Hace varias décadas, cuando la computación electrónica daba sus primeros pasos, se generalizó una designación para este tipo de maquinaria: el “cerebro electrónico”. En cuanto a lo “electrónico”, no caben dudas: las válvulas primero y los transistores y circuitos integrados después le dieron ese carácter a aquellos voluminosos equipos, que podían ocupar fácilmente una pieza.

Ahora, lo de “cerebro” es más discutible. Más allá de que su capacidad de cálculo era bastante menor a la de la notebook de mi hijo de 10 años, llamarlo de esa forma remite a las facultades que tiene el cerebro sin adjetivos. En esa tesitura, la designación “cerebro electrónico” es análoga a la de “brazo mecánico”

Éste último replica lo que hace el brazo a secas, pudiendo hacerlo muchas veces sin cansarse, eventualmente levantando pesos considerables para la escala humana. El “cerebro electrónico” hace también muchas veces y con rapidez operaciones lógico-matemáticas que también realiza el otro cerebro.

Pero hay una diferencia: salvo alguna fantasía (distópica o no, eso va en gustos), a nadie se le ocurre pensar que el “brazo mecánico” va a inutilizar o atrofiar al brazo humano; mucho menos suprimirlo porque ya no hace falta. Con el “cerebro electrónico” las cosas van por un carril distinto. Como se lo llama “cerebro” y tiene además esa sorprendente capacidad de realizar operaciones, aparece esa fantasía de que ese “cerebro” puede sustituirnos, dominarnos, como pobres inútiles de carne y hueso que tardamos lo indecible en hacer esas operaciones. 

Ahí está, para materializar la fantasía ahora sí distópica, la computadora HAL (IBM menos 1) de “2001-Odisea del Espacio”. HAL, cuando fue concebida por Arthur Clark, y llevada al cine por Stanley Kubrick, estaba a años luz de lo que podía hacer el equipamiento informático de la época. Pero era la proyección, fantasiosa, de la idea de “cerebro electrónico”, tan cerebro que hasta tenía la capacidad de enloquecer; y de hecho hoy día resulta algo bastante más familiar que cuando se la concibió.

Complejidad

Pero todo esto es una falacia. En primer lugar, el cerebro no se limita a hacer operaciones lógicas; ésa es solo una parte de su actividad. Interviene en emociones, preferencias y reacciones instintivas, entre otras funciones. En realidad, el cerebro es un órgano del que no terminamos de entender qué es lo que hace, esencialmente por su inconmensurable complejidad. Esto no pretende desestimar el trabajo de los que lo estudian; al contrario, los muestra como valientes enfrentando un problema de una dificultad extraordinaria, un trabajo que, como todo trabajo honesto de reflexión e investigación, se encuentra plenamente justificado.

Pero seamos modestos, nunca se podrá replicar todo lo que hace el cerebro. Si ni siquiera se logran acertar los pronósticos meteorológicos, que configuran un universo incomparablemente más sencillo que el de un cuerpo viviente, mal se podrá construir un “cerebro” análogo a nuestro cerebro. Cualquier otra pretensión es ilusoria. Y la facultad de enloquecer seguirá reservada el cerebro a secas.

Ocurre que innovaciones de este alcance producen sorpresa e incredulidad. También cuando circularon las primeras locomotoras de vapor no faltaron percepciones prejuiciosas o apocalípticas. Pero luego nos acostumbramos y las locomotoras, que ya no son de vapor, han dejado de suscitar estas reacciones, por lo menos en las grandes mayorías. En definitiva, todo lleva a concluir que el problema es la denominación: es llamar “cerebro electrónico” a algo que no es un cerebro.

¿Por qué pasa esto? Se trata de marketing, nada más que marketing. Como todo experto en el tema sabe, el nombre del producto es una cuestión esencial a la hora de la venta. Si en lugar de “cerebro electrónico” se hubiera hablado de “calculadora con capacidad de concretar operaciones complejas muy rápidamente”, se hubiera entendido de qué se trata y la angustia y la consiguiente discusión habrían sido bastante menores (y vaya uno a saber qué habría sido de “2001-Odisea del Espacio”). Pero claro, con ese nombre, la “venta” habría sido menor. Eh, pasen y vean el cerebro.

Inteligencia

Hoy, la historia se repite, porque es de seres humanos, ya no de “cerebros electrónicos”, cometer una y otra vez el mismo error. Le toca esta vez a la “inteligencia artificial”. De vuelta, nadie duda de que sea artificial, si por “natural” se entiende, por oposición, a todo lo que es producto directo del entorno natural, mediado o no por procesos biológicos. En esto puede haber varios grises, pero por el momento no es un punto importante. De acuerdo entonces con lo de “artificial”.

Ahora, lo de “inteligencia” se las trae. Si el cerebro es casi indescifrable por su complejidad, la “inteligencia” es también un concepto endiabladamente complejo. Tiene varias connotaciones, ninguna del todo definitoria.

