Los catorce años le dieron el carácter intrépido y de libertad para elegir. Fue cuando con su amigo decidieron buscar “olones”. Es que hacían sus primeras olas como surfistas en Playa Unión, en la costa chubutense, cerquita de Trelew. Y se fueron en busca de otro mar hacia cabo Raso, unos 155 kilómetros al sur, antiguo puerto adonde llegaba la producción lanera de los estancieros de la región y donde hallaron un caserío abandonado por más de treinta años. Un pueblo fantasma. Acamparon en jornadas deportivas con mística de amanecer y, por supuesto, surfearon. Pero algo los subyugó y fue cuando, después de una pleamar, las rocas y pozones revelaron los cristales de sal. Aquellos surfers estudiaron en Buenos Aires pero volvieron a su Trelew natal, donde decidieron hacer algo con la naturaleza que los vio crecer. Sales marinas con distintos sabores. Martin Moroni y su socio crearon, bajo todos los controles que rigen en el mercado alimenticio, Sal de Aquí, sales marinas saborizadas con algas, con tomillo de la meseta y con merken, sello indiscutible de Sabor Mapuche, una movida gastronómica que impulsa la comunidad mapuche de Nahuel Pan en el oeste de Chubut.

Un juego de espejos, cuando aún no se evaporó el agua de las superficie del salar.

AGUA Y SAL “Juntamos el agua marina por mil litros hasta los diez mil y, con un proceso de calentamiento, logramos que los minerales se saturen y formen los cristales de sal que cosechamos, pasamos por una zaranda y secamos para elaborar las sales. Todo el procedimiento lleva de 22 días a un mes”, dice Moroni y sonríe cuando recuerda su infancia, adolescencia y la imagen blanca que dejaba el mar en esta zona que tiene esas rocas volcánicas rojizas como en un paisaje similar a la formación de Punta Tombo, donde está la mayor pingüinera de la Patagonia. 

“El tío de mi mujer se crió en cabo Raso: un siglo atrás contaba con escuela, estafeta postal y un internado para los chicos en edad escolar; hoy hace unos años que una pareja se instaló y logró con energía sustentable impulsar un paraíso ecológico rústico”, agrega. 

“El viento, el sol y la baja humedad de la zona hacen lo necesario para poder lograr este proceso”, explica Moroni a TurismoI12 y rescata la historia de tehuelches y mapuches que con la sal y el merken (pimiento) lograban conservar los alimentos. “Siempre me gustó cocinar y en Francia y en distintos países ya se usaban las sales marinas”. En una síntesis criollísima, concluye que “toda la sal viene del mar, algunas están más cerca, otras más lejos, otras salinas más aisladas o más degradada si es más cerca o lejos en el tiempo”.

Los granos de sal, antigua moneda de cambio, están en el origen de la palabra “salario”.

LA GRAN CONSERVADORA La sal es el condimento más antiguo del mundo y ha tenido su repercusión en las distintas civilizaciones por su función fundamental para la conservación de alimentos. Pasión de multitudes, nuestro “salario” viene del latín “salarium”, cuando los soldados romanos cobraban sus servicios con el mineral y cada persona tenía derecho a una porción: de allí la costumbre de no pasarla de mano en mano en el aire, para no derrochar ni un granito, y la histórica la gabela, el impuesto a su uso habitual en los años previos a la Revolución Francesa. 

La Ruta de la Sal, o la Vía Salaria de la Antigua Roma, son parte de la historia económica: los primeros registros de su uso como alimento datan del año 2670 a.C., con el emperador chino Huangdi, mientras en el 800 a.C. los cristales salinos se obtenían de las aguas marinas expuestas al fuego en recipientes de barro.

Los expertos sostienen que en Europa –donde la austríaca Salzburgo es la “ciudad de la sal”- fueron los celtas quienes traspasaron este conocimiento a los romanos, pero hay también vestigios de momias egipcias del 3000 a.C. preservadas con arenas salinas del Delta del Nilo. 

Lo cierto es que en 1920 la estadounidense Diamond Crystal Salt Company contaba con un folleto donde se mencionaban cien aplicaciones de la sal, y hoy se continúa con su utilización en la industria desde agropecuaria hasta textil, curtiembres, papel y plástica, entre otras. La gente de campo lo sabe. Y para suplir diversos minerales es común ver el ladrillo de sal colgado para que los animales lo lengüeteen. 

Campos de golf en salinas como en California; lámparas de sal del Himalaya; los laberintos salinos en Irán; la mina de sal Wieliczka en Cracovia, que se extiende por 300 metros a una profundidad de 327 metros y en la Segunda Guerra Mundial fue utilizada como sitio de almacenamiento (hoy es monumento protegido declarado por la Unesco y recibe un millón de visitantes al año): lo cierto que el tema atrapa la atención de multitudes. Tan cerca como en nuestro país y tan lejos como en Qinghai, China, donde está el lago salado más grande del mundo, con más de 4400 metros cuadrados a más de 3200 msnm, que recibe aguas de 23 ríos y arroyos con una capa de sal de entre 30 centímetros (y hasta 120 en algunas zonas).

Los piletones de las Salinas Grandes jujeñas, a 3450 msnm y a 66 kilómetros de Purmamarca.

SAL NORTEÑA Los diez millones de años que se concentran al tomar un puñado de sal en la mano resultan inabarcables, quizás, para la mente humana. Pero es posible hacerlo. En un viaje por el norte argentino hay un clásico del turismo nacional que hasta los abuelos más ancianos saben que existe: las Salinas Grandes que Jujuy revela en el límite con Salta.

Son 12.000 hectáreas, un horizonte impecable, y es justo esta dimensión la que le otorga el calificativo de Salinas Grandes por ser las de mayor tamaño del continente. 

