Desde Barcelona

UNO Rodríguez no lo olvidó nunca y jamás lo olvidará; pero volver a leerlo es (la misma emoción de su infancia pero, aun así, ya entonces no una emoción infantil) como si fuese la primera vez. Otra primera vez, la primera vez de muchas veces, siempre recomenzando como el mar de aquel poema, como este mareo:

"Abrió la puerta con una llave y entró, seguido de un joven que se quitó torpemente la gorra. Su rudo atuendo evocaba el mar, y era obvio que no estaba en su elemento en aquel espacioso vestíbulo. No sabía qué hacer con la gorra, e iba a guardarla en el bolsillo del abrigo cuando el otro se la cogió. Lo hizo en silencio, con naturalidad, y el joven se lo agradeció.

'Él se hace cargo –pensó–. Me echará una mano.'

Siguió a su compañero balanceando los hombros y con las piernas muy separadas, como si pisara la cubierta de un barco que cabecease. Las amplias habitaciones parecían demasiado estrechas para su paso bamboleante, y temía que sus anchos hombros chocaran con las puertas o tiraran los adornos de las repisas. Se movía de un lado a otro, multiplicando los obstáculos que existían únicamente en su imaginación. Pasó angustiado entre un piano de cola y una mesa llena de libros, aunque había espacio para media docena de personas. Sus brazos fornidos colgaban inertes a ambos costados. No sabía qué hacer con ellos, ni con las manos; y, cuando en medio de su nerviosismo creyó que un brazo iba a chocar contra los libros, retrocedió como un caballo asustado y estuvo a punto de derribar la banqueta del piano".

Y después, enseguida:

"Mientras su amigo leía la carta, vio los libros sobre la mesa. En sus ojos brilló la misma avidez que en los de un hombre hambriento ante la comida. Una impetuosa zancada, acompañada del balanceo de sus hombros, le llevó hasta la mesa, donde empezó a tocar los libros con cariño. Miró los títulos y los autores, leyó algunos fragmentos, acariciando los volúmenes con los ojos y con las manos, y solo reconoció uno que ya hubiera leído. Los demás escritores y las demás obras le resultaban desconocidos... Escogió al azar un libro y se sumergió en su lectura, olvidando dónde se encontraba, con expresión radiante. Cerró dos veces el volumen, con el dedo índice entre sus páginas, para mirar el nombre del autor... Volvió a la portada... Se enfrascó nuevamente en el texto. No se dio cuenta de que una joven había entrado en la habitación. De pronto oyó decir a Arthur:

–Ruth, te presento al señor Eden."

Y entonces y ahí --Rodríguez recordando lo inolvidable-- el nombre del héroe.

DOS Fue Vladimir Nabokov quien postuló la idea --acertada-- de que no se leía un libro por completo sino hasta su relectura. Ese reencuentro en el que ya se sabía todo lo que iba pasar y en el que la única intriga era acaso la más profunda: la de reflexionar acerca de por qué pasó lo que había pasado mientras todo volvía a pasar ya no impelido por la fuerza del qué pasará sino del cómo no iba a pasar exactamente eso.

De poder aplicar el mismo principio a los movimientos editoriales, entonces esta más que pertinente reedición en Alba de Martin Eden --que en un momento de Pnin el nabokoviano anti-anti-anti-héroe sostiene en sus manos-- es una invitación agradecible y que no conviene demorar para el reencuentro con una de esas novelas. Así lo pensó Rodríguez cuando volvió a verla sin buscarla en la mesa de novedades por lo general efímeras y que difícilmente tenga alguna permanencia y mucho menos segunda vuelta o eterno retorno.

TRES Escrita durante una travesía de dos años por los mares del mundo al timón de su Snark, desencantado con las arenas movedizas de la tierra firme, Martin Eden fue publicada en tiempos en que Jack London (San Francisco 1976-1916) era no sólo el escritor más famoso de Estados Unidos sino el más leído en el mundo entero además de ser el mejor pago. Entonces, 1909, London ya no era simplemente el autor de las novelas perrunas más celebradas de todos los tiempos (El llamado de lo salvaje y Colmillo blanco) y de relatos marineros y enfebrecidos por la búsqueda del oro. London era también en virtual y virtuoso millonario socialista-ateo preocupado por el futuro (se le considera un pionero de la ciencia-ficción moderna y distópica así como de los derechos y protección de animales) y embarcado en la prédica de movimientos utopistas y multiculturales y eugenésicos (adoraba lo mexicano pero desconfiaba de lo chino). Lo que no había implicado su renuncia a ser el perfecto póster-boy para el perfecto narrador vitalista ("La función de un hombre es vivir y no existir" era su credo, que años más tarde reclamaría Hemingway) con eso del experimenta primero en la realidad y recién ponlo después por escrito en la ficción.

Y Martin Eden es acaso el más perfecto exponente de su doctrina a la vez que autobiografía encriptada (en lo que London reincidiría en 1913 con John Barleycorn, sus memorias alcohólicas) como ya lo había sido David Copperfield para Dickens. Martin Eden --a la que le canta Tom Waits, Bob Dylan evoca en sus Crónicas y que el joven Noodles lee en un baño de Érase una vez en América-- es, por lo tanto, una summa londoniana a la vez que muy intenso e iniciático künstlerroman. Un puro más revivir que vivir narrando en detalle el modo en que se forma y se deforma la pureza de un temperamento artístico y la manera en que la sangre se hace tinta y, por lo tanto, acaba manchando.

 

CUATRO Así, ese para Rodríguez inolvidable comienzo en el que el joven marinero Eden descubre el mundo de los libros y del intelecto y de la lectura en la aburguesada sala de la familia de la inmediatamente amada Ruth Morse (contracara de la proletaria y menos materialista y tanto más sabia Lizzie Connolly). Pero, también, aquí, los engañosos encandilamientos de y por la fama, las miserias de la industria del libro (incluyendo a fabricantes materialistas y a críticos vengativos y a colegas traicioneros y a revistas prostituidas), los excelsos ideales traicionados por los malos pensamientos y la profética autodestrucción como última obra de quien asume su inescapable destino. El de un solipsista isolato mellvilleano, amargado y delirante y finalmente superado por un individualismo marca Nietzche que acaba hundiéndolo y ahogándolo en la oscuridad. Antes, acaso lo más interesante y meritorio y original de la novela: el tránsito de un buen salvaje personaje a una no tan buen persona que se niega a civilizarse y aun así... Pero --por encima de todo pesimismo y desilusión con el oficio y de toda denuncia y diatriba contra el medio-- se imponen páginas extáticas y fulgurantes: pocas veces se escribió con más pasión acerca del reflexivo acto de leer como preliminar a la acción de la escritura. Pocas novelas, también, pueden resultar más convincentes, incluso en su pesimismo, a la hora de inspirar o fortalecer un vocación literaria. Le pasó a Rodríguez, le sigue pasando. Así que padres: están advertidos. Hijos: bienvenidos sean a bordo de esta obra maestra de Jack El Revividor, piensa un de nuevo mareado Rodríguez revivido, reeditado, releído.