A veces, con solo dejar morir, no alcanza: el dolor se vuelve un proceso lento y tortuoso, sin margen para una ínfima victoria. Hay casos en que el paciente, lo que tiene, es una urgencia: que lo ayuden a salir, que le hagan el favor. Para la ley, eso es matar.

El martes murió Adriana Stagnaro, quien militaba por una Ley de eutanasia. En una entrevista con Página/12 en mayo pasado había dicho: “Hay una negativa de índole cultural hacia la muerte, uno de los grandes tabúes de Occidente: se la niega. Por eso no tenemos una ley que la habilite”

Ella le temía, claro. No a la muerte en sí --no creía en el cielo y el infierno-- sino a los momentos previos, al riesgo de ahogarse consciente, a los dolores musculares intensos, a la degradación extrema del cuerpo. Por momentos se burlaba de ella. Y se llamaba a sí misma, “la momia”. La esclerosis lateral amiotrófica (ELA) hacía que los músculos respondiesen cada vez menos a sus órdenes. Ella lo denominó un proceso de momificación en vida: “Me despierto toda rígida; la espasticidad que siento en las extremidades también está en los órganos internos; cuando me muevo en la mañana, todo me hace crack: las piernas, los huesos y los tendones, crujen. Entonces viene la cuidadora y me afloja, me masajea”.

El suicido no era solución: “porque a veces sale mal y una puede quedar peor”. Y tampoco la Ley de muerte digna por sedación, que permite retirar un tratamiento para dejar morir: “solo se aplica en extremis mortis y los médicos paliativos dicen que no estoy así”.

Siempre supo que por la burocracia anquilosada del Poder Legislativo, una ley le llegaría tarde a ella. Pero luchó igual, por los que quedamos. Militar sus derechos pasó a ser la razón de su vida: no quería morirse sin intentar ganar la posibilidad de morir cuando quisiese. Aunque de antemano tenía la carrera perdida. Pensaba más bien en pasar la posta. Corrió todo lo que pudo, en su silla de ruedas.

El derecho a una muerte voluntaria, cuando lo que resta es la “mera vida”, aun no existe en Argentina. Esa elección del fin es lo único –lo ínfimo y lo tanto-- a lo que podría aspirar esa persona. Y se le niega el “derecho a morir de la propia muerte”, como lo llamó Rainer María Rilke en su agonía, cuando ya no quiso más médicos. ¿Cuál es el sentido de esta negación? ¿Qué pudores retrógrados la causan? ¿Cómo no se les ha ocurrido antes a quienes tienen por oficio legislar? ¿Cómo es que el derecho a morir no está equiparado al de vivir?

La eutanasia existe como existía el aborto. Tiene incluso más consenso que el aborto. Se legalizará como el aborto. ¿Entonces para qué esperar? ¿Para qué hacer sufrir más? Es para cualquier de todos nosotros, sin excepción.

En una conferencia meses antes de morir, Adriana Stagnaro dejó pasmado al auditorio al ilustrar su padecimiento: “Los filósofos Adorno y Horkheimer escribieron que el proyecto del Iluminismo que nació con los griegos —del cual se ufana Occidente— se terminó en Auschwitz, la cumbre de la racionalización de la barbarie. El hecho de que a mí no me permitan terminar con suavidad el suplicio al que me somete mi cuerpo, es un acto de suma irracionalidad. A tal punto de hacerme pedir, suplicar, arrodillarme y tener que judicializar un derecho que es mío y personalísimo. Esto es de una crueldad tan grande —incluyendo al Legislativo, al sistema médico hegemónico y al sistema judicial— que convierten a mi cuerpo en mi propio Auschwitz, un campo de tortura casi permanente.

Adriana imaginaba su muerte así: “Morir plácidamente como viví, aquí en el living de mi casa en Buenos Aires --rodeada de libros en las paredes, cuadros tropicales de Salvador de Bahía y fotos de viajes con mi marido, el antropólogo Hugo Ratier-- en compañía de mi única hija política, mi psicoanalista Ana María Giner, el doctor 'Pecas' Soriano y mis amigos íntimos. Brindaríamos con champagne y bossa nova de Dorival Caymmi para evocar a Hugo, quien cantaba y tocaba el pandeiro; hubiese querido morir en sus brazos, siempre se lo decía”.

Pero fue de otro modo. Hugo murió antes y ella alquiló una casa en las sierras de Córdoba para estar unos días en la naturaleza y cerca del doctor Soriano, autor del libro Morir con dignidad en Argentina. Adriana se alimentaba con yogurt y flanes, y se ahogaba con su saliva. Hablaba a duras penas o tecleando, como lo hizo con Página/12 casi hasta su último día. La enfermedad había avanzado mucho y se broncoaspiró tomando agua. El doctor Soriano relata el resto:

--Fuimos con un médico paliativista y la estuvimos atendiendo. Leímos su voluntad anticipada con él y las dos cuidadoras de Adriana, escrita minuciosamente por ella misma –era escribana y antropóloga-- y decidimos en función de eso: cero internación y hacer una sedación paliativa terminal. Estaba muy deshidratada. Le explicamos que íbamos a cumplir su deseo, que la íbamos a dormir y no iba despertar más. Y nos dijo muy bajito, ´estoy feliz de cumplir mi sueño, hubiese querido que fuese en mi casa, pero estoy con mi gente querida; por fin, voy a volar en paz´. No lloró. Estaba muy contenta porque se terminaba su sufrimiento existencial. La sedamos y se fue durmiendo con una sonrisa, tomada de las manos con nosotros a cada lado. Estuve con ella todo el lunes y falleció en los primeros minutos del martes. No fue una eutanasia, pero ella se la hubiese hecho antes, de haber tenido ese derecho. Y no habría llegado a la instancia indeseable en la que estuvo. Estoy triste y contento a la vez; por fin se cumplió su voluntad. Murió en paz, sin ningún tipo de dolor.

Frente a Página/12, Adriana había dicho: “La palabra sedación me suena a la tersura de la seda”.

Ya de por sí, sería indigno tener que pedirle la venia a un juez para morir. Pero ni eso existe. La muerte no siempre es una derrota. Y la vida no es una obligación. Cuando no hay nada que curar, ni casi qué paliar, puede ser insoportable: la impotencia de luchar por morir y no poder. Quien se quemaba vivo en las Torres Gemelas, saltó. Quien se va cociendo a fuego lento en una cama, no puede saltar. Lo que necesita es que alguien, humanamente, lo conduzca. Cuando el paciente quiera, con dulzura y sin dolor. Adriana se fue sin pedir permiso. Igual, nadie se lo iba a dar.