Cuando era presidente de facto, el general Juan Carlos Onganía llegó a la inauguración de la Feria de la Sociedad Rural en una carroza descubierta. Fue ovacionado por los productores del campo. Años después el ex presidente Raúl Alfonsín ingresó a pie y fue repudiado por los  mismos productores.

Pasado el tiempo, pensemos qué lugar ocupan estos dos personajes en la historia  de los argentinos. 

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A comienzos de los años 50 el medio más popular era la radio. Y uno de los programas más escuchados apelaba a las clásicas “preguntas y respuestas”. Una noche el conductor entrevistó a una joven mujer:

–Primera pregunta ¿cuál es el fruto del nogal?

Silencio. Era habitual que los conductores ayudaran a los participantes a encontrar la respuesta:

–¡El fruto del nogal, señorita! Piense. (Silencio) Todos los hombres la tienen.

–La banana.

Corte de la transmisión y música incidental. Fin del programa. La anécdota me viene a la memoria cada vez que compruebo en los medios públicos una total libertad del lenguaje. Y  me parece bien. Ya no hay palabras prohibidas. Pero también existe el peligro de que se naturalicen. Roberto Fontanarrosa, años atrás, diferenciaba la fuerza de decirle a alguien tonto o calificarlo de pelotudo. Ocurre que ahora es pelotudo la que pierde fuerza. Si hasta hemos convertido el peor de los improperios –hijo de puta– en el mayor de los elogios.

Una pregunta, sólo una pregunta: ¿puede prosperar una comunidad que se queda sin insultos?

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Existe un conmovedor poema que hace alusión a los tiempos del nazismo y comienza diciendo “Vinieron por los comunistas y como yo no era comunista no hice nada”. Así sigue con los socialdemócratas, los sindicalistas, los judíos. Y termina  “ahora vinieron por mí y nadie dice nada”. Escucho muchas veces citarlo como una hermosa y actual parábola sobre el individualismo. Y suele adjudicársela al gran dramaturgo Bertolt Brecht. Pero es un error. El poema  fue escrito  por el pastor luterano Martín Niemöler (1892-1984) y solía recitarlo en sus sermones. Saberlo es un acto de justicia.

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En México había un conocido deportista al que le decían “El Tibio” Muñoz. El apodo no tenía nada que ver con su carácter. Muñoz no era ni un complaciente ni un pusilánime. Ocurre que su padre había nacido en Aguas Calientes y su madre en Río Frío.

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Yolanda, mi amiga andaluza, investigadora de la literatura de habla castellana, de paso por Buenos Aires, me comenta:

–¿Por qué son tan inferiores los productos argentinos?

Le pregunté a qué se refería.

–A los productos cosméticos, por ejemplo. Yo compro cremas y pañuelos de papel en el Carrefour de Madrid y las mismas marcas en el de Buenos Aires. Y la diferencia de calidad es notable. En viajes anteriores no me quejaba porque, por lo menos, eran más baratos. ¡Pero ahora son inferiores y más caros!

Quiero dejar en claro que Yolanda es una persona muy seria y que ama a Buenos Aires.

¿Será esto lo que los empresarios argentinos llaman competitividad?

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La creciente invasión de anglicismos en nuestra parla cotidiana es notable. No es una novedad, pero presumo que la llegada de las nuevas tecnologías trajo una fuerte oleada de palabras del idioma inglés. ¿Qué será de ellas? Hace varias décadas atrás ocurrió lo mismo con el fútbol. Y fue así que bac, jalf, centrofouar,augol, quedaron en el olvido. Pero el fútbol se crió en los barrios y en el potrero nadie necesitaba saber inglés. Los de mi generación recordarán aquél código de nuestra infancia: al comenzar el partido los dos centrofouar se ponían frente a frente, uno preguntaba ¿aurieri? Y el adversario respondía ¡diez! El realidad repetíamos una regla del fútbol inglés: ¿All ready? ¡Yes!

Pero también es cierto que hay argentinos que les gusta recurrir al idioma inglés, a veces al francés como forma de exhibir su cultura. Un colega le preguntó a un experto empresario teatral habituado a traer comedias de Estados Unidos, Francia o Inglaterra por qué no trasladaba las historias para que ocurrieran en Buenos Aires.

–¿Estás loco? A nuestros espectadores les encanta estar por un momento en Nueva York, en París o en Londres.

¿Será por eso que decimos container y no contenedor; mail y no correo; masterclás y no clase magistral?

En fin, no hay nada que discutir ni criticar. El idioma lo hacen los pueblos. Siempre.

Pero la invasión angloparlante me preocupa. ¿Qué pasa si un día en el momento del placer las mujeres argentina empiezan a gritar:

–¡O-mai-god! ¡O-mai-god!

Ese día estaremos perdidos.