En las afueras de la ciudad de La Plata, un puñado de mujeres migrantes del norte del país y del sur de Bolivia se organizaron desde hace algunos años en una red de contención, articulando con la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT). Lo primero fue conocerse y empezar a escucharse. Una de ellas, Magalí, tiene 41 años, nació en Tarija, sur de Bolivia, y con 16 años llegó a Salta, donde vivió dos años y nació su primer hijo. Luego tuvo otro hijo y una hija más. Se crió con su abuela, quien le enseñó a cocinar y a trabajar la tierra. En aquellos tiempos, también había espacio para vivir la infancia, y recuerda que de noche jugaba a las escondidas con sus primos y primas. Desde el 2000 vive y trabaja en la localidad llamada Abasto, plantando verduras junto a su familia: “Primero de manera convencional” –como llaman a la forma de cultivo con agrotóxicos- “y ahora ya sin venenos.” Ella y su compañero son “medianeros”, significa que la tierra no es de su propiedad, sino que la trabajan y no pagan alquiler. Trabajan la quinta y comercializan lo propio, pero también trabajan para el patrón, que en general sí utiliza maduradores y químicos en sus cultivos. El arreglo económico es de un 30 por ciento para ellxs y el 70 por ciento para el dueño de la tierra. En las dos hectáreas que tiene, Magalí pasa el tractor y luego planta habas, acelga y lechuga morada. En su parte, todo es agroecológico, nada de venenos ni agroquímicos. Magalí además atiende el comedor para niñeces, ubicado a pocas cuadras de su casa. Dice que el plato que mejor le sale es el chancho al horno. “Tratamos de darle a los chicos estofados porque va con muchas verduras, pero no le echamos latas.”

El recetario que se pasa de generación en generación, también es un linaje familiar de memorias y recuperación de sus ancestras y, en el área de alimentación donde trabaja, además de pensar lógicas sanas y un cambio de alimentación, construyen lazos en base a la inclusión inmigratoria. En la mesa donde se realiza esta entrevista, al costado de su casa y rodeada de la tierra que cosecha, también está Estela, otra compañera trabajadora de la tierra que vive a algunos kilómetros de Magalí, en Etcheverry. Y comparten la charla Nuria Caímmi y Gloria Sammartino, ambas antropólogas. Todas forman parte del área de alimentación de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT). Entre mate y mate, Estela hace un recuento de las comidas que se fueron perdiendo y que ellas recuperan: mazamorra y sopa de frangollo, dice, que se hace con maíz partido triturado.

Trabajar la tierra también tiene su zona más sórdida, que es la distancia y el aislamiento que a veces se produce entre unas y otras. En ese sentido, Magalí cuenta que relacionarse con la UTT fue poder aprender a vincularse con otras personas: “Hasta con los que somos vecinos no nos conocíamos y con el área de alimentación me di cuenta de que, con las verduras que cultivamos, podíamos hacer comidas sanas y ricas. Antes compraba en mayoristas, todo en cajas, todo ultra procesado. El taller hizo que me diera cuenta de que podía combinar ciertas verduras y generar otras comidas, eliminando lo ultra procesado. Así fui tomando conciencia de la buena alimentación”. Su compañera, Estela, agrega que “en los talleres de nutrición, tomamos conciencia de nuestro cuerpo”.

En la actualidad, el proceso de concentración alimentaria tiene una contracara en la alternativa comunitaria que propone la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT), que lucha por el acceso al alimento sano, sabroso y soberano. Desde 2010 son una organización gremial que busca representar al sector de pequeños y pequeñas productoras de alimentos, impulsando estrategias de producción y comercialización, el derecho de acceso a la tierra, la agroecología y soberanía alimentaria, con un anclaje en la perspectiva de género, pilares fundamentales en la disputa contra el modelo de producción vigente.