Para empezar, “inteligencia” no equivale a “memoria”. Ya Borges cuenta jocosamente que Funes no era “inteligente”, porque gracias a su memoria absoluta no le hacía falta serlo. Tampoco se atribuye una gran “inteligencia” a alguien que tiene el don de realizar cuentas aritméticas mentalmente a gran velocidad. Ni tampoco se llama “inteligente” a alguien que puede mantener un diálogo coherente.

Le asignamos sí carácter de “inteligente” a alguien que es capaz de establecer una conexión o vinculación entre conceptos, hechos o situaciones que no había sido “vista” antes. Esto es algo que se asocia a la intuición, pero que va más allá, porque cuenta con la capacidad de desarrollar las consecuencias de la intuición.

Las personas que consideramos muy “inteligentes” suelen tener mucha memoria y una afilada capacidad de realizar operaciones lógicas. Pero se distinguen por ser capaces de encontrar algo nuevo y desarrollarlo. Esto es precisamente lo que no hace la “inteligencia artificial”. El ChatGPT, que se ha puesto de moda en estos días, ofrece la posibilidad de comprobarlo.

Marketing

Para empezar, la igual que la locomotora de vapor, el Chat inicialmente produce un impacto psicológico; es necesario acostumbrarse. Pero una vez superada la sorpresa inicial, lo podemos probar una y otra vez, cosa que hice, como seguramente muchos otros, en una variedad de temas. Va una muestra.

Ingresé preguntas que supe tomar en exámenes en la carrera de Economía (UBA). Eran preguntas a libro abierto, que buscaban el razonamiento y el establecimiento de relaciones entre temas. Algunas fueron bien respondidas, otras no.

Acto seguido, la siguiente pregunta, propuesta por el Premio Nobel en Economía K. Arrow: si en competencia perfecta todos los agentes son tomadores de precios, ¿quién fija el precio? A medida que recibía respuestas del Chat iba repreguntando.

Siempre en tono cordial, como corresponde a alguien artificialmente inteligente, al final la respuesta fue siempre la misma: “las fuerzas (o las curvas) de oferta y demanda fijan el precio”. Ahora, ésta es una mera metáfora o un eslogan. El Chat ni siquiera recurrió a respuestas más elaboradas que ha producido la disciplina. Por ejemplo, indicar que pueden suponerse mecanismos centralizados de remate (la solución de Leon Walras) o la propuesta del propio Arrow, quien sugiere que fuera del equilibrio desaparece el comportamiento tomador de precios. Esto es un tanto técnico, pero ilustra las limitaciones de lo que brinda el Chat.

El Chat parece bueno para responder sobre información estándar (lo hace bien) o para repetir eslogans. Glosando una reciente nota sobre el tema en La Nación, para repetir los “consensos existentes”. Y es así, precisamente en el caso de la competencia perfecta: a medida que se avanza en la formación estándar del economista, se discute cada vez menos qué quiere decir “competencia perfecta”. Seamos realistas, el Chat “artificialmente inteligente” no tiene la menor capacidad de ingresar en estos temas, interesantes pero controversiales.

Nunca se creyó que un alumno que repite memorísticamente lo que se desea escuchar de él fuera realmente muy “inteligente”. El Chat tampoco es “inteligente”. O, para no entrar en debates terminológicos estériles, no tiene el tipo de inteligencia que se considera valiosa.

Pero además, tampoco tiene buena información. Aproveché mi condición de ilustre desconocido para preguntarle datos sobre mi. Repetí la pregunta, y las respuestas fueron diferentes cada vez. Eso sí, me dio por muerto dos veces, en años distintos. Solo al final, dijo no conocerme ya que habría muchos con mi nombre.

¿“Inteligencia artificial”? Otra vez el marketing. Si lo hubieran llamado “aplicativo con capacidad no infalible de generar respuestas a la manera de diálogo, basado en un amplio stock de información” no estaríamos preocupando por una “inteligencia artificial” que vendría a dominarnos o sustituirnos. Pero, una vez más, eso no vende.

No se trata de negarle utilidad al ChatGPT. También es posible concluir razonablemente que no hay que preocuparse: una vez que nos familiaricemos, así como superamos la aprensión a la locomotora de vapor o al “cerebro electrónico”, pasará lo propio con la “inteligencia artificial”. Los problemas en el sistema educativo con las evaluaciones (parece que el Chat brinda ayudas non sanctas), es que no son tomadas correctamente; los plagios son bastante anteriores incluso a los “cerebros electrónicos”, si vamos al caso.

Pero hay otros síntomas inquietantes, que ya se ven de la mano del “big data”. Es la posibilidad de que resignemos nuestro juicio y decidamos que un aplicativo que nadie controla está dotado de la necesaria objetividad; esto, porque supuestamente no refleja intereses particulares. Y así seremos seguidores de la “inteligencia artificial” que nosotros mismos hemos creado.

Pero esto no será culpa de la “inteligencia artificial”, sino de incapacidad o pereza de algunos, o la mera sed de dominación por parte de otros. El problema son siempre las personas, no las máquinas. 

* CESPA-FCE-UBA