Martha Argerich ha dicho más de una vez que le interesa la ambigüedad. Aquello que parece sencillo pero no lo es. Lo que oculta el peso en la liviandad. Lo que esconde lo racional en lo sensual. O, claro, lo contrario. Ella misma se corresponde de manera bastante exacta con ese precepto. Y si hiciera falta una sola prueba probablemente alcanzaría con la magistral interpretación del Concierto Nº 1 para piano, trompeta y orquesta de Dmitri Shostakovich que tocó junto a una Orquesta West-Eastern Divan tan cómplice como impecable. Daniel Barenboim, en la dirección, fue atento, incisivo, sutil y preciso hasta el extremo de lo posible.

El propio Barenboim señaló esa característica dual de Argerich en su encuentro con periodistas, recién llegado a Buenos Aires. Ella da la impresión de que todo es intuición, talento animal, inspiración. E, indudablemente, eso lo logra gracias a la intuición, el talento y la inspiración, y a una técnica fuera de serie que permite, precisamente, que jamás se escuche esa técnica en primer plano. Pocas veces este concierto que Shostakovich compuso en 1933 y estrenó él mismo, con la dirección de Fritz Stiedry, sonó tan fresco, natural y espontáneo. Y pocas veces la interpretación fue tan inteligente y meditada. Cada acento, cada jerarquización de una voz intermedia, el fabuloso toque de Argerich, capaz de poner el foco en detalles internos de la frase y, por supuesto, de lograr que las voces suenen con una independencia asombrosa, mostró como nunca las conexiones de esta obra con Bach. Nada hubo de casual en lo que sonó. Y, obviamente, todo sonó casual. Eso es el arte.

El entendimiento entre solista, director y orquesta, los diálogos que se generaron a lo largo de la obra, las pequeñas respuestas entre unos y otros, y el fabuloso rendimiento de una sinfónica en que la brillantez de los solistas construye un sonido colectivo de gran homogeneidad, edificaron, nota a nota, segundo a segundo, cada una de las texturas, cada uno de los contrastes expresivos y un arco que recorre desde la ironía más despiada a la melancolía más desoladora. Las cuerdas de la WEDO fueron excepcionales y, lejos del último lugar en importancia, la actuación del trompetista Bassam Mussad –cuyo nombre, de manera inexplicable, no figuraba en el programa–, con sus apuntes sarcásticos y, también, con pianísimos exquisitos y un fraseo puramente delineado, lograron una versión de referencia para una obra genial y, por supuesto, ambigua.

La primera parte del concierto había comenzado con otra interpretación ejemplar, la de la Tombeau de Couperin. Ravel, el ambiguo por excelencia –esa elegancia para poner en tela de juicio todo un sistema narrativo; esa distancia afectiva para lograr la máxima de las pasiones– tuvo en Barenboim a un lector genial. Aparentemente más racional que impulsiva, su versión, acentuando algunos contrastes –un menuet más lento que lo habitual, un rigaudon final más veloz–, y señalando infinidad de relaciones temáticas y rítmicas internas, logró uno de los Ravel con mayor énfasis estructural y al mismo tiempo más intensos de los que se tenga memoria. La disposición de la orquesta, a la antigua, con primeros y segundos violines en extremos opuestos del escenario, fue esencial para esa claridad de planos y, en el deslumbrante Prélude inicial –también inusualmente veloz–, para que se plasmara una sensación de marea y movimiento sonoros.

La despedida de la primera parte fue con un anticipo de la segunda. Luego de numerosas salidas conjuntas de los dos solistas y el director, ovacionados por la sala luego del Concierto de Shostakovich, Argerich y Barenboim se sentaron al piano y con una empatía que no había llegado a plasmarse en el concierto del sábado a la noche, tocaron juntos el quinto número de Mi madre la oca, “El jardín encantado”. La misma obra, pero en versión orquestal, se escuchó después del intervalo y, nuevamente, brilló ese Ravel analítico, capaz de convertir la distancia –la mirada al pasado, el trabajo con formas y materiales arcaicos– en una de las bellas artes, y diestro para conseguir, con esa contención emocional, la emoción más honda.  El final, militantemente alejado de cualquier demagogia, tuvo en las extraordinarias Tres piezas Op. 6 de Alban Berg un ejemplo de ambigüedad casi contrario. Aquí todo lo aparente está ligado a la expresión más desbocada. Como Mahler pero más lejos, más alto y más fuerte, el grotesco, la coexistencia de lo alto y lo bajo y el caos ocultan –y se construyen con– el mayor rigor arquitectónico. Y Barenboim movió los hilos con maestría. Como en la pintura de Oskar Kokoschka o James Ensor, como en el cine de Georg Wilhelm Pabst y en el primer Friedrich Murnau, en este obra escrita entre 1913 y 1915 y dedicada “con inmensa gratitud y amor” a su maestro Arnold Schönberg, como un exacto espejo invertido de Ravel, el orden subyace en la agitación.