Sobrevivió a más de 600 intentos de asesinato y logró gobernar con el vendaval en contra del bloqueo durante décadas. Murió a los 90 años, lúcido, dueño de sí mismo, dueño, como dijo alguna vez y hablando en plural, de las utopías. “No odian porque somos los dueños de las utopías”, dijo alguna vez. Murió y ojalá su ausencia sea paradojal en un mundo que está descontrolado y en el que Cuba, hoy mucho más que ayer, no es solamente un país sino una metáfora del amor colectivo, con sus pioneros alegres y su pueblo generoso, con sus contradicciones sí, con sus reformas, pero también el escenario en el que se cocina la paz que desde distintas y falaces democracias se bombardea.

Hace mucho que Fidel era y es, además de un hombre, un símbolo de dirigente. Una manera de ser dirigente. Era contemporáneo y sobreviviente de otras lógicas políticas y geopolíticas que jamás dejó de analizar, y fue no sólo contemporáneo sino artífice y anfitrión, en los últimos años, del resurgimiento de la alta política como herramienta para la acción transformadora. Desde su pubertad y hasta su muerte, Fidel hizo política, la que era la más favorable a las mayorías en cada momento histórico. Por eso apoyó a Chávez, a Evo, a Néstor, a Correa, a Lula, a Mugica, a Maduro, a Dilma y a Cristina. 

De la estrategia y la acción revolucionarias que en los 50 lo llevaron a la toma del cuartel Moncada y a la Sierra Maestra, sus 90 años lo hallaron a Fidel propiciando democracias reales, populares, conducidas por dirigentes dispuestos, como él, a resignar sus proyectos personales o mejor dicho a colectivizarlos. El proyecto de su propia vida fue mantener encendida la llama de la Revolución frente a miles, decenas de miles de ataques que comenzaron ya en el 59, cuando desde Miami se llevó a cabo la Operación Peter Pan, que convenció a la oposición cubana de que Fidel iba a mandar a los niños cubanos a la URSS para que trabajaran en los campos o para darlos en adopción. Miles de cubanos aterrados mandaron a sus niños a Miami, presuntamente para salvarlos del monstruo comunista, pero era todo un engaño, típico de la CIA: esos niños crecieron en Estados Unidos desparramados en hogares que en muchos casos los violentaron.

Fidel representa hoy al dirigente incapaz de mentirle a su pueblo, al dirigente que se deja tocar, al que se lanza a compartir cuerpo a cuerpo con los suyos la fricción sudorosa del amor colectivo,  al que explica durante horas, como pude hace muchos años presenciarlo en una tarde agobiante de Santiago de Cuba, por qué razones económicas el pueblo debería privarse de comer langosta por un tiempo, porque la isla necesitaba los ingresos de la exportación. Al dirigente que no subestima a quienes lo defienden. Al que es capaz de enfrentar las consecuencias de sus propias decisiones.

Ha muerto Fidel y hoy Fidel es todavía más que el símbolo que ya era en vida. Su destino es la inspiración para ese mundo que seguimos soñando con persistencia. Nos compromete a soñar que esto puede ser distinto, y a actuar en consecuencia.