Estela cuenta que nació en Jujuy y vive en el cordón hortícola platense. Dice que desde siempre hizo la quinta, cocinó, llevó a sus hijxs a la escuela y después iba a buscarlxs. “Siempre enfocada en eso, que a diferencia del hombre se olvida del horario o se va. Nosotras como mujeres hemos cambiado, ahora decimos: es igualitario, si yo hago una cosa, que él haga otra, basta de hacerlo solas. Compartir las tareas.” Cuenta que cambió mucho. “Fue un cambio duro para mí misma porque me quedé sola, con mis hijos pequeños para organizar la economía de mi casa, pero salí adelante.” Ahora trabaja en la comercializadora de la UTT en Avellaneda. Se levanta al alba y vuelve por la tardecita. Dice que trabajar en las quintas es solitario y si no existe una organización que genere encuentros, es muy complejo armar red entre ellas: “Es necesario porque compartir, hablar y escucharnos nos abre los ojos. Aprendimos a revelarnos aunque nos digan que nos llenan la cabeza, ya no pensamos igual. Hoy en día soy otra. Aunque todavía haya compañeras que están en la quinta y dependen del marido. Cuesta aprender, entender y decir”.

Estela además es delegada. Habla de ternura y de ser conscientes en el trato con sus hijxs. Ambas se formaron en distintas áreas de la UTT, como la de género y la de alimentación. “Aprendí de mi mamá, que me enseñó a hacer de todo.” Eulalia, que se suma a esta conversación, también es delegada y vive en El Pato. Cuenta que compró las dos hectáreas que cultiva con mucho esfuerzo. Llegó desde Tarija, como Magalí, trabaja en la quinta y desde hace ocho años todo lo que planta es orgánico. “Nunca le puse un veneno a la verdura”, señala. En su quinta tiene también su casa y un espacio donde se organizan reuniones y se preparan los bolsones para las ventas. “Algunas personas que me compran también vienen a conocer la quinta, y yo no tengo ningún problema. Muchas señoras nos agradecen por lo que hacemos, porque dicen que les damos salud.” Estela, Magalí y Eulalia están organizadas, se ayudan entre sí y sostienen la organización de talleres. Arman entre ellas una red de cuidados.

Ellas hacen sus territorios de cultivo y formación política con perspectiva de género


Comidas con memoria

En un taller del área de alimentación cocinaron trufas de legumbres. Había cierta desconfianza porque mientras se realizaba el taller, se observaba a niñes que iban y venían con caramelos. Con ese contexto, se intentaban abrir nuevos saberes. Cuando un muchacho de unos 25 años probó una trufa, dijo: “Esto tiene mucho gusto a cuando era niño pero no recuerdo a qué”. Estuvieron un rato pensando y no se acordaba a qué era. Finalmente contó que su abuela plantaba lentejas y a veces hacía un postre que mezclaba con otras cosas. “Los sabores tienen una memoria, y ese disparador permitió la asociación entre comer una trufa de legumbre y el recuerdo de su abuela. Que los alimentos se asocian con la historia propia y local, con una plantación y una familia, creo que por ahí vamos”, cuenta Nuria Caímmi.

Nuria y Gloria también son investigadores del Conicet. Las dos acompañan el trabajo del área de alimentación de la UTT a nivel nacional. “Es importante resaltar que como nuestra organización es una organización gremial que trabaja en pos de productorxs de alimentos, nuestro rol no es el protagónico ni mucho menos, acompañamos y somos una pieza de un engranaje mucho mayor. La idea es desarmar los espejitos de colores que nos ofrece este sistema alimentario, las claves que da el hecho de entender cómo está conformado, cómo funciona la publicidad, qué pasa con las desigualdades de la división sexual del trabajo que trae el patriarcado.”

¿Qué envuelve la idea de Comidas y Bebidas de la Tierra?

