera cómo los paraba Helenio. Ahí estaba la originalidad del Mago. No vamos a hablar del catenaccio, el candado táctico y miserable importado de los (banqueros) suizos que, como se sabe –según el personaje de Orson Welles en El tercer hombre–, sólo habían inventado hasta entonces el reloj cucú; no vamos a hablar del catenaccio entonces, pero sí de la disposición y la nomenclatura del dispositivo.

Herrera ponía a Sarti, un arquero (porque el reglamento no permitía dos) y atrás una línea de cuatro –Burgnich, Bedin, Guarneri y el extraordinario Giancinto Fachetti, algo así como un Marzolini que duró una eternidad– y en el ataque dos puntas bien arriba, veloces y guapos, listos para la contra: el español Peiró y el brasileño Jair (no confundir con Jairzinho, el del Mundial del 70). Pero la maravilla y la diferencia táctica estaba en cómo amalgamaba eso: en el medio manejaba todo el talento del gallego Luis Suárez, que la ponía larga y como con la mano a los de arriba, con la cercanía de un nueve que bajaba y tocaba para llegar, Sandro Mazzola, y el auxilio por izquierda de Mario Corso, otro muy talentoso, que “ventilaba”. Hasta ahí, en la cancha: cuatro-tres-dos. Falta uno, sobraba uno, quedaba uno libre. ¿Dónde lo ponía Helenio a Armando Picchi, el oscuro capitán? 

Talla mediana, seriedad y perfil bajo, Picchi jugaba de “batidore libero” –tal la denominación que se haría famosa en la Argentina antes de apocoparse en el adjetivo solo– último hombre que “barría”, abanicaba en el fondo por detrás de la línea de cuatro, sin marca fija (libre), última instancia por si alguien, algún incauto delantero, atravesaba el bosque anterior. Sólo después, poco después, para el Mundial 66 de Inglaterra sabríamos que en otras tradiciones tácticas el “libre” podía no ser el oscuro barrendero del fondo sino estrella de toda la cancha, salir de atrás y con permiso para llegar al área rival a convertir, en fin, llamarse Beckenbauer. 

Cuando este Líbero eligió nombre, se estaba echando encima estas tradiciones. La ineludible, que implica la obligación responsable de ser la última instancia defensiva de ciertos valores, y la creativa de ser capaz de encontrar caminos nuevos para hacer diferencia en el juego.