Quizá sea exagerado decir que sentarse a tomar un café es un acto político. Pero no es lo mismo elegir el café de la esquina, con los parroquianos del barrio, que ir hasta La Biela y ver el mundo desde allí. Y ser visto allí. Aunque el café sea de la misma marca, habrá diferencias: el precio, la (no) pertenencia al lugar, la (improbable) aceptación de los otros, la diferencia entre ser un parroquiano y ser un turista.

Baudelaire cuenta en Los ojos de los pobres que una pareja se sienta a tomar un café en una terraza del centro de París (para nosotros La Biela) y su mundo explota, al punto que el cuento comienza con una pregunta de él dirigida a ella: "¿De modo que quieres saber por qué te odio hoy?".

Están en un "café nuevo que hacía esquina con un bulevar también nuevo y todavía lleno de escombros, que ya mostraba su esplendor inacabado". Pero la paz de los enamorados se ve alterada por una familia de pobres que los mira, como esperando algo. Mientras el hombre se solidariza con ellos, ella solo quiere llamar al maitre para echarlos. "¿De modo que quieres saber por qué te odio hoy?", dice él.

Esta pareja no está haciendo nada malo, solo bebiendo de "vasos y de nuestras jarras, mayores que nuestra sed". ¿Deben esconder su felicidad? ¿Deben sentir culpa? Nunca pensaron que sentarse en esa terraza podía ser un acto político que los obligara a una toma de conciencia que termina por separarlos. "¿De modo que quieres saber por qué te odio hoy?".

Esta historia sucede cuando las ciudades se modernizaban y también cuando comenzaba una disputa por la ocupación de los espacios públicos, útiles para mostrar el poder de fuego con los indefensos, tanto como para que los indefensos se unan y muestren la fuerza de la masa. No es casual, le dijo David Viñas a una amiga, que los espacios públicos de los billetes siempre están vacíos de gente. 

Por esas cosas de la vida moderna, ese viaje al corazón del placer mundano obliga a la pareja a enfrentar los dolores de la sociedad y sus propios miedos, entre ellos el de ser pobres. Ella actúa como si el bulevar le perteneciera. Él se solidariza, pero no actúa. Con el tiempo, a ese miedo o rechazo a los pobres se le pondrá nombre: aporofobia. Salga a la calle y vea, ahí está. O mire dentro suyo.

La modernidad de París buscaba integrar a los pobres al sistema productivo, incentivar el comercio, y dice Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire, hacer "corredores anchos y largos por los que las tropas y la artillería podían desplazarse". Había que avanzar hacia el futuro con cambios beneficiosos (que lo fueron: trabajo, inserción) y una espada en la otra, por si la negrada se retobaba.

Es que unos años antes, en 1848, la ciudad medieval se había llenado de gente que pedía el fin de la monarquía. En la confusión, Baudelaire buscaba a su padrastro (que lo humillaba administrando su herencia como si fuera un chico) para matarlo. La cuestión se zanjó como siempre: murieron una bocha de obreros y a algunos policías se les paspó la cola. Baudelaire no logró matar a su padrastro.

¿Es exagerado decir que el futuro de la pareja está sujeto a la suerte del bulevar? Dice Berman: "Si se levantaran barricadas en el boulevard (...) bien podría ser que los enamorados se encontrasen en bandos opuestos". Las barricadas volvieron en 1871, durante la Comuna de París. Y otra vez hubo obreros muertos y policías paspados. Es sencillo adivinar que la pareja se encontraba en bandos opuestos.

De haber entendido a Baudelaire, la historia podría haber sido diferente. La escena del bulevar se ha repetido tanto que cabe preguntarse si la humanidad no estará incapacitada para aprender. En este relato, nadie es feliz. Ni los pobres, obviamente, ni los burgueses que no logran disfrutar de su paz, quizá ganada sin mala fe. En ese mundo nuevo, "el amor moderno pierde su inocencia", sigue diciendo Berman, "la presencia de los pobres arroja una sombra inexorable sobre la luminosidad de la ciudad".

Ya sabemos que la burguesía encuentra remedios a esa imposibilidad de no disfrutar en paz lo que lograron: odiar, mandar a reprimir, etc. Porque, según Berman: "El boulevard obliga a reaccionar políticamente (...) Bajo esta nueva luz, su felicidad personal aparece como un privilegio de clase".

Por eso, una vez que uno se sentó en La Biela, ya no puede volver al café del barrio haciendo como que no pasó nada. Porque esa "familia de ojos" nos recuerda que cada vez que uno come otro deja de comer. Uno puede hacerse el gil o solidarizarse. Ambas opciones son, en teoría, y para Berman, inútiles.

Dice Berman: "Baudelaire sabe que las respuestas del hombre y la mujer, el sentimentalismo liberal y la crueldad reaccionaria, son igualmente fútiles. Por una parte, no hay manera de asimilar a los pobres en una familia de acomodados; por la otra, no hay una forma de represión que pueda librarse de ellos por mucho tiempo: volverán siempre".

Vale aclarar que Berman era marxista. Y es justo decir que en los momentos de estado de bienestar, las cosas parecían haberse equilibrado. Pero bastó la crisis del tequila, la burbuja inmobiliaria, la del bombón de dulce de leche, para que el equilibrio se rompa, y los pobres sufran, reclamen, y sean reprimidos, siempre con la ayuda de ese espacio público adaptado para la ocasión. "El resplandor ilumina los escombros y las oscuras vidas de las personas a cuyas expensas resplandecen las brillantes luces", dice Berman.

Si bien la acción de tomarse una cerveza en una terraza de París o de La Biela parece no tener nada de espectacular, la tiene en tanto no todos pueden hacerlo. La familia de los ojos no puede. Es especial porque está vedada a una parte de la sociedad. Si el caviar se vendiera en la pescadería de la esquina a precio de la merluza, a nadie le importaría y los ricos no lo comerían porque no los distinguiría del resto.

Es verdad que aquella modernidad integró a los pobres al sistema, pero también que la mayoría se ganó la vida limpiando culos burgueses. Quizá una respuesta a eso sea, como dice Berman, "destruir los bulevares, apagar las luces brillantes, expulsar y reinstalar personas, acabar con las fuentes de belleza y placer que la ciudad moderna ha creado", es decir una revolución, pero que también nos alejan de esa belleza que son parte de la humanidad. Quizá por eso el socialismo fue monocromático.

En lugar de destruir los bulevares, la burguesía encontró una respuesta alternativa: mudarse al country y alejarse de la chusma que te mira con hambre. Pero no basta con alejarse del bulevar para que el problema desaparezca. A lo sumo uno deja de verlo, por un rato.

Esta es una historia sin remate. Es mostrar que por mucho que nos esforcemos, siempre que deseemos o rechacemos algo estaremos en uno de los dos lados del bulevar.

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