“¡Mel Brooks hizo que quisiera ser judío!”. La frase, impresa en una tipografía imitación cursiva de un tamaño enorme y escrita sobre lo que parece ser un papel autoadhesivo –de esos ideales para dejar notas pegadas en la heladera o la pared de la oficina– abre el libro de manera casi oficial. Debajo de ese particular diseño, una todavía más particular foto de su autor donde se lo ve semi agachado, sosteniendo una pequeña hoja de parra a la manera de una estatua griega, tapando mentirosamente sus partes íntimas (debajo hay unos jeans), el rostro favoreciendo una expresión que mezcla la vergüenza con la auto ironía. Como ese primer atisbo a todo color lo anticipa, Gilliamismos: Memorias prepóstumas, traducido y editado en España por Malpaso y distribuido por estos días en nuestro país, no es precisamente una autobiografía convencional. Al menos no en el sentido más corriente del término “convencional”. Como el mismo Terry Gilliam afirma en el prólogo (rebautizado como “una advertencia”), el volumen es, en el fondo, un “Gran Robo Autobiográfico: una especie de persecución automovilística de mi vida hecha a todo trapo, con un montón de derrapes y accidentes en la que muchos de los mejores momentos pasan zumbando y quedan algo borrosos”. Pocas páginas más adelante, en una de las hermosas portadas con técnica de cut out que recuerdan, aunque en pose congelada, algunas de sus más famosas animaciones para los Monthy Python (y que abren cada uno de los quince capítulos del libro) el ilustrador, animador y director de cine –entre muchas otras cosas– afirma que siempre le dio miedo consumir LSD, algo que casi todas sus películas y el libro mismo parecen desmentir. Una de las tantas contradicciones de un ciudadano estadounidense (de la norteamémérica profunda, incluso) que muchos consideran más británico que el fish and chips. Cosas que les pasan a los artistas made in USA que deciden, por cualquier tipo de razón (autoexilio, escape a las apuradas, persecución política, oportunidad creativa), cruzar el charco y probar fortuna en el Reino Unido. Como Richard Lester, director que se transformaría en una influencia nada despreciable en los primeros años de la carrera de Gilliam, quien se fue de su país para inventar una parte sustancial de la imagen pública de The Beatles. O Stanley Kubrick, el neoyorquino que se encerró en su casa cerca de Londres para nunca más volver a salir (al menos, en público).

Terry Gilliam nació en 1940 en Minneapolis, aunque su familia se mudó muy pronto a Medicine Lake, un pueblo en el estado de Minnesota que hoy ostenta la friolera de casi cuatrocientos habitantes. “Era listo, feliz y sano, es decir, todo lo que deseas en un niño”, afirma de sí mismo el autor en el primer capítulo, dedicado a su infancia. “Más de una vez he bromeado diciendo que con un padre carpintero y una madre que era una virgen, a mí no me quedaba más remedio que ser el elegido”. El tono anecdótico confesional, que se desliza hacia el humor franco párrafo de por medio, es el elegido por el director de Brazil para narrar fragmentos de su vida profesional y privada a lo largo de 300 páginas, donde el texto principal es amenazado constantemente por recuadros sin bordes a la vista donde otros textos e imágenes (fotografías, dibujos, collages) alteran el orden lógico y fuerzan al lector a interrumpir el ritmo, desviar la atención y volver luego al centro del relato. Gilliamismos (Gilliamesque en el original) es un atípico (y visualmente bellísimo) recorrido por la vida y obra de un creador cinematográfico cuya carrera también puede ser definida también como atípica. Políticamente poco correcto, ya en las primeras páginas se carga a los vegetarianos –aunque con un par de recomendaciones para los carnívoros– y a la psicología pediátrica moderna: “Creo que la época que estamos viviendo tiene algo de demencial; se supone que no debes pegar un sopapo a un crío, ni siquiera gritarle. Quizá lo que voy a decir es más aplicable a los niños que a las niñas, pero cuando estás creciendo tienes una gran necesidad de que te marquen límites físicos porque te pasas todo el día intentando saltártelos”. Al mismo tiempo, describe sus primeros contactos con la animación –de Disney a los cortos de la Warner–, con las historietas de Superman, Batman y Dick Tracy y con los comediantes televisivos, en particular Ernie Kovacs y Sid Caesar, “tan anárquicos que costaba imaginar cómo habían logrado entrar en la tele”. Los ingredientes de la sopa comenzaban a caer en la olla que sólo muchos años después terminaría cohesionando en un estilo personalísimo con no pocos admiradores en todo el mundo.