Gloria: -Empezamos a llamar Cocinas de la Tierra (untables de la tierra, bebidas, golosinas de la tierra), para nombrar algo que veíamos en los talleres y en el compartir con nuestras compañeras: la cantidad de preparaciones líquidas, como jugos o postres que se realizan a base de semillas, maíces, verduras. Argentina, según la Organización de la Salud de América, es uno de los países donde más se consumen bebidas ultra procesadas. Las personas que trabajan la tierra también lo consumían, entonces notábamos una contradicción: los y las productorxs con un altísimo consumo de estas gaseosas o jugos saborizados y paralelamente la permanencia de recetas que traían de su tierra. Hay que entender estas bebidas no solo por la importancia nutricional, sino porque en Argentina una de las Enfermedades Crónicas No Transmisibles (ECNT) más fuerte es la diabetes. Estas bebidas de la tierra tenían ancladas en su existir una memoria y un territorio originario, especialmente en este contexto de migración y desarraigo como es el cordón hortícola, donde familias enteras se mueven desde el norte o el sur de Bolivia y llegan a probar suerte acá. Las bebidas son una forma de territorializar, de recrear ese territorio que se tuvo que dejar a la fuerza en busca de trabajo.

Gloria subraya que el modelo industrial de alimentación transforma a los alimentos en productos, entonces no tienen historia, no tienen geografía. “En cambio estas bebidas están hablando de un montón de cosas, aparte del aporte nutricional: están hablando de lazos familiares y comunitarios, pero también de formas de aprendizaje, de recreación del territorio. Nosotras no hicimos más que sistematizar eso que veíamos y aprender a hacerlo, como se pueda, porque hay diversos aprendizajes en las cocinas que exceden la oralidad.” Así aparecieron bebidas de maíz morado, de maní, de quínoa o quínoa con manzana, de centeno, de cebada, de lino, de soya, de girasol, de flores de Jamaica. Nuria agrega: “La mayoría de estas preparaciones tienen una raíz andina, de hecho si nos escucha alguna compañera del norte de Bolivia, lo va a pronunciar en Kichwa, pero nosotras también tenemos compañeras paraguayas (en el cordón hay un porcentaje de migración paraguaya y peruana), entonces lo que venimos revalorizando es el saber de plantas medicinales, propio de la geografía litoraleña con sus montes. Esto da cuenta de cómo cada pueblo andino con sus granos y semillas, o más lindante con la selva, con sus plantas medicinales, busca las maneras de crear bebidas en las cuales se condensan propiedades medicinales y la historia de ese pueblo y de esa familia. Después viene la industria, anula todos esos saberes, homogeneiza con uno artificializado”.

¿Qué se aprende con estas articulaciones?

Gloria: -Se aprenden lecciones de formación política de nuestrxs compañerxs, quienes producen los alimentos que según las guías alimentarias, son los que tenemos que comer para tener salud. La mayor parte de ellxs, sobre todo el periurbano bonaerense, no es dueñx de su tierra, alquilan bajo condiciones de mucha precariedad y desventaja. Se aprende, de la fuerza de la importancia concreta y palpable de la organización comprometida, el diálogo, la escucha y del esfuerzo que implica llegar a acuerdos, para generar acciones coherentes que se desprenden de los mismos. De a poco y con dificultades, los logros son palpables, tal vez a escalas pequeñas, pero eso implica saber que las experiencias se están llevando adelante, y que con gobiernos capaces de proponer políticas públicas acordes, el cambio podría materializarse con mayor contundencia.

Además de los saberes y las prácticas culturales de los pueblos, se suma que la producción de alimentos sea de base campesina, que las semillas sean libres y no estén patentadas y que no se contamine con el uso de agrotóxicos. Ahí hay una pedagogía que se realiza a través de talleres, un trabajo que se construye.

