Un insólito y a la vez tranquilizante optimismo se respira desde el domingo a la noche en el imponente búnker de Unión por la Patria después de que por primera vez en su historia el peronismo fue derrotado en 18 de 23 provincias, salió tercero y obtuvo menos del 30% de los votos entre sus dos precandidatos presidenciales.

Esta algarabía asociada a la certeza de que el final sigue abierto se sostiene en tres razones. La primera es que, en las últimas cuatro elecciones, las tendencias entre las primarias y las generales fueron siempre contra el ganador. En 2015 y 2017 quienes triunfaron en las PASO terminaron derrotados y en 2019 y 2021 los perdedores terminaron achicando la diferencia. Con menos de tres puntos entre el primero y el tercero, la brecha parece más que alcanzable para llegar al ballottage, objetivo trazado por Cristina al explicar el escenario de tercios.

La siguiente razón se asocia a esto último. A pesar de que hoy por hoy la segunda vuelta parece casi imposible de superar para el oficialismo, distintos ballottages disputados en entornos de polarización del debate tan intenso como el nuestro muestran que los resultados terminaron siendo más ajustados de lo que indicaban los pronósticos: Daniel Scioli versus Mauricio Macri, Lenin Moreno contra Guillermo Lasso en Ecuador, Pedro Castillo frente a Keiko Fujimori en Perú y Jair Bolsonaro contra Lula Da Silva en Brasil, entre otros.

En todos los casos quienes comenzaron con amplias desventajas basaron sus campañas en discursos adversativos y duros contrastes. Ningún giro hacia el centro. No siempre alcanzó para ganar, pero sí para mejorar los desempeños previstos al inicio.

El tercer motivo para el entusiasmo oficialista es que, dividido el voto opositor, y habiendo resultado vencedora de la interna de Juntos por el Cambio la candidata más radicalizada, el principal problema estratégico queda del lado de Patricia Bullrich. Hoy, la halcona enfrenta el dilema de ser la segunda marca de la ola libertaria o la heredera de su devaluado rival interno, que con su modesto 11% y su descomunal gasto en publicidad terminó protagonizando la campaña por voto más cara de la que se tenga memoria. El primero en despegarse es el mismísimo Macri.

Para Sergio Massa, en cambio, las cartas están sobre la mesa y el resultado del 13 de agosto no las modifican. Como candidato y ministro de Economía de un gobierno cuya aprobación es tan baja como la del final de Fernando de la Rua, con una inflación y una pobreza en alza y sin posibilidad de mejoras significativas en el corto plazo, existe un único argumento capaz de fidelizar antiguos votos y tal vez activar alguno nuevo. Un argumento que, además, permite antagonizar en simultáneo y por el mismo precio con sus dos oponentes.

Este argumento no es el mejor ni el más original ni el más lindo. Tampoco es infalible. Pero es el único. Se basa en que así de mal como estamos, todavía no se ha hecho lo que otros dicen que hay que hacer: dolarizar, privatizar, romper relaciones con China, echar becarios, avanzar sobre valores progresistas y un largo etcétera.

Palabras más, palabras menos, el mismo argumento de la campaña de Scioli en el ya mencionado ballottage contra Macri. La famosa y mal llamada campaña del miedo que terminó con movilizaciones multitudinarias y espontáneas a lo largo y a lo ancho de la Argentina. Hasta aquí en todo de acuerdo. Como en cualquier elección, las estrategias hay que pensarlas para la segunda vuelta y ejecutarlas desde las primarias.

Hay que generar esperanza, disparan con sensatez desde los costados. Está bien intentarlo, pero después de cuatro años de un gobierno criticado por sus propios integrantes se vuelve inverosímil cualquier promesa de mejora futura. Hay que comprender al votante de Milei para traerlo de nuevo, rezan otros. Soy escéptico. Dejo para otra ocasión desarrollar por qué.

¿Y no existen riesgos de que al extrapolar otras experiencias estemos enlatando estrategias electorales? Muchos. Tras haber sido testigo privilegiado de las últimas dos campañas presidenciales, enumero algunos de los principales desafíos:

  1. El contexto es otro y la percepción de que en 2015 había un horizonte de prosperidad que defender ya no existe.

  2. La campaña de contraste que era novedosa 8 años atrás ya es parte del paisaje cotidiano del debate político.

  3. Hablar de un Ellos sin hacerse cargo categóricamente de qué significa ser Nosotros es confuso.

  4. La acertada decisión de correr de escena al Presidente se contradice con la retórica y la estética visual frentetodista de la actual campaña publicitaria.

  5. Javier Milei, a diferencia de Macri, no niega su programa rupturista. A él, a Trump y a Bolsonaro mientras más se los ataca, más crecen, porque se adueñan de la agenda, de los temas y del tono de las campañas.

  6. Sin la participación ordenadora de Cristina, es inimaginable un activismo que multiplique el mensaje de manera coherente, potente y constructiva.

Las mejores estrategias mueren en la táctica. Mientras que con la irrupción en escena del ecuatoriano Jaime Durán Barba algunos argentinos descubrían tardíamente las bondades del marketing político, en los Estados Unidos por esos años ya se hablaba de una vuelta a las bases, a la militancia y al protagonismo de los partidos por la fragmentación digital de medios y audiencias que quitaron peso al broadcasting. Hoy los spots publicitarios ya no son la estrella de las elecciones y los focus groups revelaron que la identidad política también es una emoción. En una era de movilización y representación, las respuestas vuelven a estar en la política.


* Consultor