“Es un destino muy solicitado –dice Marina Surita a Turismo/12 desde la oficina de informes turísticos en San Salvador de Jujuy, donde la gente que llega quiere conocer las salinas-. El que viene a Jujuy quiere ir a Salinas”, agrega y cuenta que hoy se puede llegar en una excursión de tres horas desde Purmamarca y atravesando la Cuesta de Lipán. “Hay que calcular que entre el Cerro de los Siete Colores y el monolito que marca la mayor altura en la cuesta, a los 4160 msnm, los puntos panorámicos invitan a detener la marcha, descender del vehículo y tomar fotos, entonces se convierte en una salida de todo el día, hay que salir muy temprano por la mañana”, recomienda.

Desde la capital jujeña se llega por RN 9 a Purmamarca, el principio de la Quebrada de Humahuaca, y desde allí mismo se accede a la Cuesta de Lipán, que trepa pasando los tres mil metros de altura. Dicen que en ese recorrido dibuja unas 49 curvas y contracurvas en las que el paisaje se tiñe de verde hasta que se transforma casi en desierto. Manadas de vicuñas, uno de los cuatro camélidos americanos, se recortan en el paisaje.

Allí está una de las perlas cuando se ve pegado al cielo en el horizonte un hilo plateado. Son las Salinas Grandes, una depresión de 210 kilómetros cuadrados en los que la blancura encandila y el paisaje es único.

Quienes jamás fueron preguntan “qué hay en las salinas”. Sin embargo basta llegar al lugar para descubrir que no es “lo que hay”, sino tal vez lo que no hay: ese desierto blanco de sal subyuga y sorprende a la gente que camina mirando la planicie perfecta, los dibujos de la sal, tocando, trepando las “montañas” que hacen los trabajadores de la sal. Hay que alejarse un poquito del camino y adentrarse en este desierto hasta llegar a las “piletas”, rectángulos de cuatro por 2,5 metros y unos 60 centímetros de profundidad que confunden el suelo con el cielo que se refleja en el agua acumulada. 

Los piletones forman una imagen perfecta y asimétrica. Son unas 1600 piletas en las que se trabaja aprovechando el agua que filtra la pared de sal y la transforma en finos cristales, que es lo que se junta con palas, carretillas y se embolsa.

Si es época de cosecha, como se le llama a la recolección de sal, los hombres se mantienen con pasamontañas y antojos de sol para protegerse del reflejo que encandila; la refracción de la luz produce además lesiones irreparables en la vista.

Aquí y allá, hay una conducta que se repite en los visitantes: la irresistible necesidad de probar esa sal y meter un dedo en el agua. Es un segundo el que tarda en secarse y dejar una fina capa blanca sobre la piel.

La ida y vuelta se hace lenta, por la altura, por las curvas y por el cansancio ante la falta de oxígeno. Es posible encontrar en el camino chicos que tallan figuras en pequeños ladrillitos de sal o en piedras laja. Una artesanía única en el país.

También existe una construcción hecha con ladrillos de sal, que en su interior cuenta con bancos y mesas, y detrás baños químicos.

Las comunidades cercanas, como Paicone o Barrancas, ofrecen guías de sitio para un paseo con más detalles de cómo es el trabajo con la sal y aguardan en una estatua, también de sal que forma una llama (camélido) gigante. 

Los salteños también “venden” las salinas y para Juan Guantay, un salteño de ley, la ida a las salinas desde San Antonio de Los Cobres es un paseo obligado para los turistas de todo el mundo. La recomienda para después de las lluvias: “El agua cae y hace florecer la sal, y entre abril y mayo las salinas están bien blanquitas”, cuenta a TurismoI12.

Acceso a las Salinas del Bebedero, en San Luis, donde se extrae sal de mesa.

OTRAS SALES Norte, sur, Cuyo y la llanura pampeana hasta el litoral marino costero revelan sitios donde alguna vez hubo mar y que durante millones de años se transformaron en lagos de altura. Cada temporada de lluvias se inundan y hacen aflorar los tan ansiados cristales, que son la concentración de los minerales y permiten su cosecha para la industria.

Pero su atracción debe ser atávica. Pues en cualquier recorrido, cuando se descubre en el paisaje una salina, los viajeros quieren acercarse, tocarla, sentirla, meditar. 

Para el director de Turismo de San Carlos, en el Valle de Uco (sur de Mendoza), la posibilidad de un pequeño museo de la historia de la sal en las Salinas del Diamante, entre El Nihuil (famoso por las dunas en el Dakar), El Sosneado y San Rafael, suma un atractivo para la región antes de llegar a la reserva Laguna de Llancanelo, donde se concentran unos 800 conos volcánicos. 

El Desierto de Las Huayquerías, la laguna del Diamante que refleja el volcán Maipo, el río del mismo nombre, el dique Agua del Toro, los puesteros de campo y hasta la escuelita rural del paraje La Jaula, con medio siglo de existencia, son puntos imperdibles de la zona que suma nuevas inversiones vitivinícolas de altísima gama. 

“Pero las salinas, con su efecto espejo del cielo sobre ese desierto blanco, pueden más. La gente pasa y se toma fotografías”, dice Funes, que en estos días fue con un equipo de documentalistas a tomar fotos y videos del lugar. 

Ni Jujuy ni Mendoza son las únicas provincias con tierras blancas: San Luis, Córdoba, Río Negro, La Pampa y Santa Cruz cuentan también con propuestas de salinas, en visitas más o menos organizadas pero igualmente imperdibles. Por un lado el saber que fue y es eje en la salud humana, pero sobre todo que cuando uno pisa el suelo crocante de su superficie está caminando sobre miles de millones de años, es quizá el instante supremo que hace pensar dónde está realmente “la sal de la vida”.