El sábado 22 de octubre de 1955 River le ganó a Chacarita por 4 a 2 por el torneo de cuarta división y en esos 85 minutos de juego empezó y terminó una historia que me fue revelada hace algunos meses en la confitería del club. Un socio vitalicio me dijo: “ustedes los periodistas se hubieran hecho una panzada si llegaban a estar el día que a Francisco Cornaglia, centrohalf de River, lo sacó de la cancha la policía a los bastonazos, cinco minutos antes que termine el partido”. Imaginé la situación: la fuerza pública dejando a un equipo con diez era algo cuánto menos cinematográfico.

Cornaglia estaba jugando un partido increíble, había anotado un par de goles y la pelota no lo soltaba. Lo incómodo de esas mágicas intervenciones era escucharlo gritar a cada rato, “viva Perón, muerte a la oligarquía, gorilas vende patria y Evita inmortal”. Primero lo llamó el juez del partido que le dijo al oído que la termine que lo iba a rajar. “En qué parte del reglamento dice que debo ser expulsado por decir lo que pienso mientras juego”, le preguntó respetuoso Cornaglia. “Siga, siga” contestó el de negro para ver si todo se calmaba.

Por el contrario, mientras mejor jugaba, Cornaglia más insistente ponía y más fuerte arengaba a favor del gobierno depuesto. Entonces, dos policías que estaban al costado del campo de juego empezaron a ponerse inquietos. Uno le dijo al otro: “Si no hacemos nada y se enteran el comisario nos cuelgan y vamos presos nosotros, hay que meterse y decirle que la termine”.

Mientras tanto, Cornaglia metía un caño y una pisadita, se paraba sobre la pelota, levantaba su mano con los dos dedos en V y empezaba a entonar la marcha peronista. Al tiempo que escondía el balón y con gambetas cortas eludía jugadores de Chaca. Los dos efectivos de la Federal interrumpieron el partido y cachiporra en mano fueron en busca del “insurrecto” que seguía meta gambeta y meta marchita.

Lejos de escapar, o detenerse, el pibe de River pisó la pelota de nuevo, se puso las manos en la cintura y los esperó. “Pibe terminala o te llevamos al calabozo”, le dijeron. Cornaglia, los miró, los mandó a la mierda, les tiró un sombrerito, les hizo un amago hacia la derecha y salió para la izquierda y a espaldas de los dos efectivos durmió la pelota en el pecho y volvió a gritar bien fuerte “viva Perón carajo”.

Lo que siguió fue un descontrol total. Los dos efectivos lo empezaron a correr para detenerlo mientras los jugadores de River y Chacarita intentaban defenderlo. Al rato llegó un patrullero con más policías y tras media hora de batalla campal, lograron reducirlo y llevárselo esposado.

Cornaglia llegó a la dependencia policial, con la camiseta de River ensangrentada, con las medias bajas y sin uno de los botines. Tanto los directivos del Millo como los de Chaca se la pasaron todo el día negociando la libertad de Cornaglia. No pudieron hacer mucho, menos cuando se enteraron que en uno de los calabozos estaba el padre de Cornaglia, detenido una semana antes por organizar un festejo secreto del 17 de octubre.

“Eran tiempos complicados y el pibe no volvió a jugar en River, porque se la pasó un tiempito detenido en un instituto de menores. Después cuando salió, tuvo que ponerse a trabajar para parar la olla de la familia, ya que el padre estuvo guardado por varios años. Uno de los directivos de River se lo llevó a Cornaglia a su empresa en el más estricto de los secretos. Fue el año de la Revolución Libertadora y el directivo se la jugó. ¿Qué otra cosa podía hacer por un pibe del club?”, me dijo el vitalicio antes de irse.

La historia me dejó con los pensamientos atorados y me obligó a husmear en los archivos la veracidad de la historia. Sólo encontré una referencia al partido, a la fecha y al resultado, pero la falta de más datos me llamó la atención. Ahora, mientras cuento la historia, pienso que probablemente el socio vitalicio del relato haya sido el mismo Cornaglia y esa quizá sea la prueba más irrefutable de la veracidad de los sucesos. Ojalá lo encuentre de nuevo para llevarle la revista 1986 con la historia que se dignó a contarnos.

