Me arrogo un derecho. Que no es moco de pavo. La voz colectiva. Ja, la voluntad del pueblo, la soberana decisión, la asamblea constituyente. Casi como el bueno de Atanasio Duarte que de tan borracho le armó una corona de utilería a Saavedra -de azúcar, dicen, para endulzar sus tentaciones- y lo nombró rey en una fiesta en la que un centinela avispado o abombado o cómplice de los festivos o temeroso de los enojos no dejó entrar a Mariano Moreno, que se fue a los piques a agarrar la pluma y redactar su decreto de supresión de honores. Moreno hoy es una biblioteca y una calle y un partido del conurbano. La calle pasa por acá cerca y tiene su tramo onceánico. Antes de morir en alta mar quería que el nuevo gobierno se funde en los métodos más sobrios del contrato social y no en los entusiasmos alcohólicos de la fiesta popular. Ay, yo sin una gota, y siguiendo la senda del Atanasio. Cómo no hacerlo con las democracias desbarrancadas, las elecciones de utilería, los presidentes que surgen del resentimiento social y la sensación de catástrofe. La fin del mundo que llegó y nosotras acá. Por declarar tierra liberada al barrio más cosmopolita de la Argentina. Si Vasconcelos imaginó que de México surgiría la raza cósmica porque estaban todas las otras siempre al borde de mestizaje, imagínense en Balvanera, que apenas rasgado el nombre orillero aparece elOnce en el que no hay nación que se ausente ni etnia que lo desconozca. Ese Once, digo, así de múltiple y políglota, necesita gobierno, lengua y ley. Propios. Un contrato social para ese pueblo disperso y babélico. La que se arroga el derecho, que vengo a ser yo, sin gota de alcohol en sangre a esta hora, pero entusiasta y dulzona como el Atanasio, doy el primer paso, y así como Belgrano quería nombrar reina a la Carlota, acá nombro -y confío contar con la compañía de esta selecta asamblea- a María Moreno reina del Once.  Casi un acto de justicia retrospectiva, nombrar a la Moreno mientras el Moreno, Mariano -en un nombre está el otro y no me dejen abundar en torpes coqueteos con el significante- se ahogaba en agua y no en alcohol una vez derrotado. No sin temor: ¡qué plan de operaciones se traerá la rubia bajo el poncho!

A los dudosos, los que creen en las vanidades de la democracia electiva antes que en la ritualidad monárquica; a los tibios que no aceptan refundaciones ni autonomías territoriales; a los sorprendidos, les voy a cantar las cuarenta. O sea, las múltiples razones para que esta muchacha, que está acá sentada, se convierta en reina. Pruebas al canto, entonces, o vistos y considerandos que paso a relatarles de modo sino ordenado por lo menos sustantivo. 

Ya había degustado Once en su escritura. Pero en Black out, convierte el barrio en santuario  de una experiencia popular y umbral del desfile por la pasarela del alcohol.  Origen: hogar con madre química y padre fotógrafo; a medias conventillo y brote de casa burguesa; aspiraciones de otra ciudad y rincón plebeyo. Once, pasadizo, la abuela regentea la casa en la que conviven ladrones, policías y sobrevivientes de la shoa; mujeres de batón y bastón y algún maleante buchoneado, salido de la cárcel, invita a la protagonista con una ginebra. En homenaje a su tenaz amor de niña y la insistencia en mostrarle los calzones.Iniciáticas ginebras en el Alex bar. Recova, frente a la plaza. No La Perla, presumida de mitología rockera, reviente con brillo, sino ahí, en los arcos que cantó Arlt y caminó la Cándida de Niní. Hay que animarse. Y nuestra candidata se animó. Digo animarse, porque me acuerdo de quien hoy presenta esta candidatura cuando tenía sus 16 o 17 y se iba con alguna amiga al club pueblerino y hacía el esfuerzo de pedir algo fuerte, porque para incomodar a los habitués no alcanzaba con una birra al paso. La Moreno fue más a fondo y reinó informal en el Once abarrotado y en la Corrientes que nunca duerme. Y que no se diga que es destino, que nació ahí: ella se inventa mientras vive y vive mientras escribe una historia, y en esa historia elige Once para quedarse, para volver sin olvidar. 

