Beto Casella le hizo a Cristina Kirchner una interpelación muy interesante. Le sugirió que hubiera debido aprender el estilo negociador de Perón para no entrar en tantos conflictos con los poderosos. Es posible que en esa intervención esté la pregunta que hoy se discute en el peronismo. Tiene la siguiente forma: ¿Se necesita hoy o no un peronismo más conciliador, más “negociador”, para usar el mismo término que usó Casella?

La negociación y el consenso son prácticas consustanciales a la política; al político que no las reconozca conviene aconsejarle que se dedique a otra cosa. Pero negociación y consenso han pasado, en la jerga mediática, política y hasta académica, de ser prácticas políticas a ser la política misma. El neoliberalismo es el reino ideal de la sociedad pacificada y reconciliada, solamente hay que darle tiempo. Hay que darle tiempo para que la desaforada concentración de riqueza devenga un bien para toda la sociedad; para que dé trabajo, educación, vivienda y paz social. Mientras tanto hay que tratar de ser un emprendedor, es decir un individuo que sea empresario de sí mismo, su propio patrón. Si le va bien, se hará rico, y si no, quedará afuera. No habrá “mafia” sindical o política que lo regule y mucho menos que se haga cargo de su eventual derrota en el torneo meritocrático. Hoy esta afirmación aparece en el discurso público como un gran descubrimiento de Macri, sus ministros, sus asesores y sus filósofos. A nadie se le habría ocurrido antes tan elemental verdad: los seres humanos son todos iguales, si se los deja librado a su desempeño personal en una economía libre, la sociedad será justa, cada cual vivirá según su mérito. Esta fábula meritocrática y capitalista existe desde hace mucho; Marx la llamó doctrina del “pecado económico”, análogo al pecado teologal (“ganarás el pan con el sudor de tu frente”). Y es el gran relato de la religión liberal, el que dice que la desigualdad capitalista es hija de una desigualdad “natural” entre los seres humanos, las que separan a los meritorios y a los no meritorios. Para desnudarla, Marx hace un recorrido histórico-concreto por la época de la acumulación primitiva del capital, una época que “chorrea sangre y lodo por todos los poros”: consiste en guerras, conquistas coloniales, expropiaciones masivas de campos y, lógicamente, también colusión entre “emprendedores” y funcionarios estatales. El ocultamiento del carácter político de la desigualdad entre hombres y mujeres es el gran artificio del liberalismo, llevado hasta el extremo por su  degradado hijo contemporáneo, el neoliberalismo. La reconciliación neoliberal no consiste en una sociedad igualitaria sino en una sociedad crecientemente desigual en la que los pobres reconozcan la legitimidad de la riqueza y se resignen culposamente a su suerte. 

Volvamos. Negociación y consenso no son la política sino un recurso de la política. El político está obligado a saber que para llegar a su objetivo debe negociar y hacer concesiones. Pero eso es muy distinto que decir que la negociación es la política. La historia del peronismo no es la historia de las negociaciones del peronismo. No son las negociaciones las que hicieron duradera la influencia del peronismo en el pueblo. La perdurabilidad del peronismo está en la indisoluble ligazón simbólica con los intereses populares. Claro, en el registro simbólico del neoliberalismo los intereses populares no existen, sus supuestos representantes son grupos perturbadores que se enriquecen arrastrando a masas de creyentes detrás de sus fantasías. Si los intereses populares desaparecen, la política se reduce a un tejido de acuerdos y pactos, capaz de mantener el orden (el orden neoliberal, claro). Hablando en el lenguaje de Chantall Mouffe y de Laclau, al desaparecer la “frontera”, la política se convierte en simple y llana administración. Los partidos políticos pueden existir en esta transición hacia el fin neoliberal de la historia como modos de convocar sentimientos y mitos que se formaron en el viejo orden. Se puede seguir siendo peronista, radical o socialista… pero “neoliberales somos todos”. 

