Hace poco iniciamos un Proyecto Académico Transversal (PAT) con mi compañera de investigación, Agustina Salas, en el marco de materias de tres carreras universitarias diferentes. Se propone abordar las experiencias de lxs estudiantes que fueron becadxs por la Universidad Siglo 21 para estudiar en el Centro de Aprendizaje Universitario (CAU), inaugurado en 2022 en la comunidad huarpe Paula Guaquinchay, de Asunción, en Lavalle. La comunidad queda a unos 100 kilómetros de la ciudad donde estoy viviendo, en Mendoza. Dejo a los chicos en la escuela y me aventuro con temor a lo desconocido en mi auto. Sé que tengo una hora y media de viaje, pero ignoro lo que voy a encontrarme en el camino. 

No conozco la comunidad ni el departamento de Lavalle, ni muchos departamentos de Mendoza, porque hace sólo un año vivo aquí. Las diferentes rutas que voy tomando se vuelven interminables. Pero manejo cómoda, sin problemáticas urgentes por resolver, como sí muchas veces las tienen miembrxs de esa comunidad, que deben hacer el mismo viaje a la inversa para tratar problemas de salud en los hospitales de la ciudad de Mendoza.

Nuestra iniciativa se realizó junto con la Fundación SIMAS, y sus integrantes nos manifestaron la necesidad de conocer el impacto que había tenido el ingreso del CAU social en la comunidad, por lo que el PAT se propone como herramienta necesaria para tener continuidad en un proyecto de investigación antropológica colaborativa. Mi primera entrevista “etnográfica” por zoom fue con quien lxs antropólogxs llamamos “el portero” en una investigación: aquel o aquella que tiene un rol clave en la comunidad y habilita la entrada para poder empezar a habitar ese espacio tan diferente junto con la Otredad. Unas semanas después de esa conversación, tuve mi primera salida al campo.

El transcurso de ese viaje iniciático sucede con entusiasmo y desconocimiento, pero llego con mucha facilidad porque el portal de entrada y el cartel de bienvenida a la comunidad se instalan generosos y visibles. Más visible aún está el cartel de la Universidad Siglo 21 anunciando en un gran salón que allí se encuentra el CAU social. Llego bien, estoy emocionada. Y sin embargo el pueblo parece estar en pausa. Tranquilo y hermoso. Vuelan moscas pero sólo se escucha como susurro de fondo, el ronroneo de la naturaleza sobre lo social. Y en ese ronroneo se subleva el rayo del sol queriendo rajar la tierra, y su escurridizo filo que no se deja atrapar por lo pocos árboles que se levantan sobre esa tierra.

Estaciono y la veo a ella, Laura, mi admirada y amorosa “portera”. Es la que se encarga de las cuestiones “operativas en terreno”, les facilita a lxs estudiantes las computadoras, se comunica con lxs chicxs de gestión universitaria de Córdoba para solucionar problemas técnicos, cuida a lxs hijxs pequeñxs de las mujeres que van a rendir examen y vela por la salud física y mental de todxs. Mi portera y ellas. Mujeres que abrazan no solo a lxs niñxs en esta aventura. Abrazan sus expectativas e ilusiones junto con sus temores cuando van a rendir.

El centro cultural cumple un rol de fortalecimiento territorial integral

Algunxs estudiantes viven allí, en el pueblo, pero muchxs vienen de otras comunidades. Llegan a dedo, en moto, o a pie. Pero lleguen desde donde lleguen o como lleguen, siempre llegan pausadxs. La pausa es una metáfora porque ilumina el ritmo que marca el paso, el ritmo cultural. La comunidad parece suspendida, pero por supuesto no lo está. Yo, súper acelerada, me tengo que adecuar. Mi portera me ayuda y me presenta a Nina y a su mamá. La mamá de Nina viene a rendir. Como viaja de otra comunidad, había llegado el fin de semana anterior. 

Nina tiene 6 años, aunque pronto cumple 7, me dice. La amo a Nina desde el primer momento que la veo. Sencilla y hermosa. Dulce y hábil con las palabras. Experta en todos los movimientos y atenta a las emociones. Nina, como es de esperar de unx niñx, come con gusto las galletitas y los chocolates que llevo para compartir con lxs estudiantes. Come y habla con tanta elocuencia que no puedo dejar de prestarle atención, aunque a veces mi mirada se pierde en la rotura de su camperita ajustada.

Nina me habla de las casas y habitantes de la comunidad. De los Huarpes “indios” (que hablaban en un idioma huarpe) y los Huarpes “españoles”, como ingenuamente se autodenomina, porque ella habla español. ¿Categorías nativas? Me cuenta que va a estudiar en la universidad, como lo está haciendo la mamá, y que quiere ser doctora y policía” a Caballo”. Dice que le gustan los caballos y que tenía uno, pero su papá lo cambió por un aire acondicionado, porque en el verano hizo mucho calor. Pero resulta  que el aire enseguida se rompió. Y concluimos que ya no tiene caballo ni calefacción. Las tres nos reímos de la anécdota. Me habla y sonrío, hasta que la muerte irrumpe en la conversación. 