Para la madre, entusiasta de la movilidad social y alquimista de líquidos, la plaza representaba “un foco, si no de bacterias, de las fuerzas sociales que el peronismo había alentado bajo la forma de la vistosa propaganda de la felicidad.” La hija díscola deambula por la estación, busca música latina, anda con el carrito del bebe, toma café vendido por migrantes rusas. Su populismo, escribe ahora, “era interior y carecía de público”. Otra que Laclau con sus significantes, Moreno va más allá o más acá: se detiene en la singularidad. Materialista, gusta de los puestos de feriantes, el revoltijo, el banco a la sombra. Populista, pero no del todo plebeya: el jockey del Alex le decía la Jackie o la Carolina de Mónaco del Once. Ah, se nos adelantó en la carrera. Avizoró, con el cuerpo arrojado sobre el lomo del wiski, el destino de la señorita a la que veía beber como un carrero. 

La Onassis de Balvanera sí tiene un corazón plebeyo. La visten los locales coreanos de Once y gusta del chifón. Nunca la vi tentada por el diseño palermitano, pero respeta las marcas prestigiosas. Ambas cosas son plebeyas: la baratija y el gusto por lo caro. Eso le permitió ver en la presidenta anterior una reina cercana, con las carteras Vuitton y las ínfulas de señorita iracunda. María escribió grandes columnas, pero ese no es el tema. O no es el corazón de su populismo, hecho de textura, olor, escucha del rumor callejero y algarabía. Su populismo no desvanece las cosas en el ácido sulfúrico del significante vacío, sino que es devoto de la ínfima diferencia. La imagino parada ante una de esas mesitas que venden estatuillas y objetos de culto e imágenes de devoción, degustando cada pieza, armando colección en su cabeza. Su populismoes amoroso. El reino de Once no tolera menos  que ese derrochón entusiasmo.

Lo suyo, dije, es la singularidad. Por eso es eximia retratista. En la pasarela desfilan sus amigos, personajes de una novela peculiar. ¿Importan los nombres que reclaman una creencia o importa más la aceptación del pacto ficcional? ¿Hubo un tal Alcides Zubarán o una Sandra Opaco? ¿Existieron Libertella, Uriarte o Briante? Me estremece uno en particular, especie de cura o generalinnominado, al que no puedo pensar personaje precisamente por demasiado conocido y muy querido y al que nuestra candidata despluma con su pluma airada y lo piensa, quizás como nadie, en lo hondo de su dolor y en la cerrazón de su narcisismo. “Lloraba como si su llanto fuera como el grito de un tero que canta en un lugar lejos del nido.” El llanto equivocado. Ya balbucea la oradora, ante la tarea que tiene. ¿Será necesario definir si estamos ante una memoria o una novela? Voy por el atajo y me hago la canchera: mis queridas, mis queridos, ya no hay tales fronteras de género. Error. Es otra cosa: la Moreno hizo un libro monstruoso, un frankenstein de pedacitos, un collage explosivo. Que es ambas cosas y más, autobiografía y ficción, teoría y ensayo. En un momento hasta ella se asusta y se pone mandona -consigo misma, la desdoblada-: “He pretendido escribir sobre Charlie Feiling y tengo la impresión de haberme demorado en mi padre y mi madre forzando luego asociaciones en donde es muy notable que me estoy comportando como un parásito al pegar a un retrato planeado uno de mi familia, con el pretexto de que Charlie parecía querer meterse en las de otros o porque solía hacer la apología del timo como arte (después de todo, el timo es una variante del chasco o viceversa y el chasco era el arte de mi padre)” ¿Vieron? ¡La escritora se vuelve crítica de su propio texto, se pliega sobre él para discutirlo y termina siendo más autocrítica que un militante del partido comunista! Nada mejor para una reina, que pensar lo que hace, los problemas de esa praxis y cuestionarse a cada paso. 

