“Mi nombre es Anina Yatay Salas, tengo 10 años y estoy metida en un lío de novela”: así comienza una de las películas de animación más encantadoras que se pueden ver por estos días en Netflix, y por una coincidencia feliz, también en el cine Gaumont. Dirigida por el uruguayo Alfredo Soderguit y basada en la novela Anina Yatay Salas, del también uruguayo Sergio López Suárez, Anina tiene la particularidad de ser la primera película de animación producida en ese país, y después de los casi diez años de trabajo a pulmón que llevó terminarla tuvo un recorrido brillante: se estrenó en el Festival de Berlín en 2013, pasó por otros festivales como el Bafici, donde participó de la Competencia Internacional en el 2013 (una rareza para una película de animación, que normalmente hubiera sido programada en el Baficito), y recién este año tuvo su estreno comercial en Argentina. 

Ahora Netflix pone al alcance de muchxs la historia de Anina, la niña capicúa a la que no le gusta su nombre y vive en un barrio de casas bajas y almacén que fía, al que muchxs espectadores de ambos lados del Río de la Plata podrán reconocer como el propio. Anina va a la escuela pública y lo hace en colectivo; como sus padres son fanáticos de todo lo capicúa, no solo le pusieron ese nombre que puede leerse en ambos sentidos sino que también la incitan a coleccionar boletos, frases y todo lo que se pueda poner del revés. Pero a Anina no parece haberle traído mucha suerte esa costumbre, y un día en el recreo, sin querer, se lleva puesta a una compañera que se llama Yisel, una nena grandota a la que apodan “la elefanta”. Las nenas se empiezan a pelear y terminan en la dirección, donde se les impone un castigo misterioso: cada una deberá llevarse a la casa un sobre negro cerrado con lacre y no abrirlo por nada del mundo durante una semana.

Así comienza la aventura de Anina, que es la de imaginarse qué hay adentro de ese sobre y producirlo, una y otra vez, en pequeñas secuencias animadas que van cambiando el estilo de dibujo para proyectar en la pantalla lo que la nena fantasea. Con la sensación de estar pasando las páginas de un libro, la película va desplegando al mismo tiempo el mundo imaginario de Anina y el mundo familiar y barrial en el que se mueve, cada uno de ellos abundante y querible, sobre todo por el tiempo que se les dedica: hay, por ejemplo, tiempo para detenerse en las tortas fritas que la mamá prepara en una sartén, y en los segundos que lleva esperar que se doren un poco más, mientras Anina, preocupada por los retos de la directora del colegio, se imagina a sí misma teniendo que saltar en una sartén gigante. Hay tiempo para construir un mundo donde están, sí, la mamá y el papá de Anina, comprensivos y divertidos, y esa compañerita-enemiga a la que vale la pena mirar un poco más de cerca, pero también las viejas chusmas del barrio que parecen estar de acuerdo con la maestra más mala de la escuela en un punto que a Anina le suena fatal: el de que “la letra con sangre entra”.

El de Anina es un mundo en el que lxs adultxs no son iguales ni están todxs de acuerdo, y los más satirizados entre ellos son los que hablan a lxs niñxs con ese repertorio viejo y oxidado que tiene como base la desconfianza, la idea primordial de que unxs y otrxs no pueden entenderse más que a través de la autoridad, del que salen frases tan gastadas como “En mi época esto no pasaba”. La película transforma esas ideas en una especie de país de las maravillas suavemente siniestro, y como contrapartida se llena de luz y de canciones para contar el amor, el de los padres de Anina, el de Anina por un compañerito del colegio o el de Anina, la película misma por lxs chicxs que viven en un barrio, hacen mandados, comen milanesas caseras y todavía juegan a la mancha en el recreo.