En una vista panorámica, la gran sala del Museo Nacional de Bellas Artes donde se emplazan las esculturas blancas de Norberto Gómez tiene mucho de ciudad fantasma. Son fantasmas de una geometría sólida, impoluta; los planos generan sombras añiles subrayando ángulos y recovecos de estos cuerpos arquitectónicos que se imponen de manera rotunda y ensimismada, se ausentan del contexto para instalar una dimensión de formas netas, una arqueología del más allá con rasgos art decó que –en su irrealidad– trae a colación el silencio pulido de un cementerio parque. De manera aislada, algunas de las piezas funcionan como maqueta para un monumento que olvidó aquello que estaba destinado a conmemorar. Otras, aparecen como fragmentos de frases tautológicas o razonamientos que extravían su conclusión lógica. La exposición reúne obras de dos períodos del artista separados por más de cuarenta años; piezas de los años 60, que habían sido destruidas casi en su totalidad y fueron recreadas por Gómez para la ocasión y obras recientes. En el intervalo entre aquellas piezas de los 60 y las actuales, Gómez fue reconocido por sus esculturas en poliéster, materia torturada y visceral, muy cerca de las torsiones escabrosas de Alberto Heredia o Juan Carlos Distéfano. Ninguna de esas esculturas está presente en la muestra. Se propone, en cambio, una “retrospección anómala” al decir de Andrés Duprat, director del MNBA, que viene a construir un puente de lógica formalista comunicando los dos extremos de la trayectoria del artista en una suerte de curaduría ourobórica.  

El dolor del paralelepípedo

N° 24, 105 x 50 x 55, cartón y pintura

Andrés Duprat, en el texto presentación de la muestra, habla de “geometrías oníricas que, pese a su materialidad flagrante, reclaman sacralidad”. En La alquimia y el sentido espiritual de la materia Mircea Eliade señala los fundamentos del pensamiento simbólico para el cual “el mundo no solamente está vivo, sino también abierto; un objeto no es nunca tal objeto y nada más, sino que es también signo o receptáculo de algo más, de una realidad que trasciende el plano del ser de aquel objeto”. Si las construcciones de Norberto Gómez fuesen tenidas en cuenta como receptáculos, en un sentido físico podría ser el aire el primer contenido. Estas piezas atrapan, encierran aire, lo detienen y encajonan, haciendo más densa su semblanza al punto que nos llevan a contener la respiración como si estuviéramos frente a un tótem de una cultura cuyos códigos nos suenan lejanamente familiares pero no alcanzamos a descifrar del todo. 
El catálogo que acompaña la muestra, realizado con el apoyo de la Asociación de Amigos del MNBA, incluye extractos de una charla del artista con Andrés Duprat y Alejandro de Ilzarbe en su taller de Olivos a mediados de agosto de 2016. Allí no habla Norberto Gómez de signos sacros, ni se refiere a otra cosa que la materialidad constructiva de sus piezas y el trabajo del artista. No menciona templos ni objetos litúrgicos. La única alusión que explicita para sus obras está relacionada con su experiencia laboral: “Hacía stands publicitarios o trabajos como letrista”, cuenta Gómez,  “en un taller que fabricaba marquesinas para los cines de la calle Corrientes, el Ópera, el Gran Rex, letras de tres metros de alto, movidas para las comedias, rotas para las de guerra y helvéticas para las películas intelectuales.” Reacio al revestimiento discursivo de la obra, Gómez insiste: “No conceptualizo sobre lo que hago. No hay mucho más que lo que ves. Escuadra, nivel y plomada. No hay mucho misterio. Bien es mejor que mal”. Para la masonería, las herramientas del oficio convertidas en emblemas resultan suficientes para señalar el misterio. Aunque Gómez se resista a la investidura, muchas de sus piezas poseen en latencia algo del imaginario de las sociedades secretas. 
Si resulta difícil reconocer al mismo artista en las esculturas de poliéster y las geométricas, es tal vez porque nos apresuramos a juzgar las cosas en una primera impresión que hace hincapié en el aspecto morfológico. La geometría está presente en toda la obra de Gómez. Solo que temperamento y voluntad se aplican a la materia de distintos modos y generan apariencias casi opuestas. Gómez lo explica claro: “Son distintas actitudes de un paralelepípedo, cuando lo exigís aparece la figuración, la expresión del dolor del paralelepípedo; no es necesario hacerlo llorar. En la deformidad está lo más profundo de la expresión, Bacon navega por Velázquez y mirá lo que sale”. 
En la versión clásica del nacimiento de la abstracción el arte no figurativo se propone como el resultado de un proceso de despojamiento o síntesis: la abstracción es entonces  el punto de llegada, la pérdida paulatina del anclaje descriptivo que domina a la figuración. Es el camino ejemplar de Mondrian con la serie del árbol: las ramas de su primer árbol (El árbol rojo, 1908) suprimen sus contorsiones para cristalizarse en curvas y contracurvas, pierden las conexiones que las estructuraban en ramaje, neutralizan los colores. Al final, la figura del árbol desaparece para dar paso a una combinación rítmica de líneas. Norberto Gómez, en las esculturas torturadas de poliéster sigue el camino inverso. El cuerpo geométrico es punto de partida al que se le exige un comportamiento humano. Se lo hace gesticular hasta el paroxismo, hasta que la geometría cede su trono a la carne. Así es como la relación de Gómez con la geometría es lo suficientemente compleja e impredecible como para mantenerse a salvo de los encasillamientos perezosos de la historia. 

