La niña que quería seducir al mundo con la literatura cumplió su sueño de infancia cuando a los 40 años publicó El infinito en un junco (2019), un fascinante ensayo sobre la historia del libro que ha vendido un millón de ejemplares en todo el mundo y se ha traducido a 40 idiomas. Ese best seller tan anómalo como inesperado le cambió la vida a la filóloga y escritora Irene Vallejo. La alegría en su cara, esa sonrisa vibrante tejida con el hilo de la “misión cumplida”, es como la cuerda pulsada de un instrumento musical que se niega a enmudecer. En su primera visita a la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires presentará este viernes a las 19 en la sala Carlos Gorostiza la reedición de su segunda novela, El silbido del arquero (Random House), una recreación polifónica del mundo de la Eneida del poeta romano Virgilio que propone un paralelismo con los Eneas de estos tiempos, los refugiados de las guerras de Siria y Ucrania.

“Hay un personaje en la novela que dice que nuestros recuerdos pueden ser totalmente falsos pero nunca totalmente verdaderos”, plantea Vallejo (Zaragoza, 1979). “Esta es una experiencia que surge de haber compartido relatos con nuestras familias y darnos cuenta de que tenemos sobre las mismas experiencias recuerdos distintos. ¿Cuáles son relatos que nos han contado los demás, que hemos modificado o que no responden a lo que hemos vivido? ¿Hasta qué punto somos grandes fabuladores, mientras que los dioses no tienen imaginación porque no necesitan sanar la cicatriz de ser mortales? Los dioses no enfrentan esa herida primordial de la mortalidad y no necesitan ni la ficción ni el arte. Pero miran a los seres humanos casi como nosotros miramos Netflix o HBO”, compara la ganadora del Premio Nacional de Ensayo por El infinito en un junco en la entrevista con Página/12.

Escenas imperecederas

-“Los náufragos no pueden elegir dónde encuentran la salvación”, se lee en “El silbido del arquero”. ¿Qué tiene un clásico como la “Eneida” y por qué necesitaste reescribirlo?

-La razón para escribir esta novela fue el comienzo de la guerra de Siria. En aquel momento estaba trabajando en el periódico el Heraldo de Aragón y nos impactaron mucho las primeras fotografías de los refugiados que buscaban acogida en Europa, aquella foto icónica del niño Aylan (Kurdi), que murió ahogado en una playa en Turquía. Yo no podía evitar pensar que había un paralelismo muy claro con la Eneida. Como en el caso de los exiliados de la Guerra de Troya, el mar Mediterráneo volvía a tener otra vez protagonismo, el mismo despliegue de refugiados huyendo de la violencia y naufragando. Sentí que estábamos enfrentándonos a una nueva resurrección de ese viejo mito de la Guerra de Troya y sus fugitivos. La emigración, la guerra, el desarraigo son temas eternos para la literatura. Los mitos atrapan escenas imperecederas de nuestras vidas que vuelven una y otra vez, por desgracia, a tomar carne y hacerse vivas ahora también con la guerra en Ucrania.

-Hay algo que podría conectar “El silbido del arquero” y “El infinito en un junco” y tiene que ver con tu interés por visibilizar a las mujeres. En la novela se evidencia con la reina Elisa y Ana, ¿no?

-Sí, sobre todo con Ana, que es un personaje secundario prácticamente sin voz en la Eneida y al que le he dado protagonismo en la novela. Hay dos voces masculinas, una de ellas es el dios y la otra Eneas, y dos voces femeninas (Ana y Elisa); aparecen los distintos puntos de vista y vamos completando la historia a través de fragmentos. Esas dos mujeres (Ana y Elisa), que en el poema no tenían el mismo grado de protagonismo, en la novela se convierten en copartícipes de la historia y también de la narración, cuentan su propia versión de los acontecimientos. En la literatura antigua es muy difícil encontrar textos escritos por mujeres que hayan sobrevivido. En El infinito en un junco intentaba recuperar esos nombres (Enheduanna, Safo) cuando no se han conservado más que unas líneas, pero al menos tenemos sus nombres y una constancia de que esas mujeres escritoras, científicas, oradoras, historiadoras, existieron. Por otro lado, la antigüedad nos ha legado a grandes personajes femeninos, como Medea y Antígona, pero no se relaciona con la voz que tenían las mujeres en esa sociedad. Para construir los personajes de Elisa y Ana he tenido que buscar en las esferas sociales del poder donde las mujeres realmente pudieran tener cierto protagonismo. Ana está en la pubertad, en ese momento conflictivo con el propio cuerpo, y Elisa está en el otro momento de las mujeres que es cuando el reloj biológico empieza a avisar que se pierde la posibilidad de la maternidad. Entonces están cada una en uno de los extremos intentando abrirse camino en un mundo que sienten hostil y difícil.

El perdedor y las nuevas masculinidades

-¿Por que en la novela Eneas es un varón a cargo de las tareas de cuidado?