“Soy, pero no soy Cornaglia”

Estaba sentado sólo, en una mesa que parecía custodiar la salida y dándole la espalda a la concurrencia. Él me encontró a mí a pesar de que yo lo estaba buscando desde hacía semanas. Me llamó por el apellido y por el nombre de la revista. Cuando me acerqué fui directo: “Creo que Cornaglia es usted”. Se lo dije convencido, sin siquiera saludarlo y recordándole que la historia que me había revelado ya estaba publicada. El socio vitalicio levanto la vista, frunció la mirada y acusó: “Se dice buena tardes, ¿no le enseñaron eso sus padres?”.

Le pedí miles de disculpas y le conté de mi apuro por hallarlo para conocer qué fue de la vida de Cornaglia luego de aquel escándalo político cuando terminó preso por cantar la marcha peronista en medio de un partido de cuarta división ante Chacarita, en octubre del 55. “Me comprometí a seguir buscando pistas de la carrera de aquel jugador porque en la revista la historia impresionó y quieren ir hasta el final. ¿Siguió jugando?, ¿por qué no me dijo que ese jugador fue usted?”, le pregunté tratándolo como al propio personaje del relato.

“Cornaglia fue quien tiene ahora en frente de usted, y se podría decir que también fue quien leyó la nota en la revista 1986. Pero no en el sentido literal”, le escuché responder sin darme cuenta de que lo de “no literal” y lo de “fue” eran parte de la letra de otra música que no alcanzaba a distinguir. Luego me aclaró que Cornaglia jugó hasta el 60 y llegó a la reserva de River haciendo más de 100 goles, todos de una calidad incomprensible. “Otra que Messi” adjuntó a modo de descripción.

El socio vitalicio no hablaba en primera persona, pero en mi urgencia innecesaria por ir al grano del asunto no me di cuenta; sólo quería saber cómo levantaron la sanción y los líos con la policía y cómo fue que pudo seguir vistiendo la camiseta de River. “Veo que usted no se da cuenta de nada”, me regañó antes de destrabar el relato.

“Volvió en el 56, luego de unos meses de ostracismo. Se discutió mucho aquel verano entre los dirigentes, los entrenadores y algunos socios de la subcomisión de fútbol. Entonces se decidió ir por la ilegalidad para saldar las cuentas de una legalidad absurda. Cambiaron el documento”, se sinceró mientras terminaba el café con leche.

Y fue por más: “lo maquillaban un poco, le cambiaron el corte de pelo, le dejaron crecer algo de barba, hasta él mismo se hizo una cicatriz en la frente para poder seguir jugando. Usaba otro nombre para jugar, el mío. El fui yo y yo fui él, aunque yo no pude jugar más. Igual el fútbol no se perdió de nada conmigo y ganó mucho con Cornaglia”, explicó ante mi silencio torpe y difuso. “Soy, pero no soy Cornaglia”, sumó el socio vitalicio antes de saludarme e irse.

Me quedé atorado, con un ropero de preguntas por hacer y sin saber quién carachos era Cornaglia. Entonces, el mozo de la confitería de River me pidió que le pague la cuenta y me corrió de la nebuloza de interrogantes que baldeaban mis pensamientos. “Lo que consumió el amigo recién, ¿está pagó?” consulté. El mozo me observó con dudas y me dijo: “no vi a nadie, recién empezó mi turno, pero acá no tengo nada más que lo suyo.”

Saldé los gastos, dejé propina y me levanté para salir al playón de la platea San Martin para ver si aún estaba en el club. El socio vitalicio otra vez se había mandado a mudar dejando un nuevo rastro para esta historia.

Lo cierto es que Cornaglia tuvo otro nombre y otras hazañas y aunque su fama todavía vive entre las rejas del olvido, no tiraremos a los caños la posibilidad de descubrir hasta dónde llegaron las delicias de este jugador que honró la idiosincrasia de la banda roja cruzada sobre el pecho.

Cornaglia y el secuestro de la Copa

Esta vez lo encontré yo. La primera vez cuando me contó la historia de Cornaglia fue de casualidad, en la segunda él se acercó a mi mesa para hablar de aquellos fraudes honorables y en la tercera lo descubrí frente a la vitrina de las Copas con una foto añeja intentando encontrar el trofeo que Cornaglia alzaba en el retrato.

Lo saludé con cortesía, le pregunté por su salud e intenté con torpeza ver la fotografía. “Son todas las Copas más o menos iguales ¿quiere que busquemos una lupa para identificar la inscripción o el año?”. Su respuesta fue letal: “No, éstá no está, la sacaron en el 76, sólo la busco de tanto en tanto con la ilusión o con la esperanza de que la hayan devuelto”.

