1. C., mi sobrina, tiene catorce años y toda la dulzura del mundo. También tiene miedo y le cuesta mucho dormir, sobre todo a partir de la pandemia y del intento de suicidio de una de sus primas. El último verano pasamos unos días juntas y compartimos colchón, en el gran cónclave familiar de fin de año. Ya no se prestó al ritual de pintarnos las uñas mutuamente para la nochebuena ni me tomó de escucha cómplice, como otras veces. Lógico: va creciendo. A la noche temprano se separaba del celular por instrucción médica, se ponía un antifaz e intentaba conciliar el sueño. C. vive en la quebrada de Humahuaca y participó en las últimas semanas con su gente del corte de la ruta protestando contra la reforma impuesta por Morales. Es la nieta más pequeña de Andrés Ariza, detenido-desaparecido en Córdoba en 1976. Si hubiera podido votar, anunció C. en la lista familiar la semana pasada, lo hubiera hecho por Milei. (Luego, al leer el borrador de este texto, me aclaró que era un chiste ¿o una provocación?, que muchxs de sus compañerxs de escuela y sus vecinxs le creen a Tiktok y claman por papá Milei, pero ella defiende la escuela pública.)

Los Martínez son una familia paraguaya tremendamente laburadora, tres generaciones que trabajan en la construcción. Se mueven los cinco de obra en obra, cada quien con su especialidad y a la vez atentos a lo que requiere el colectivo, llegan temprano y se van tarde, cantan en guaraní, se ríen y se retiran sin dejar huella, prolijísimos y amables. Trabajan hace años con J., mi amigo artista-arquitecto y fueron los que encararon la refacción de la vieja casita en Flores que habito. El viernes pasado lo crucé a J. en la inauguración de una muestra, y me contó preocupado que los Martínez en bloque iban a votar a Milei.

Parto de estas dos historias próximas porque creo que nos introducen en la posibilidad de atisbar a quiénes votan o quieren votar a Milei no como una horda de fascistas dispuestos a matar(nos) sino como gente que nos rodea, que está cerca y con la que podemos hablar, ojalá escuchar sus razones e impulsos, sus imaginarios y pasiones, sus contradicciones y confusiones, y compartirles a la vez nuestros miedos y deseos, nuestras aprehensiones e incomprensiones, nuestras experiencias y argumentos.

2. Escuchar “que se vayan todos, que no quede ni uno solo” en el pogo de celebración del bunker de La libertad Avanza, literalmente el mismo cantito que coreábamos en medio del estallido del 2001, fue el tris que me instaló el domingo a la noche en la consternación más profunda. No podía escuchar, no podía pensar, ni siquiera podía llorar. ¿Qué es esto que está pasando? Al amanecer, no entendía mucho más pero si me embargaba la certeza de que no podemos seguir en automático, haciendo y haciendo. Que estamos ante un cisma de nuestro mundo conocido.

La semana pasada empezamos un grupo de lectura partiendo de la pregunta incómoda por cómo las derechas manifestantes se vienen apropiando hace tiempo de los símbolos, de los modos de hacer y de ocupar la calle que considerábamos inherentes a los activismos artísticos (la guillotina de Revolución Federal o las bolsas negras con los nombres de lxs referentes del Movimiento de Derechos Humanos, por mencionar dos ejemplos evidentes). De la mano del querido Luis García, arrancamos leyendo a Ernst Bloch, filósofo y militante comunista vinculado a Benjamin, Adorno y Brecht. Compone en “Herencia de nuestra época” (1935) un fragmentario mosaico del cruce entre marxismo y vanguardias artísticas en medio del ascenso del fascismo. De ese libro extraigo un iluminador pasaje:

“En primer lugar ellos robaron el color rojo y lo agitaron todo con ayuda de éste. Las primeras proclamas nazis fueron impresas en color rojo. Este color se hizo enormemente extenso en la bandera fraudulenta.(…) Si cortara la esvástica de la bandera, quedarían muchos metros de roja apariencia en la misma. Bastaría un agujero en medio, como una boca y totalmente vacío. (…) Luego robaron la calle, la presión que ella ejerce. Los desfiles, las canciones peligrosas.”

Roja apariencia, una boca abierta, el vacío. La disputa política del color -de la que un colectivo como Cromoactivismo nos ha enseñado tanto, estallando el pantone, y sus asociaciones fijas y sentidos comunes- resuena ahora al ver el mapa argentino pintado de violeta. Justamente el color con el que se asocia históricamente al movimiento feminista internacional aparece representando la posición política más radicalmente antifeminista.

¿Cómo seguir? ¿Convirtiendo cada clase, cada encuentro casual, cada cola para tomar el colectivo o entrar al cajero en un foro? ¿Proponiendo “Pedagogías para el futuro”, como dice P., otro amigo, sobre lo que podrá significar inaugurar la exposición sobre imaginación política en torno al 2001 que estamos preparando en el Parque de la Memoria, y que abrirá a pocos días de la asunción presidencial? ¿Qué resonará en ese destiempo, en ese llamado anacrónico a un futuro que viene detrás?

3. El domingo, cuando volví de votar, la esquina de casa estaba cortada por un nutrido operativo policial. No me dejaban pasar y el policía me explicó, cansino y sin mucha convicción, que habían encontrado un misil y estaban esperando a la brigada antiexplosivos para desactivarlo. También me indicó que me colara furtivamente para poder entrar a mi casa. El episodio terminó sin ningún ruido unas horas más tarde, pero me dejó una metáfora. La amenaza inusitada de una potencial explosión al lado del refugio en el que queremos guarecernos.

Una amiga querida, M., nos escribió el lunes al chat grupal: “este mundo ya no es para mí”. Ella tiene la misma edad que yo: vivimos la dictadura, los alzamientos carapintadas, la hiperinflación del ’89, el HIV, el menemismo, el estallido del 2001 y tanto más… Quisiera susurrar las palabras capaces de hacerle saber que sí, que en este mundo sigue habiendo un lugar/un tiempo para ella, para su deseo irredento de una vida en común, para su poesía. Quisiera invocar esa magia.