Gustavo Infante se encontraba a la espera de un taxi que parecía no llegar nunca, hasta que por fin divisó aquel automóvil valiente que se dignó a levantarlo a las tres de la mañana. Pensó que iba a tener que entablar conversación, como suele ocurrir con los tacheros, sobre todo los nocturnos, que buscan interlocutores que le hagan creer que no están trabajando, que forman parte de la vida nocturna y del goce de la ciudad.

Al subir al auto, ver su contextura gorda y su brazo tatuado, y oír la radio que emitía temas de Intoxicados, su alma quedó completamente aniquilada. La conversación era un hecho ineludible. Por el espejo retrovisor, notó que lo miraba de forma silenciosa. Arrancó el auto sin preguntarle el destino del viaje. Ante el silencio, optó por continuar con la inercia del encuentro. Se sentía más que interpelado por la mirada asesina del conductor, que estaba a la espera de aquel comentario que abriese la puerta a interminables anécdotas sobre los pasajeros que habían subido aquella noche, lo atorrantas que estaban las chicas, la prepotencia de las feministas y la arrogancia de “la yegua”.

Todo era cuestión de tiempo, y ante el inevitable apocalipsis, prefería dar vueltas por la ciudad antes que entablar conversación. Después de todo, aquel viaje a la deriva podría quizás traerle quién sabe qué destino extraordinario.

Según los médicos, había enfermado de esperanza, aunque su estado por el momento era saludable, es decir, controlable con algún que otro ansiolítico para dormir, y el viaje sin destino quizás le permitiera encontrarse por azar con algún viejo amor del pasado que lo curase del actual padecimiento, aunque tal espera era expresión sintomática de la enfermedad.

Por fin, el tachero rompió el silencio, pero no lo hizo para hablar con él, sino para utilizar el radio llamado del auto. Dijo con voz ronca:

-La construcción de la historia, como saber científico, necesita de restos arqueológicos, pero ¡ojo!, la construcción de una historia audiovisual o teatral, no. Éstas lo pueden tener en cuenta o simplemente utilizar la imaginación para el armado de la misma.

Gustavo Infante comenzaba a inquietarse, ya habían pasado diez cuadras y el conductor lejos estaba de preguntarle el destino, y más cerca de dar cátedra de quién sabe qué saber artístico. Optó por seguir consolándose, por el solo hecho de saber que, estando arriba del taxi, tenía más posibilidades de encontrarse con algún viejo amor del pasado.

-Explicate un poco mejor, perro, porque no entiendo tu concepto -se escuchó esta vez del otro lado del aparato.

-Lo que te quiero decir, pedazo de cráneo, es que el hecho estético del arte no es la estética de la ciencia. Aunque pueda utilizar técnicas para su desarrollo, no las necesita, no necesita de un método.

Gustavo Infante solo pensaba en que nunca pudo llevar a Gabriela a la cancha a ver a su querido Newell´s. Pensaba que quizás sería un buen plan compartir algo de lo que a él le gustaba, incluyéndola a ella en vez de sus amigos de cancha. Tal vez ella, por más que no le gustara el fútbol, valoraría el gesto de renuncia de esa tremenda previa en bares con amigos futboleros, antes de ingresar algo ebrios empujándose al estadio.

Apartó su pensamiento, el conteo del reloj ya sumaba varios costosos pesos y lejos estaba el destino por el cual había tomado el taxi, incluso quizás tampoco lo recordaba. Sus pensamientos de cancha con Gabriela se iban desvaneciendo e iban cobrando forma los estímulos audiovisuales de lo que en el interior de aquel auto ocurría.

-En el arte se puede contar cualquier historia, en cambio en la ciencia solo aquellas que tienen sus fundamentos en los restos empíricos recolectados...

Fantástico, este tipo es un gran drogón, pensó Gustavo Infante.

El tercero de la escena reía a carcajadas, a lo mejor aludiendo a que no estaba para contradecir la sapiencia de su colega, sino desacreditarla con unqué puto que sos vos”.

-Andá a la concha de tu madre vos, cabeza de termo -dijo entre risas.

Giró la cabeza y por fin lo miró directo a los ojos, afirmando:

-¿Ves?, este cabeza quiere hablar del arte y de las corriente Nouvelle Vague del cine francés, no entiende nada, se cree que el cine se agota en el neorrealismo italiano, no sale de Roma, ciudad abierta de Rosellini, o la trilogía del proletariado de Victtorio de Sica, se piensa que todo termina ahí, porque te habla de la Roma hecha poronga de Umberto D, a nadie le importan esas película en blanco y negro, ya nadie se sensibiliza viendo colas de jubilados pidiendo aumento o un viejo de mierda en un banco de una plaza con un perro, se cree culto -hizo una pausa a su monólogo entre risas y continuó. "Decime flaquito, vos, ¿qué opinás?".

Gustavo Infante, a esta altura, ya estaba nervioso. La verdad era que había visto una sola película italiana, podía zafar recordando lo que alguna vez había escuchado en boca del papá ebrio de su amigo de la infancia, Esteban. Aquella tarde, luego de una siesta, el hombre se había levantado todavía algo mareado por el alcohol del mediodía, y al salir al patio de la casa, se había llevado por delante la bicicleta que usaba para ir a trabajar, se había dado un golpe fuerte para luego arrojar no menos débiles insultos al destino. Ante la mirada atónita de Gustavo Infante y su hijo, el ebrio padre dijo: ¿Saben?, la bicicleta es lo más preciado que hay, me lo dijo mi padre luego de ver la película Ladrones de Bicicletas”.

Utilizó aquella anécdota que se le hizo presente para contestarle al conductor, porque no podía sentirse menos culto que un tachero, que hablaba de cine italiano y francés, y hasta tenía una teoría sobre la naturaleza del arte. Entonces, tomando coraje, dijo:

-Antes de que me dejes en la esquina, que es mi destino, creo que no hay mejor película que Ladrón de Bicicletas. Nunca la había visto pero ahí estaba esta película para rescatarlo de la ignorancia. El auto frenó en la esquina, el tachero apagó la bandera y respondió:

-Caballero, es una gran película, simplemente trata de un hombre que cuida lo único que tiene para ir a trabajar, su bicicleta. Es una gran película. La preferida de mi padre. Por favor, vaya, el viaje es regalo de la casa.

Gustavo Infante bajó del auto, lo miró y preguntó:

-Disculpe, ¿su nombre?

Mientras se iba, el chofer gritó sacando medio cuerpo de la ventanilla:

 

-¡Esteban!