Entonces me dio la foto para que la observe. En primer plano había un flaco de piernas largas y medias bajas alzando una copa; tenía el rostro tachado con tinta china. Por detrás una docena de jugadores abrazados y colgados unos con otros. En lápiz, en el dorso, estaba escrito: “diciembre 1962, reserva River Plate”. “Ese fue el último partido que jugó Cornaglia”, me advirtió.

Dos preguntas se tropezaban solas con el sentido común; por qué habían tachado la cara de la foto y por qué la Copa ya no estaba más en las vitrinas. “No se apure, ustedes los periodistas siempre empiezan por el final antes que por el principio”, corrigió para silenciar mis interrupciones.

Cornaglia jugó ese partido con el nombre del socio vitalicio tal como lo había hecho en los años anteriores tras la sanción de octubre del 56. “Fue el último porque en cuanto terminó el partido agarró la Copa como si fuese de él y se la llevó al vestuario. Luego regresó al campo de juego, lo encaró al juez y le mostró su libreta de enrolamiento original. El juez no entendía nada. El nombre no coincidía con el de la planilla y se vio en la obligación de hacer un informe”, le escuché rememorar al socio vitalicio. Sin pausa agregó: “los del otro equipo se dieron cuenta que pasaba algo raro y el delegado se acercó, Cornaglia le confesó todo y le dijo que igual eran los campeones y que la Copa se la llevaba él”.

Esos detalles no aclaraban nada lo de la cara tachada y la ausencia de la Copa, apenas si cerraban un círculo en las andanzas futbolísticas de Cornaglia. Así que el contador de la historia confesó que la Copa se la llevó Cornaglia a lo de un amigo que fundía metales y le pidió una gauchada; que esculpa en el frente del trofeo las dos frases que empezaron con su calvario de jugar con el nombre prestado, “Viva Perón y Evita inmortal”.

Eran tiempo graves para esos pedidos y más aún para que la Copa pase a ser parte de la vitrina del club. Sin embargo, Cornaglia lo logró y como ya no jugaba más al fútbol, pasaba mucho tiempo en el club controlando que la Copa estuviese en su lugar.

Hasta que en los 70 Cornaglia agarró los fierros y se hizo revolucionario y por alguna razón creyó que aquella causa no era tan menor y por temor a que el trofeo desaparezca en medio de tantos odios políticos, “secuestró la Copa”.

“Yo era su mejor amigo y estaba de acuerdo con sus ideas, pero nunca le perdoné lo de las armas y la locura que vino después. Igual lo peor iba a venir durante el 76”, me explicó entre enojado y triste.

Sucedió que uno de los policías con los que se había peleado en aquel partido del 56 con el que se inició esta historia, además de buena memoria, tuvo mejores contactos y acabó teniendo un puesto jerárquico y de poder en la Policía Federal.

No fue complicado encontrar los datos de Cornaglia y perseguirlo. “El tema fue que como estaban cruzados con los míos por aquel fraude de documentos, una noche vinieron a mi casa y me llevaron a la comisaría”, dijo en voz baja el socio vitalicio sin entrar en detalle de lo que le hicieron. Lo salvó que apareció aquel policía y les dijo a todos, “este no es Cornaglia”.

De vuelta a su casa, el socio vitalicio tuvo que desprenderse de todos los recuerdos que lo ligaban a aquel suceso y sólo se guardó la foto que ahora tenía en la mano. Con la salvedad que su esposa se encargó de tachar el rostro de Cornaglia en una noche de miedo y furia mientras escuchaba sirenas y tiros en el barrio.

Es muy probable que la peor parte se la haya llevado Cornaglia quien tuvo que desparecer y nunca se supo nada de él y menos aún de la Copa. Algunos aseguran que se cambió de nombre de nuevo y se rajó al exterior, otros piensan que acabó en los vuelos de la muerte. De lo que sí está seguro uno de los protagonistas de estos relatos es que Cornaglia debe haber estado con esa Copa hasta el final.

Mientras tanto, el socio vitalicio sigue esperando que el trofeo alguna vez aparezca, quizá así logre reencontrarse con Cornaglia o con sus sueños de jugador de River o con los tiempos donde vivió la felicidad incomparable de sentir que era un campeón.