Las categorías van y vienen

Hijo de una familia de inmigrantes españoles, Norberto Gómez nació en Buenos Aires en 1941. Recibió la influencia de un tío luthier y concertista de guitarra y de su padre ebanista.  A los 13 años ingresó en la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano, abandonándola dos años después. Su experiencia formativa más significativa fue el taller de cartelería donde aprendió a construir  marquesinas en los años 70. El diseño y armado de stands publicitarios y escenografías para cine le dio las herramientas del oficio y una noción de puesta en escena y cierto efecto de mampostería que se haría presente una y otra vez en su trabajo. En 1965 Gómez viajó a Europa para trabajar en París con Julio Le Parc, como asistente en el envío a la Bienal de Venecia. Sería además asistente de Antonio Berni con una misión insólita: juntar clavos en la calle y enderezarlos. 
Gómez no es proclive a la categorización de su trabajo. “No soy de los 70 ni de los 80, ni nada de eso. No creo en esas categorías. Pasaron todas esas décadas, y yo estuve viviendo y trabajando acá, en Buenos Aires, nada más.” Evita los planteos y especulaciones sobre su obra y esquiva la tendencia a considerar “gesto artístico” aquellas acciones que no son más que meras consecuencias de la administración de recursos, no muy distintas a las encrucijadas que enfrenta cualquier trabajador, del rubro que sea. Así, Gómez nos recuerda que el trabajo artístico no puede abstraerse de los vaivenes cotidianos de la economía personal, que la fusión arte-vida no necesita manifiesto, sucede inevitablemente. “Aquellas obras de fines de los 60 que ahora recreamos no me las planteaba como efímeras; eran efímeras, pero sin planteos. Las hacía con los materiales que me quedaban de mis trabajos publicitarios. Casi todas se perdieron o se destruyeron y otras, después de ser obras, se transformaron en estantes.” 
Consciente del contexto local que nutre y condiciona su obra, Gómez reflexiona: “Nosotros acá crecemos en macetas, bastante bien dentro de todo, pero en macetas. Si nos plantaran en la tierra sería insospechado a dónde llegaríamos. Eso es lo que pasa en el primer mundo, que no crecen en macetas”. Y sobre el mercado: “Nunca hice obras pensando en el mercado.  Las de poliéster se vendieron 25 años después de que fueron hechas, así que imaginate qué negocio. Igual siempre me fue bien, no en términos comerciales, pero siempre me fue bien. Nunca me quedé haciendo algo porque con eso me iba bien.” 

Ciudad y desencanto

Si bien es obvia la fuerte semejanza entre las esculturas de los 60 y las recientes, hay diferencias notorias que tanto el color y acabado general (blanco satinado) y la resolución formal (geométrica) tiende a emparentar hasta la unificación. Mientras las piezas de los 60 se insinúan como retazos de escrituras y desarrollos de comportamiento (un círculo que se convierte en cilindro, un cilindro que se desenrolla hasta ser ángulo recto) en las piezas recientes impera la intención monumental. Ya no es el cuerpo geométrico puro puesto a murmurar o bajo el influjo analítico del despiece y la conversión paso a paso, sino que viene a imponerse una manera constructiva más arquitectónica, en el sentido de que los cuerpos geométricos elementales van a combinarse emulando edificios, obeliscos, columnas, mausoleos, estandartes. Incluso se hace patente la relación de algunas de estas últimas piezas con las armas construidas en cartón durante los años 80 que recordaban instrumentos de tortura y hasta divertimentos sadomasoquistas. 
En estas piezas monumentales (no por escala real sino por alusión) los cubos renuncian a su autonomía para convertirse en dentículos que al multiplicarse evocan la ornamentación de cornisas de castillos. Son también cruces coronando un portal y oquedades que abren ventanas en la superficie compacta de un prisma. Algunas piezas dan la sensación de haber sido arrancadas de cuajo de su contexto original, sin sufrir ningún cercenamiento, como la columna con interior reticulado o la escultura de rayos radiales que se parece mucho a un ostentorio, objeto litúrgico del culto católico donde se guardan las hostias consagradas. Otras piezas dan la impresión de ser el resultado de una combinatoria de elementos surgidos de la excavación de una ciudad en ruinas, con varias partes perdidas, y unidos los hallazgos en un collage surrealista que permite la convivencia de escalas alteradas. Estas últimas son quizás las más enigmáticas. El acabado perfecto de la pieza –un Frankenstein sin costura a la vista– y la negación de la ruina como fragmento de un todo perdido les concede a las esculturas un clima atemporal, inquietante. Como si fuéramos testigos de las construcciones de una civilización extraterrestre regida por reglas ajenas al habitar humano. O de una ciudad utópica que Gómez quiso materializar para nosotros, tal vez para recordarnos, en la gracia del desencanto, la imposibilidad de habitar ese no lugar. “Lo único que sé es lo que supe siempre” recalca Gómez, “que es en el ejercicio que se hacen las cosas y sabiendo dónde estás parado. Podés tener fantasías, pero ser fantasioso me parece que no.”

N°6, 360 x 35 x 45, cartón y pintura

Norberto Gómez. Esculturas se puede visitar hasta el 23 de diciembre en el Museo Nacional de Bellas Artes, Av. del Libertador 1473. De martes a viernes de 11 a 20 y sábados y domingos de 10 a 20.