El circo volador

“Una de las cosas que marcaron mis años en Nueva York fue mi asombro al descubrir el cine extranjero (desde las comedias de Ealing hasta Kurosawa o las películas de Buñuel) y darme cuenta de que no todo el mundo tenía que parecerse a Rock Hudson o a Doris Day (o a Jerry Lewis y Dean Martin). Ni filmarse en color. Devoro las retrospectivas de Chaplin y salgo de las películas de Serguéi Eisenstein ensimismado, pensando en los encuadres”.¿Quién le ofrecería hoy un proyecto de la envergadura de Brazil a un tipo como Terry Gilliam? ¿O, por caso, una adaptación como la de Duna a alguien como David Lynch? Eso dice algo (bastante) de los cambios ocurridos en la industria del cine en los últimos tiempos: la ecuación costo-riesgo-beneficio es hoy mucho más vigilada y castigada en cada uno de sus parámetros, desde el principio hasta el final del proceso de producción. Sin embargo, la carrera cinematográfica de Gilliam no comenzó de repente ni fue un golpe de suerte comercial –de esos multimillonarios que ocurren cada tanto– el que lo puso en la senda de las grandes producciones. De hecho, la suya es una historia de ascensos y caídas, de proyectos largamente dilatados, en algunos casos literalmente quijotescos. Y de vaivenes y zigzagueos. Antes de que el futuro realizador pensara siquiera en ponerse detrás de una cámara, existieron dos etapas claramente diferenciadas en su vida profesional. 1) Como dibujante y diseñador en los Estados Unidos, principalmente, aunque con algunas pinceladas europeas, cuando las posibilidades de ser llamado a las filas del ejército en plena Guerra de Vietnam se habían tornado demasiado reales. Antes de eso, la universidad y el cambio de época en los Estados Unidos, las mudanzas a Nueva York y a California, la rebeldía, la muerte de Kennedy, la Guerra Fría. El encuentro que definiría el primer paso de una carrera profesional, lejos ya de los dibujos en los diarios escolares y universitarios, llegaría en el momento y el lugar menos pensado, como asistente y hombre-para-todo del legendario Harvey Kurtzman, el creador de las revistas Help! y Mad. Aproximadamente en la misma época, afirma Gilliam, se encontraría casualmente con un jovencísimo Woody Allen y sufriría una decepción con su amado parque de diversiones Disneyland. 2) Ya instalado en Inglaterra, como director de los segmentos de animación (los “separadores”, en la jerga televisiva) para un programa británico llamado Do Not Adjust Your Set, encabezado por un desconocido grupo de comediantes cuyos nombres pueden hoy resultar algo familiares: Michael Palin, Terry Jones, Eric Idle, futuros miembros de los Monty Python. El año era 1967 y la cosa recién comenzaba a ponerse interesante.

