Es el año 1948 en Buenos Aires y Pinucho trabaja como maestro de grado en una escuela de La Boca. Con sus alumnos participan en una fecha patria en Plaza de Mayo y, como siempre, sobre su delantal blanco está apoyada la cámara de fotos que cuelga de su cuello. Mientras cuida de los pibes (algunos visten pantalones que él mismo confecionó), no deja de observar los detalles que hay a su alrededor. En ocasiones toma su cámara y dispara. Elige el momento preciso en el que apretar el gatillo, el sueldo apenas alcanza y la película es cara. Ahora mira con su ojo derecho y hace foco en la casa Rosada: ahí está el balcón embanderado que lo está esperando aunque él aún no lo sabe. Está concentrado en lo que observa cuando alguien lo interrumpe y le pregunta para quién saca fotos. El maestro que por la tarde trabaja en Rico Tipo y que antes publicó textos y fotos en Vosotras y Radiolandia, lo mira extrañado y responde que lo hace sólo para él. El hombre extiende su mano con una tarjeta, le cuenta que trabaja junto a Raúl Alejandro Apold en la Secretaría de Información Pública y que le gustaría ver sus fotos.

   Pinucho llega a su casa en la calle Pavón, saluda a sus pequeñas hijas Graciela y Mónica y se mete en su cuartito de revelado a ver qué tiene para ese misterioso hombre de la Plaza. Nadie sabe qué eligió, pero a partir de ese día cambió su vida para siempre: se incorpora como colaborador al equipo de fotógrafos de la presidencia de la Nación que dirige Emilio Abras y que depende del poderoso Apold, pero no deja la docencia. Da clase hasta las 13, y de ahí se va a Casa de Gobierno para hacer las coberturas que le piden. Es su rutina hasta 1955, cuando el Golpe de Estado derroca a Juan Domingo Perón. 

 “Mi tío era un hombre que andaba siempre con la máquina de fotos, miraba para el cielo, veía dos nubes que lo impresionaban y las fotografiaba. Era un creativo, un artista. Siempre iba a todos lados con la cámara. Vos estabas hablando y él de golpe te miraba y te sacaba una foto”, cuenta Ricardo Iribarren mientras indaga en su memoria y reconstruye ese momento. Su testimonio es fundamental no sólo porque es su sobrino, sino porque en aquellos años en los que era un adolescente lo acompañó en varias ocasiones a hacer coberturas. “La cuestión es que a los dos o tres días fueron al colegio y les dio la foto y cuando la vieron se dieron cuenta de lo que era: un artista”, narra con admiración cuando rememora el comienzo de su tío como fotógrafo del peronismo.  

Cuando Fusco comienza a trabajar para el gobierno peronista, la noticia cae como un baldazo de agua fría en una familia socialista como la suya. Así lo recuerda su sobrino: “No te imaginas lo que fue el conflicto familiar. Mi abuelo, mi tío, todos eran antiperonistas a muerte. Yo estudié para entrar en la secundaria en una sede del Partido Socialista donde los que estaban en la Universidad nos enseñaban”. Sin embargo los lazos familiares nunca se rompieron y es su hermano socialista el primero que va a esconder las fotos de Fusco cuando la Revolución Libertadora inicie una caza de brujas y allane la casa y el estudio en el que trabajaba. 

  Es un misterio conocer qué llevó a Fusco a elegir el camino de la fotografía, pero todos recuerdan que desde siempre tuvo una cámara en su mano. Su sobrino cuenta que la primera vez que llegó al conventillo (en el que vivía con sus padres y hermanas) con una flamante cámara recién comprada, se sentó en la mesa familiar y se dedicó a desarmarla toda para poder entenderla, ante la sorpresa de su madre. A partir de ese momento, la lente sería una extensión de su ojo y la cámara, parte indivisible de su mano.