Desde hace tres años me invitan a un ciclo en el que diferentes personas de la ciudad leemos, por una hora, poesía a los pacientes que están haciendo quimio en el Cemar. Desde la primera vez que me invitaron dije que sí. No obstante, todas las veces (nunca falla) es duro. Siempre hay algunx que está tapado hasta la cabeza, otrx que casi te putea, algunxs que aceptan pero no les importa, otrxs que con una alegría casi ajena al momento que están viviendo, te miran y dicen alguna que otra palabra cuando por fin se arma el diálogo. Las veces que he comentado o he hecho referencia a esta experiencia, siempre, suena lo mismo: "Qué difícil. Vos sos buena, generosa". Nada de eso. Ninguno de los calificativos tienen que ver con la mujer que va a leer a esa Sala. Soy completamente egoísta y miedosa. El miedo no discrimina. El amor tampoco. Tememos y amamos en la precariedad de los días.

El cáncer se enamoró de los hijos de la mujer que vivía en la esquina de mi casa. Era atea pero empezó a creer cuando se enfermó su hijo mayor. Sin embargo, a los pocos años se llevó al otro. Siguió creyendo para no morir. Tuve un novio al que el cáncer coqueteó largo tiempo con su madre. Pero su madre hizo de cuenta que no lo veía porque amaba profundamente a su padre. Como ella no se rindió a sus pies, la llevó también. La madre de este flaquito era su vida, su todo. Ya no estábamos juntos cuando esto sucedió. Recuerdo que pensé que iba a enterrarse con ella. Quise disuadirlo llevándole de una caja de lápices de colores. Cuando abrió el paquete, me dijo: "Mi mamá me regaló una más linda antes de irse". Al poco tiempo, este padecer que es angurriento, vino también por su padre. Sobrevivió. La muerte está siempre como defasada. Nunca pareciera ser su tiempo. Mi madre perdió a la suya a causa de brutal cáncer cuando tenía 18. Lo recordó durante años cada vez que ya no sabía cómo decirnos, cómo explicarnos cómo era el sufrimiento. Que había tenido que tomar decisiones y que había tomado las que había creído mejores (las del afecto). Ahora que tengo 36 años y puedo decir que ya le gané 18 a la Parca de los que mi madre les perdió con la suya. A veces, le escribo un mensaje y le aviso, le recuerdo que la quiero. No sé cómo sería la vida sin ella. Sería pero sin ella. Más invernal, más silenciosa.

Cuando aún estaba en la Facu, salió una película que se llama Mi vida sin mí. Una chica muy joven se enteraba que tenía cáncer. Después de eso, en vez de compartirlo, decidía vivir ciertas cosas (tener un amante, por ejemplo) y armar la vida que les quedaría a sus afectos (como si eso fuera posible). Recuerdo que pensé una pregunta que es me recurrente: ¿Qué haría yo? No le diría a nadie. No había más opciones.

 

Llegar a la Sala. Ver que será difícil. Sentir que compartir poemas propios y ajenos es una pavada y que no. Que la poesía puede ser como un lente que ajusta las emociones para que veas más profundo. Que demorarte cuando ahora la vida se cuenta en horas, en días, en meses puede ser un modo de estar, de vivir, de hacerle burlas a la Parca, de decirles que no le será tan fácil, que no podrá venir sola porque hay muchxs personas que lucharán porque lxs que allí están no se vayan tan fácilmente. Pese a que, como dice la uruguaya "Uno siempre está solo/pero/a veces/está más solo". La vida nunca es una vida sin lxs otrxs. No hay formas de proteger del dolor, tampoco de la alegría. No hay modo de parar la vida pero no la muerte.

Ahora que llego a la puerta, recuerdo que me pondrán una silla en el único lugar vacío de la ronda y que yo seré unx de ellxs y no, pero que podría ser. Me da miedo. Pero a los miedos hay que mirarlos. No bajarles la vista, sostenerles la mirada. "El miedo paraliza. Lo que no se mueve,  muere", decía una amiga. A los miedos hay que ahuyentarlos diciéndoles que no estamos solxs nunca. A eso voy a la Sala del CEMAR. A mirarlo fijo, a penetrarlo. Voy, paradójicamente, no a dejar palabras, sino a llevármelas. Palabras de aliento, de batalla. Las palabras de las personas que pelean cara a cara, que no bajan la mirada, que se animan a que la poesía pueda ser un momento para prolongar ese instante o una pavada que te recuerda que el tiempo corre rápido y que no sabés cuánto más correrá. Que ya no hay tiempo, que el tiempo es hoy. Quienes estamos ahí tenemos miedo. Miedo a morir, a la soledad, a sufrir, a que nos abandonen en ese momento, a que nos abandonen, a quedarnos solo con la cara de pinturitas que nos regalaron. Un resto de la presencia. Todxs lxs que están ahí son más valientes que yo y menos egoístas. Se abren y me cuenta sus fórmulas. Hoy me iré, como las otras dos veces, llena de palabras y con un poco menos de miedo. Puede que ya no me esconda debajo de la sábana cuando piense en el maldito cáncer.

 

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