Me dice que en una casa no hay nadie porque habían matado a una nena y que a su familia le daba tanta tristeza el lugar, que se mudó. Me estremece escuchar “mataron a una nena”, de la boca de una nena de la misma edad. Ya sabía de ese acontecimiento, de una madre joven que se quitó la vida y se llevó con ella la de su hija. Lo había escuchado por primera vez en una conversación entre miembrxs de la universidad, y ésta era la segunda vez que el tema se planteaba en “el campo”, sin que preguntase. Algo me está diciendo ese campo, sobre lo que tenemos que prestar atención.

Pienso que la comunidad está viviendo un tiempo de duelo colectivo y, unos minutos más tarde, la muerte vuelve a entrar sin pedir permiso, ya cuando Nina y su mamá se retiran del CAU. Aprovecho que dos estudiantes más están rindiendo y que mi portera está con ellas en el salón, para ir a visitar a Marina, otra mujer que había conocido virtualmente, y a quien también había prometido visitar.

Marina está en la galería de su casa, sentada. Anteriormente la había visto en su “puesto”, donde habitan con los animales. Allí, mientras hablábamos, un gallo interrumpía la conversación cada vez que festejaba que la gallina había puesto huevos. “Vamos a tener que ir a juntar los huevos”, decían. Pero ahora está en el pueblo, lejos de la mayoría de sus animales. Está sentada. Habita un espacio de silencio y soledad. Mira cómo cae el agua de una canilla. Sigue el ritmo del agua que rebalsa en un pequeño cubo. Sigue el sonido del cauce, casi imperceptible, que habilita el riego de sus plantas. Me presento, me reconoce, y me ofrece una silla. El tiempo del duelo se hace un lugar. Me cuenta que está dolorida físicamente porque se había caído, pero además tiene lo que a veces denominan en otras comunidades “dolor del alma”. Se había muerto “su viejito” (su esposo) hace dos años, por una enfermedad. La había dejado y ella se siente sola y desconsolada. Se estremece con lágrimas cuando me habla de él y de su dolor. Habían pasado dos años y pensé que, tal vez, el duelo colectivo que está atravesando la comunidad podía activar duelos individuales.

"¿Cómo construir un espacio de escucha que desnaturalice la desolación?", se pregunta la autora

Tengo que volver cien kilómetros hacia atrás para ir a buscar a mis hijos. No puedo quedarme a tomar mate, aunque varias veces me lo ofrece. Pero le prometo volver (otra promesa de campo) y me voy con mi portera, para despedirme. Las dos chicas que habían ido a rendir desaprobaron. Trato de imaginar cuáles podrían ser sus dificultades en este habitar colectivo intervenido por la universidad. 

Había advertido, muy provisoriamente, que algunos acontecimientos marcaban el ritmo de la vida cotidiana de la comunidad. Uno era el tiempo de la cosecha (de uvas) y otro el de las fiestas patronales (en otros, me imagino). Pero ahora entraba un nuevo tiempo, el tiempo de la universidad. Entraba a la comunidad, acelerado por sobre todas las cosas y con su propio calendario, normativo, estandarizado y general. Ese tiempo se había venido a instalar, no sólo con un cartel. Había venido con computadoras, espacios áulicos, docentes, referentes, lecturas y fechas límite. Me pregunto cuán alejada estaría la posibilidad de que la universidad se adecue también, al tiempo de ellxs. Reciprocidad, se dice. ¿Cómo entrar al tiempo de la cosecha, al tiempo de las fiestas patronales, y al tiempo del duelo también? ¿Cómo podemos entrar también nosotras, mujeres, investigadoras y docentes, para acompañar?

Mi propio tiempo me aceleraba. Me tengo que ir. Pero mi portera vuelve a soltar una necesidad que me había manifestado una y otra vez: la necesidad de un espacio de escucha y una mirada desde el exterior, que las ayude a desnaturalizar y revertir aquello que tanto dolor genera. Mi portera ama su comunidad, se enorgullece de esas múltiples formas de “ser” huarpe. Agradece a la universidad la oportunidad que da a lxs habitantes para que puedan estudiar y favorecer así al “desarrollo” de la comunidad. Ama a su comunidad, pero sabe que están en tiempo de duelo. Y pide ayuda.

Me tengo que ir. Otra vez mi tiempo, que no es el tiempo del otro ni de la otra. Le dejo un beso en una mejilla, y en la otra la promesa de ayudar (otra promesa de campo). Subo al auto. El sol sigue agrietando. El pueblo sigue en esa siesta aparente. La ruta desolada y silenciosa. Vuelvo con múltiples emociones. Busco a mis hijos acelerada y confundida. Hablo con Agus, Maca, Cin, Vangi y Debi. Tenemos un PAT, y un proyecto prometedor. Pensamos en todo lo que podemos hacer en el “durante”, más allá de alcanzar los objetivos de la investigación. Me quedo con lo valioso de simplemente “ir”, compartir y dar lugar, al tiempo de duelo. 

*Antropóloga y poeta. Doctora por la Universidad de Buenos Aires. CONICET/UNSAM. Universidad Siglo 21