Ella escribe -sobre el personaje María Moreno- que tiene resistencia de ogresa y ficciones de comediante. Ahí está la cuestión. La novela de la vida que construye no es solemne. No burila una imagen decorosa de sí. Por el contrario, es brusca destitución, búsqueda de lo abyecto no en los otros sino en la propia vida, risa, salvaje risa sobre la caída. Una escename hizo llorar de tristeza: la personaje decide invertir los roles con el perro Dash y luego de morderlo se pone la correa entre los dientes para que él la agarre. El perro llora. De miedo. Yo también. Otra, me hizo reír hasta el llanto: un encuentro con un taxi boy con rasgos de raquitismo. Debe enfrentara la ogresa que además venía abstinente. La presunta violencia de una escena sado se resuelve como paso de comedia y las esposas en tortas que se estrellan ante la cara de los tres chiflados. Con final feliz, o sea orgasmo, una vez que el muchacho depone el seudónimo y se revela Elpidio, entregando el secreto nombre de tres generaciones de albañiles. Y ahí sí, la cosa sucede. Populismo dije. Populismo, también, frente al chonguito. Elpidio y no Boby.  “Amateurismo de zaguanero”. Enternecedor, el zaguán como retorno al barrio. O como diría Troilo: si nunca me fui. 

“Si escribo lo que escribo, ¿me desnudo?” se pregunta nuestra candidata.Nadie se desnuda en lo que escribe. Y ella lo sabe. Cultiva otros ropajes. Nada más elaborado que el traje de la sencillez. El harapo, como entre los linyeras, es acumulación de las escasas posesiones, pieza sobre pieza, barroquismo de la pobreza. Moreno juega a desnudarse mientras acomoda la pedrería de un tocado barroco. Después de proliferar en adorno, en mostrar a su personaje mordiendo a Dash y revoleando una mesa en la que está esposada por el andrógino Boby, después de contar borracheras, peleas, amores, hemorragias; después de poner el cuerpo en el sentido más estricto: como objeto de experimentación literaria cual performer que se tajea en público, María se deja sangrar en la narración, cuerpo que menstrúa, tambalea y goza; después de todo eso, con la carne al aire y a los gritos, y en el tono de Isabel preguntando ¿qué quiere usted de mí?, llega la idea de secreto. Algo no va a contar. Y lo dice. Lo secreto es por qué y por quién, con qué promesa y qué amuleto, dejó de tomar hasta el black out. ¿Se dan cuenta, avispados? Para reinar hay que saber andar desnudo simulando vestimenta -y ejecutar a los niños si te descubren-, también hacer proliferar la lengua y las imágenes mientras se guarda silencio sobre los asuntos claves. El barroco es el estilo de lo clandestino. El derroche que oculta. 

Moreno prolifera en palabra desnuda para no desnudarse. En imágenes de sí para carnavalizar toda idea de yo. Pone su nombre en juego para que nada pueda llevar un nombre propio. Y es del todo impiadosa a la hora de jugar el nombre ajeno. Desfilan sus amigos, en especial los cófrades de noches de bar y juerga que ya murieron. Una época se narra en cada retrato. ¿Por qué contar lo acontecido, por qué memorializar los años anteriores? Moreno le dedica a Ricardo Piglia y a Beba Eguía este libro. Que comparte edad de publicación con los Cuadernos de Renzi y la frase que titula el segundo tomo: los años felices. Fines de los sesenta. Busqué qué anotó Piglia en su diario el día que nací. O sea: mis años felices no fueron los mismos. Pero algo de felicidad compartimos los que escribimos para que no se desvanezca en el aire lo vivido: la década ganada en alegría callejera. O el presente como fin de época, cataclismo, revanchismo social sin precedentes. Frente a nuestro cosmopolitismo plebeyo el racismo ceñudo. Ay de nuestro Once que respira baratijas, desechos y una vitalidad insomne.