Gloria: -Buscamos acompañar articuladamente proyectos de soberanía alimentaria. Nuestro quehacer está marcadamente puesto en la realización de talleres de alimentación sana, segura, sabrosa y soberana, donde a través de distintas herramientas pedagógicas fuimos adaptando y creando entre todas las integrantes del área poner el ojo crítico en los ultraprocesados que en la actualidad están masivamente disponibles, entendiendo que estos productos nos generan enfermedades. También buscamos ahondar en quienes producen estos alimentos, qué pasa con nuestro país y qué sucede con los monocultivos. Nuestro quehacer implica llevar adelante procesos de formación de promotorxs. Una de las particularidades que tenemos es que directamente “ponemos la manos en la masa”. Todos los talleres implican la práctica de realizar preparaciones con verduras agroecológicas, semillas, legumbres, frutas; implica, tocarlas, olerlas, cortarlas, prepararlas y degustarlas. Allí donde aparece la magia, y las diferencias que existen con muchos talleres de educación alimentaria que existen, pues todas las propuestas, podría decirse del orden de lo conceptual, tienen que pasar por el cuerpo. Ahí aparece el click.

Gloria y Nuria vuelven a subrayar que acompañan un proceso que las excede, porque no son ellas las campesinas, aunque la lucha campesina les cala profundo. “Esto siempre lo resaltamos en los espacios de construcción, porque a veces queda asociado a la blanquita es la que manda o la que enseña. Y acá queremos dar vuelta ese paradigma, no estamos en el centro de escena por más que sepamos que somos una pieza fundamental en el engranaje. Este tipo de metodología campesinx a campesinx, implica que, por ejemplo, en el taller no caigo yo sola, o yo con una nutricionista, y nuestro saber experto, nuestra apariencia de ciudad y nuestra verborragia típica de quien quiere educar o civilizar.”

Se pone de relieve la triple carga, ligada al trabajo productivo y reproductivo en sus hogares. ¿Qué recogen en este sentido?

Nuria: -A veces hay categorías que nos iluminan para pensar la realidad, pero después en la ruralidad hay que desandarlas, pensarlas y repensarlas. Por ejemplo, el trabajo productivo y el reproductivo en la quinta están entreverados. La crianza y el cuidado se hacen en las quintas. Y acá hay una discusión contra la abolición del trabajo infantil en las quintas, desde la normativa y desde muchos organismos institucionales, exigen que un pibe que esté con su mamá en la quinta es trabajo y hay que penarlo severamente. Ahora bien, lo que vemos, es, sin romantizar, porque estamos hablando de uno de los lugares con más veneno del país, que en ese estar en la quinta se dispone un aprendizaje, una construcción de conocimiento tan valioso, que no hay institución educativa que pueda reemplazarlo. Y esto no quita la asistencia a la escuela. Los pibes van a la escuela, llegan y están con sus padres en la quinta. Entonces, volviendo al trabajo productivo y reproductivo, en lugares donde la unidad doméstica coincide con la unicidad productiva, se hace en paralelo.

“La agroecología es libertad”, como elemento disparador de autonomía y libertad.

Gloria: -“No hay agroecología sin cocina y sin cocina regional. Buscamos conectar la idea de qué tan importante es la producción y comercialización agroecológica para lxs productorxs, como poder consumir, por gusto, por placer, por salud y por convicción política las comidas sanas, seguras, sabrosas y soberanas. Lo cual no es siempre fácil, implica volver a adaptar paladares, poder dividir tareas para cocinar, que es un gran trabajo, y no que termine recayendo sobre las compañeras que trabajan a la par de los varones, implica obviamente revisar la cuestión del acceso a los alimentos, de los precios, lo cual nos conecta con factores macroestructurales, nuevamente.

Nuria: -Implica libertad porque se opone a la dependencia, que es lo que el modelo convencional propone, no ser dueñx de tu tierra genera que todas las decisiones sobre qué producir están dadas por otrx, que caen con las medidas de veneno para tirar. Libertad, también en los procesos de crianza y cuidado, que los hijos puedan andar sin miedo a tocar o consumir algo que los intoxique. El hecho de pensar que la agroecología es algo emancipador es tener perspectiva histórica: tenemos pueblos que hace cinco mil años que adiestraron el maíz, que tienen cien generaciones arriba que cultivan. Lo mismo pasa con las cocinas, la memoria está ahí.