-En el poema virgiliano siempre se califica a Eneas como “pius”, o sea piadoso, el que siente compasión por quien sufre. La imagen de su salida de Troya es con su hijo de la mano y su anciano padre a las espaldas. Eneas es una figura masculina curiosa: él necesita ayuda y es la mujer, Elisa, quien es poderosa y tiene la posibilidad de rescatarlo y garantizar su seguridad. Elisa es la mujer que ha conseguido lo que el héroe está buscando: fundar una ciudad para los suyos, protegerlos en el exilio. Entonces es como el reverso de la historia habitual en la que el personaje femenino tiene que ser salvado. Eso me parece un punto de partida interesante para explorar una de nuestras grandes historias de amor de la tradición occidental, que empieza con el pie cambiado. ¿Qué sucede cuando los papeles tradicionales se invierten y qué tensiones provoca algo que está ocurriendo en el mundo contemporáneo? La figura de Eneas dialoga muy bien con los varones de este presente que tienen tareas de cuidado compartidas con las mujeres; es un héroe que no representa ninguno de los valores que se han atribuido a la masculinidad. No es un vencedor, todo lo contrario, es un perdedor. A lo largo del poema va perdiendo no solo batallas, sino compañeros; también ha perdido su patria. En realidad es un derrotado de la guerra que ha huido en el momento de la toma de su ciudad, ha decidido salvarse, minimizar las pérdidas, llevarse a su familia y cuidar de ellos. Ya no persigue la gloria ni la inmortalidad. En ese sentido se parece a las nuevas masculinidades, pero curiosamente es así como lo refleja Virgilio. No es Aquiles, no es Odiseo, no es Ulises; Eneas es un héroe distinto, un hombre frágil que aparece llorando y sufriendo en la guerra, un héroe cuya máxima virtud heroica es la resistencia.

-¿Qué tensiones condensa la figura de Virgilio como escritor, que en un momento de “El silbido del arquero” se define como “un esclavo al servicio de Augusto para adornar su linaje”?

-Virgilio encarna el conflicto del escritor que ha recibido un encargo del poder que no puede rechazar, pero al mismo tiempo no se siente cómodo. Todos los personajes hablan en primera persona, menos el escritor al que se le está pidiendo que sea un portavoz del poder y no tiene voz propia. Esa Roma que está tan idealizada por el origen del mecenazgo --el personaje de Cayo Mecenas alrededor del emperador Augusto que ha dado nombre a todos los mecenas del futuro-- era una sociedad muy polarizada, como la que estamos viviendo ahora. A los escritores, en una época en la que no había periodismo, se les pide que sean los propagandistas de ese nuevo poder. Augusto es un personaje que fue extraordinariamente consciente de la fuerza de la propaganda. Virgilio tiene que ponerse al servicio de la propaganda y eso le provoca un bloqueo, una sensación de asfixia y de persecución que es el hilo de esa otra historia en la novela, una historia con una intertextualidad clara con el presente.

Censuras y cancelaciones

-¿Qué opinás de esta tendencia reciente de censurar y cancelar a los clásicos por sus contenidos racistas, machistas o xenofóbos?

-No es tan reciente. El propio Platón quería controlar la literatura antigua porque le parecía que los poemas homéricos daban una imagen poco edificante de los dioses y se preguntaba cómo formar ciudadanos piadosos y religiosos. Una constante de la historia es el intento de censurar y alterar los libros para que se adapten a un determinado mensaje, a una sensibilidad o a unas ideas o una religión. Esto ha pasado en todas las épocas. Quizá ahora en nuestras democracias teníamos la impresión de estar a salvo, de haber superado ese estadio, pero no es así. En Estados Unidos la Asociación de Bibliotecas ha lanzado una voz de alarma porque hay cada vez más libros prohibidos. Esta prohibición sucede desde los dos sectores ideológicos: desde la derecha o el mundo conservador, donde no quieren libros que dañen la idea nacional y les preocupan los contenidos sexuales explícitos o la literatura LGTBI. Y desde la izquierda, que busca evitar textos que puedan ser ofensivos para las minorías. Censurar los libros me parece alarmante; es necesario conservar en su versión original textos que podamos considerar dañinos y peligrosos porque esos textos nos ayudan a entender mejor nuestro pasado y cómo se han producido, desarrollado y justificado fenómenos tan inquietantes como el nazismo. Si pasamos la historia por el quirófano y le hacemos la cirugía estética, ya no podrá enseñarnos nada y perderemos esa herramienta que significa saber lo frágiles que son los progresos y tener conciencia de que ha existido un mundo en el que las mujeres y las personas de otras razas eran discriminadas (que lo siguen siendo). Censurar los textos nos coloca ante un pasado artificialmente embellecido que alimenta la nostalgia. Y la nostalgia también es peligrosa como movimiento político. Tenemos que ser capaces de afrontar las zonas oscuras de nuestra historia y desarrollar un sentido crítico ante los libros. No por leer un libro damos nuestro consentimiento ni tenemos que estar de acuerdo con la visión del autor. Es muy sano bajar a los autores de sus pedestales, empezando por los propios clásicos, y yo lo hago también en esta novela, presento una imagen de una Roma de profunda desigualdad, de especulación inmobiliaria, de desahucios.

-¿Los malos tiempos siempre son buenos tiempos para los libros?

 

-Casi todos los tiempos son malos tiempos para una parte de la población, nunca para todos por igual; en todas las épocas indudablemente hay discriminaciones, oscuridades, guerras, imperios. Las grandes obras literarias se crean de la materia prima del sufrimiento. Hay una frase en El silbido del arquero que dice que de la vendimia de la guerra y del sufrimiento extraemos el vino de los relatos. La literatura intenta encontrar un sentido a toda esa experiencia caótica y quizá nos da alguna esperanza de volvernos más sensibles hacia los perdedores y las personas más perjudicadas por la historia. La Eneida no es un poema épico que celebre una victoria, sino todo lo contrario; elige como protagonista un perdedor que lleva un equipaje con un bagaje de enormes pérdidas, separaciones y duelos pendientes. El poder juega siempre sus partidas al margen de las personas que acaban sufriendo las consecuencias en sus pequeñas vidas. El poema de Virgilio es distinto a la épica homérica; tiene una enorme sensibilidad hacia todos los perdedores y creo que eso lo hace muchísimo más actual. Por mucho que James Joyce considerara que Ulises es la gran metáfora del hombre contemporáneo al ser un pobre diablo se parece más a Eneas.