Moreno va de Once a Tigre, de Tigre a Once. Otras ciudades aparecen. Londres, México. Y los bares de Corrientes. La Paz. Parar en un bares tentar al encuentro casual. Antes del teléfono móvil, el tindel y el wasap. Parar en un bar es armar cardumen, para que la ciudad sea agua amable y el río transitable, allá entre las islas. María no cultiva la vida de pareja sino la de la amistad, no por más liviana sino por multiplicada. Escribe a sus amigos. El verdadero cementerio es la memoria, dijo un escritor. Sepultura a la que peregrinar, lugar de recuerdo, sitio para un homenaje que el dolor exige, íntimo recogimiento. Pero el dolor no puede impedir la risa. La reclama. El amor no suprime la crítica, la requiere impiadosa. María construye esta escritura como artefacto explosivo, la muy anarquista, porque no se trata de enjuiciar a otros sino de amar al prójimo como a sí misma, pasar la vida ajena por la misma valoración que a la propia. Preguntarle hasta el fondo de su abyección y el tembladeral de sus silencios. No se ama a los amigos, a la pareja, a los padres o a los hijos, o a quien sea, porque sean buenos. No hay merecimiento. Se los ama en su ambivalencia y su horror, en los egoísmos que traman con los propios, en las oscuridades y caídas. Aunque el que ama preferiría que no existan. La Moreno narra y hay que temerle. O aprender. Bioy Casares, cuando cuenta su larga amistad con Borges, no se priva de anotar: otra vez meó afuera del inodoro. ¡Qué vivillo! ¿Pretende escandalizarnos con eso o apenas dejar sentado su resentimiento con el otro, bajarle el precio? María prefiere contar cuando es ella la que mea fuera del tarro. Me permito creer que solo una mina podía ir por ese lado. El amor a Once exige ese saber sin condena de su ambivalencia. El modo populista de habitar. Impuros. Malolientes. Bares donde el alcohol se toma y no está en la pared para higienizarse las manos. Alcohol y sangre: fin de las noches en las bailantas. Las botellas rotas que se vuelven cuchillos. El mundo es impiadoso. Y feo. Ella lo sabe y lo paladea hasta el fondo del vaso. Lo ahoga.

Me puse larguera, de puro entusiasta y aunque creo que ya los tengo convencidos, va el último argumento. Gran escritora, lo sabemos. Y doy por hecho que las y los presentes vinieron con el monstruito ya leído y saboreado así que les pido rememorar juntos un capítulo. En el Tigre, cada vez que camina, entre mosquitos y vahos alcohólicos, hacia lo de su amigo Gumier Maier,María entona: ¿Dónde están mis compañeros?

“¿Dónde están mis compañeros?, decía mientras marchaba y, después, lloraba más fuerte”. “¿Dónde están mis compañeros? La frase me era opaca. Se me escapaba. El alcohol no podía explicarla. ¿Se refería a esos entre quienes no realicé nada? ¿O esos otros de cuya reciprocidad también dudo?”

“¿Dónde están mis compañeros?

Cuando iniciaba mi marcha ritual con su estribillo repetido tenía la impresión de haber hecho una promesa pero no recordaba cuál. Yo sabía bien que esos que imaginaba entre los árboles, a lo largo del camino y durante el día, y a los que a veces me atrevía a lanzar con mi petaca en alto un brindis mudo, no eran mis compañeros. No lo habían sido, mejor dicho yo no había sido la compañera de ellos. No sentía ninguna culpa, pero soñaba. Por qué no hacerlos revivir de algún modo.”

Los militantes, los contemporáneos que fueron arrojados al sacrificio, los que se hicieron insurgentes y que persisten como deuda. Los compañeros. ¿María escribe como sobreviviente?¿Los compañeros eran los asesinados por el terrorismo de Estado, los que decidieron el camino de la lucha política?, ¿es el grito solitario y repetido en el Tigre un modo del reclamo de aparición con vida: dónde están, dónde los llevaron? Podría ser. Ella, la rebelde que no dejó de señalarla moralina escueta de las militancias los reclama en solitaria marcha. Solita, como Olga Aredes, dando vueltas los jueves en una plaza de Jujuy durante años. Pero veo otra cosa en esa pregunta. Un llamado: vocifera, llora y camina buscando un pueblo. ¿Dónde están mis compañeros? No porque estuvieron y no están, sino porque siempre estamos a la espera de nuevos. Y si la sensibilidad es populista -un populismo íntimo-, su espera de compañeros es absolutamente política. Un grito al presente. A nosotros, que la escuchamos, y con la perfecta investigación de los agentes CIA y precisa ritualidad, decidimos, en este momento, proclamarla la reina de Once. Procedan.