En la Argentina el trabajo no sólo es la principal fuente de ingreso de los hogares, o el gran organizador social del tiempo de las familias sino que también representa la vía principal de acceso a la cobertura de seguridad social y salud. En este sentido, es interesante reflexionar sobre los distintos proyectos de ley para reducir la jornada laboral. El debate en el Congreso se centra en si menos horas trabajadas impactarán en una mayor o menor productividad del trabajo y si permitirá generar empleo genuino.

Para comenzar, cabe recordar que la jornada laboral está instituida por una ley de casi cien años -Ley 11.544 de 1929-, que establece un máximo total de 48 horas a la semana, divididas en 8 horas por día, o 9 horas si excluimos los sábados. De aquel momento al día de hoy, muchas cosas han cambiado. Los proyectos buscan reducir la jornada en algún caso a 40 horas, en otros a 36 horas, e incluso se plantea una semana de cuatro días laborales y tres de descanso.

Los países de la OCDE ya limitan la jornada al menos a 40 horas. Allí incluso han avanzado en su reducción Chile -mediante la reciente Ley 21.561- y México -actualmente en debate-. Las experiencias en términos de jornada laboral reducida han sido en general positivas, permitiendo mantener o incrementar la productividad y reduciendo las licencias por enfermedad y el ausentismo. Todo ello se ha logrado sin una disminución proporcional de los salarios.

En nuestro país, el escenario es particularmente propicio para avanzar en este camino. Si bien, como señala la CEPAL, los aumentos de productividad laboral en los últimos cincuenta años han sido inferiores aquí que, en la economía estadounidense, ese incremento no fue acompañado por un aumento del salario real de los trabajadores.

La situación en términos de distribución funcional de la renta -cuánto de lo producido se lleva el capital y cuánto el trabajo- muestra un fuerte retroceso del conjunto de los trabajadores especialmente en los últimos años. De acuerdo a un reciente informe del CEPA, entre 2016 y 2022, la caída de la participación de los asalariados ha sido de casi 7 puntos. Del año 2019 para acá, la productividad laboral por puesto subió un 14 por ciento y los ingresos reales de los asalariados sólo un 2 por ciento, por lo que el 83 por ciento de la mejora en la productividad laboral de los últimos 3 años se lo quedaron las empresas.

Esto se suma al hecho de que desde el año 2020 a nuestros días, el crecimiento de empleo -que permitió reducir el desempleo a casi el 6 por ciento-, ha generado ocho de cada diez puestos en la informalidad, es decir, sin prestaciones sociales, aguinaldo ni vacaciones pagas. Esto significa que los jóvenes que se incorporan al mercado de trabajo lo están haciendo en condiciones precarias.

En síntesis, una reducción de la jornada laboral, más que aumentar el empleo permitiría formalizar vínculos laborales precarios. En cuanto a la pretendida reducción de la productividad, no hay elementos para apoyar dicho argumento. Al contrario, en los últimos años, con peores condiciones de trabajo, los aumentos de productividad fueron en gran parte capturados por el sector empresario. Menos horas trabajadas significarán una mejora en la calidad de vida que redundará sin dudas en un más equilibrado reparto de las rentas y un crecimiento de la economía en su conjunto.

(*) Investigadores-docentes de la Universidad Nacional de General Sarmiento.