La culpa la tuvo Borges. Era el año 2002, y yo tenía un programa en LT8. Quería escribir sobre el paso de Borges por Rosario y no me salía nada. Recordé que tenía en mi archivo una nota del año 1995 sobre un libro que se llamaba Borges en Pichincha, escrito por un tal Vila Ortiz. Qué mejor que hablar con este tipo, pensé. Lo busqué en la guía; llamé y me atendió su hija. Me dijo que su padre estaba en el semiexilio viviendo en la casita del Sindicato de prensa de Rosario, que me fuera hasta allá y que, si era sobre Borges, seguramente sería bienvenido. Fui. Era viernes a la tarde, finales de octubre, calor. Toqué timbre. Una voz detrás de una persiana me preguntó qué quería. Le dije. Me pidió que volviera dentro de una hora, "porque justo me estaba bañando". Qué hombre grandote debe ser, pensé.

Volví a la hora señalada y puse record en el grabador. Sólo llevé un casette de una hora que quedó muy chico; estuvimos hablando hasta la noche. Supe que el motivo de la ducha prolongada fue que estaba acompañado con la que sería su esposa de los últimos años, Florencia. Me dijo que tal vez iba a la radio, al día siguiente, a la madrugada. En ese entonces mi programa, Pichincha, arrancaba a las 3 de la mañana. Fue. Eran mis primeras horas de radio, no estaba seguro de nada, y nadie me decía nada ni bueno ni malo. ¿Tenía sentido leer cuentos a esa hora, pasar fragmentos de música clásica, de jazz? Lo supe esa noche: cuando terminé de leer la editorial y le doy la palabra, me dice con firmeza,: "antes que nada quiero que sepas que estoy muy contento de venir a un programa de radio, porque lo que vos hacés es radio". Hicimos juntos Pichincha, a esa hora inhóspita, durante dos años.

Tal vez a esta altura del relato convenga aclarar que me crié en Santa Fe y que vine a vivir a esta ciudad a los 26 años. Sabía que Gary había laburado en La Capital, y que había escrito el libro sobre Borges, y nada más. Luego supe del cariño que había despertado su trabajo en radio y televisión porque cuando íbamos a tomar un café lo saludaban no menos de veinte personas en las pocas cuadras que caminábamos juntos.

Me enseñó sobre jazz, me alentó a escribir, y en cierto modo -qué suerte que pude decírselo‑ fue una especie de padre. Me explico: una de las funciones de los padres es la de decirles a sus hijos que lo que hacen está bien, que vale la pena. Habilitarlos, o algo así. Yo me crié muy guacho en esta profesión maravillosa de la comunicación y fue su voz autorizada la que me dijo que valían la pena Prévert y Cortázar en la radio, y que las cosas que yo escribía no estaban tan mal.

Un día tocan timbre en casa. Era él, trayéndome una cantidad de cajas de cartón, sólidas, lindas. Se estaba mudando a la que fue su última casa, la que compartieron con Florencia, y me regalaba las cajas que usaba para archivar papeles. Todas estaban etiquetadas con esa letra garabateada, tan suya, con títulos como "otoño, 1994" o "cosas sobre Onetti" y me miran ahora mismo, mientras escribo estas líneas.