Más, más allá, el ángel de la guarda va, va, va por debajo de los óbolos mentales de aquellos que repiten sordamente a los pericos, pericos, pericos titulares y comen las semillas de la difusión masiva.

Más allá, el ángel de la guarda va, va, va. Quisiera acabar hoy mismo con la cartografía frígida de lo útil versus lo inútil, de lo hétero versus lo homo, de lo santo versus lo humano, del anverso versus el reverso, ¿ves? Estás a un pie del sol para afrontar los peligros naturales de la imaginación metafísica.

No te hagas preguntas sobre los hombres y la plenitud de su elemento cielo. No eches atrás tu negro eco. Y, al sol que se zambulle en las avenidas, no lo juzgues por lo que hace sino por lo que es.

¿Ves? Mientras desciende el ángel con los brazos abiertos, hace señas con lentos movimientos premeditados. A los pocos minutos aparece el jorobado de Notre Dame, eligiendo puntos de partida más concretos, y con una voz atronadora me dice que no escriba lo que veo sino lo que creo que no veo. No pierdo tiempo en preguntar. El ángel se levanta de pronto, igual que un ciervo, rompiendo su viejo caparazón, y se me acerca haciendo un esfuerzo desesperado, desesperado. Su destino no es sino un símbolo en el que lo han recluido. ¿Ves? Su rostro bello, pálido, los ojos desusadamente grandes. El descenso del ángel ya no es más que un ruido, pero enorme.

Si el jorobado tiene buenas o malas intenciones, una pica o una piedra, prepucio o clítoris, no son más que puras consecuencias de espíritus ávidos de dividir en dos al mundo. De separar la tierra del cielo. El sexo del alma. La luz de la sombra.

Saturado, el ángel permanece inmóvil, inmóvil, ¿ves?, apelotonado en los brazos del jorobado. Yo misma, algo alucinada, cuando de pronto, el viento desgarra las nubes y la luna se vuelve un detalle tan extraño que podría romperse.

La lengua madre lo añade todo, incluso las tretas de los matutinos: titulares y suplentes. Gol de ardua ciencia volatinera que abre las noticias como un calzón. Los bípedos diciendo puta, qué puta, cómo me gustan las chocolinas, y mueven sus campanitas de placer gutural.

El ángel solloza ante la información del acecho contra el jorobado que conduce un Volkswagen rojo. Intentan encerrar un pájaro en una jaula. Destruido por la pasión toma y come el ojo del gato alimentando su propio mal, un poco aturdido. Empujado por el tiempo, el recuerdo de una mujer lo nombra con un ruido enorme, desnudo, lleno de miel, lleno de miel. El ángel está débil, zarandeado.

No hay una historia completamente esquemática y por eso mismo siempre historia, jamás historia. El ángel me huele con la nariz del jorobado. Es un ángel descapotable. Escueto, pero ávido de perturbaciones, destinado a extinguirse como una virgen aterrorizada del cielo, que desciende a la tierra, a los libros que escribo, para sobrevivir.

Así comienza la quinta transparencia.

La virgen tiembla cuando siente mi lengua materna en su boca. No cesan de ocurrírsele formas de conjugar verbos en modo imperativo. Vos, vos, vos, le digo, no tú, tú, tú... Sus moralejas suben y bajan despacio. Lo que he sembrado con mis palabras fue creciendo subrepticiamente y pronto estalla en una especie de Big Bang que la rodea por todas partes. Y los planetas se abren paso, ¿ves? Es una pequeña locura experimental que se exonera de la voz legitimada del relato.              

A todo esto, el ángel anda por ahí, recogiendo desechos cósmicos. Camina por los márgenes del texto sin levantar la vista, y su paso es más pomposo que el de un arzobispo camino al altar de sus fechorías. Estas cosas me dejan muda de asombro. Son sólo viejos mandatos caídos del viejo cielo. La virgen travestida de ángel. El ángel descapotable travestido de virgen.

Esperá, dice la virgen, creo que ya siento algo. Se arrima a mi pecho, nada más, para no ser asfixiada por la reducción de significados, tan fáciles, tan comunes, tan narrativos, narrativos, narrativos. Por unos instantes, las nubes ocultan otra vez la rueda de la luna que se va a reposar a otros valles donde el calor está quieto. La virgen se llena la boca de palabras y quiere quitarse las medias pero al jorobado no le da igual. Ella lo consiente. Pronuncia las palabras agudas con más fuerza de lo esperable. Eso me llama la atención. No lo tolero en la rima consonante, pero la perdono porque el despertar la excede y, sobre todo, porque todo lo escribo en verso libre, libre, libre... 

Aunque no creo que una virgen arranque de cuajo las ideas dominantes, creo que el silencio es una señal, cuando una campana no se deja oír desde Notre Dame. El ángel dando vuelta una manija, tocando bocina, tejiendo un hilo, participa de algo. Me pregunto en qué piensa cuando le acaricio los hombros, el contorno de las alas, la línea final de su espalda. ¿Ves? Luego escribo como una fobia negra y blanca que no ignora el bulto de las letras, de las letras, de las letras, y pongo énfasis en las suaves titilaciones de mi costado izquierdo. Con los ojos cerrados descubro que las alas del ángel tienen sabor limón, generado por él mismo y no hay nada malo en ello, aunque provoque una sed y un goce inhumanos.

Mientras espero el peligro dentro del peligro de escribir, disfrazado bajo todo tipo de formas de peligros, descienden los siete poemas que estuvimos viendo pasar desnudos hacia el presagio. Al mismo tiempo, tres chicas vestidas de raso carmesí pasan junto al Volkswagen rojo que ahora maneja el ángel descapotable. Suspendiendo el vacío de donde vienen, el ángel demuestra que todo lo verdaderamente pensado de un pensamiento esencial permanece como un monstruo invisible compuesto de salivas y relámpagos. Lo que escribo se confunde con la virgen travestida de ángel, ¿ves? Una marca, una huella circular y perfecta de los dientes de la memoria corporal y del olvido histórico.

Descubro que la mayoría de los sueños diurnos saltan en medio de la gente, pero a las tres chicas vestidas de rojo carmesí no les gustan las chocolinas, puta, cómo no les gustan las chocolinas. El ángel, despojado de la plenitud de su elemento, orina sobre el relámpago y el presagio, y entra en un reino silencioso. Tiembla, tremola: lúbrico y arcángel. Las cúpulas de Notre Dame sobre una aurora de humo llegan en insumisión cartográfica. La virgen, totalmente temblorosa no para de respirar. Respira, respira, está presente. El ángel respira, respira, está presente. El jorobado respira, respira, está presente. Yo respiro, respiro, estoy presente. ¿Ves?, hay algo mágico en ese juego de la palabra peligrosa y la lámpara eterna.

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