De la oscura colaboración en los segmentos de animación de Do Not Adjust… a la súbita fama luego de la puesta al aire de Monty Python’s Flying Circus en 1969. Luego del enorme éxito del programa, que continuaría en el aire durante cuatro temporadas, comenzarían las giras en vivo por el país y el extranjero, incluidos los Estados Unidos. Y la necesidad de pasar de la televisión al cine. El primer largometraje de los Python, And Now for Something Completely Different –dirigido por Ian MacNaughton en 1971– encontraría a Gilliam aportando su talento en diversos roles, entre otros el de guionista, animador y actor secundario, en un film que es, esencialmente, una remake de un puñado de los sketches más famosos del programa, pensada para penetrar en el mercado estadounidense, donde el grupo no era del todo conocido. El debut como realizador –en comando compartido con Terry Jones– llegaría recién tres años más tarde, con Los caballeros de la mesa cuadrada, película que definiría todo un estilo para las aventuras cinematográficas de los Python y sentaría asimismo las bases del “modo Gilliam”. El rodaje no fue sencillo, como explica su director en las páginas del libro, y el proceso de montaje fue extenuante, en particular por las diferencias creativas entre él, Jones y el resto del equipo. Pero el film tuvo un éxito mayor al esperado. “El estreno en Nueva York fue para mí un gran acontecimiento, pues hacía ocho años que había abandonado la ciudad no precisamente cubierto de gloria. La víspera del estreno conocimos a unos cuantos cómicos jóvenes y muy brillantes que en pocos meses protagonizarían Saturday Night Live: Bill Murray, Dan Aykroyd y Gilda Radner. Al día siguiente,nos llamaron y nos pidieron que fuéramos para allá. Cuando llegamos a Cinema1, en la Tercera Avenida, la cola daba la vuelta a la esquina. ¡Alucinante! Y ahí, esperando muy formales y educados en la cola como todo el mundo, estaban los miembros del futuro Saturday Night Live”.

Molinos de viento

Los últimos cinco capítulos de Gilliamismos están dedicados a explorar someramente su filmografía, aunque aquellos lectores que busquen detalladas explicaciones de diversos procesos o intenciones artísticas se sentirán defraudados: el enfoque del texto no es ese y Gilliam pasa revista  a los films rápidamente, concentrándose en algunas anécdotas no del todo conocidas, como el encuentro definitorio con el mismísimo George Harrison, quien terminaría consiguiendo el dinero necesario para producir La vida de Brian y, eventualmente, se transformaría en socio de la empresa Hand Made Films (nuevamente, la conexión Lester-Beatles-Gilliam). O el triunfo judicial ante un caso de censura en los Estados Unidos, cuando la cadena ABC castró los segmentos más “provocativos” de los programas originales producidos por la BBC. Dice Gilliam con humor y mucha verdad: “Todo ello tuvo importantes consecuencias, pues no sólo equilibró la balanza de poder entre los autores de los programas y las cadenas de televisión, sino que también aseguró nuestro futuro económico. La BBC terminó cediéndonos los derechos de Monty Python para todo el mundo excepto el Reino Unido. Esta especie de fondo de pensiones de los Python ha cubierto mis gastos los años que han mediado entre película y película y no he podido encontrar trabajo. Me ha dado la libertad de poder esperar entre películas hasta que saliera algo que realmente quisiera hacer y, de paso, ha librado al mundo de un montón de productos cinematográficos inferiores”. Antes de eso, Los aventureros del tiempo –”la película de los enanos”, según la definición de su autor– y, antes aún, el menor popular de los films tempranos de Gilliam, Jabberwocky (1977), donde intentó recomponer y mejorar todo lo que no le había gustado de Los caballeros. De allí a Brazil, donde Gilliam tuvo que lidiar con Robert De Niro (“Era tan concienzudo en la preparación de su personaje que asistía a las operaciones de un amigo neurocirujano porque yo le había descrito como ‘quirúrgica’ la precisión de Harry como técnico calefactor”) y, fundamentalmente, con los gerentes de los estudios Universal, en una batalla por el corte final que terminó desgastando a propios y ajenos. Cuando llega el turno de Las aventuras del Baron Munchausen, quizás la quintaesencia gilliamesca, el libro ofrece un par de jugosos momentos con Marlon Brando, quien estuvo a punto de interpretar el papel de Vulcano, que finalmente recayó en Oliver Reed. Y le siguen en orden cronológico Pescador de ilusiones, Doce monos (su mayor éxito comercial a la fecha), Pánico y locura en Las Vegas y el resto de su no tan prolífica filmografía en el nuevo milenio. Y la reunión de los Python hace un par de años. Y el Quijote, claro, el eternamente dilatado proyecto de llevar a la pantalla una particular versión (¿de qué otra manera si no?) del clásico de Cervantes, con viajes temporales incluidos. La primera partida se perdió hace ya más de una década, pero Gilliam no parece dar el brazo a torcer. ¿Podrá el ex Monty Python vencer la maldición, recorrer el camino trunco abandonados por otros cineastas como Orson Welles y llenar la pantalla de enormes molinos de viento? Continuará...