Lo más interesante de la escena del diálogo es la sugerencia implícita, por parte del entrevistador, de que se puede hacer lo mismo con mejores modales. Fue cuando Cristina aclaró que, durante su gobierno, nunca se negó a negociar, pero a lo que se negó fue a aceptar imposiciones. Este punto es fundamental porque el intento que está en marcha y tiene muchos y buenos representantes en el Partido Justicialista, es el de reinterpretar la reconstrucción del movimiento nacional, popular y democrático de los años de gobiernos kirchneristas como una recaída en la radicalización de los años setenta del siglo pasado y/o una utilización perversa de ese discurso para sostenerse en el poder. Como arma para la construcción de ese estereotipo se procede a crear la imagen de un Perón de los últimos años, supuestamente de regreso de sus antiguas ínfulas combativas contra la oligarquía. Lejos de interpretar esa etapa en su particularidad histórica, que era el rápido desarrollo de acontecimientos internos y externos destinados a desestabilizar a los gobiernos democráticos y a imponer regímenes dictatoriales y oligárquicos, se utilizan algunos dichos y gestos del Perón de esa época como el nacimiento de una nueva y definitiva etapa del peronismo. Que sería un peronismo respetuoso del statu quo, integrado al sistema, alejado de toda confrontación orgánica con los poderosos. La interpretación del peronismo a gusto de los buenos salones fue un pilar de la experiencia menemista; sin esa apelación al Perón supuestamente conciliador de los últimos días hubiera sido muy difícil establecer un nexo simbólico entre un gobierno peronista y el saqueo de los bienes públicos argentinos por el gran capital local y global. 

Los nuevos “renovadores” del peronismo enfrentan sin embargo varios problemas. No son problemas historiográficos ni teóricos sino estrictamente políticos. Hoy hay un gobierno neoliberal y es difícil enfrentarlo exitosamente desde la misma plataforma discursiva. Massa lo ha venido intentando con alusiones a la falta de sensibilidad y la falta de “política” del gobierno para aplicar sus planes. Es decir, se presenta como una variante virtuosa y exitosa de lo mismo. Hasta ahora eso lo ha venido deteriorando muy visiblemente desde un punto de vista crucial como es el rendimiento electoral del mensaje. El neoliberalismo “con rostro humano” no viene prosperando en estos meses. A tal punto que Massa parece estar preparando un desembarco más bien urgente en el “panperonismo” que es una manera sonora de nombrar a todas aquellas corrientes internas que están de acuerdo en clausurar la etapa del movimiento signada por el apellido Kirchner. Pero el panperonismo no kirchnerista no parece haber encontrado una solución al dilema que descapitalizó a Massa en estos meses. No es fácil, por empezar, encontrar un nombre y una cara apropiada para el proyecto. Algunos de los candidatos han sufrido palizas en las primarias abiertas, otros mantienen algunas influencias que por ahora no atraviesan las fronteras provinciales. Y aún cuando consiguieran al personaje, quedaría por delante un duro recorrido político. Se trata nada menos que de consolidar el proyecto de un nuevo vértice peronista surgido de la exclusión de un liderazgo claramente mayoritario en el interior del movimiento. Más aún, no sería solamente el resultado de una exclusión sino la manifestación de un antagonismo: Cristina no puede ser líder porque expresa “otra cosa” en el peronismo y en su relación con la sociedad. Es entonces cuando aparece el fetiche de la corrupción. La corrupción ha dejado de ser un fenómeno nefasto de la política –o más bien de la relación entre la política y los dueños del dinero– para ser un cartelito que descalifica a un movimiento político. El problema es que la oficina anticorrupción del PJ no tiene como tarea recuperar el gobierno de manos de Cristina sino de Macri y claramente la corrupción macrista no puede formar parte de la agenda de ninguna fuerza moderada y negociadora. Sencillamente porque a lo que asistimos es a un saqueo de recursos a favor de los sectores más poderosos. Tarde o temprano va a ser necesario confrontar políticamente con el macrismo; la única alternativa a esa necesidad sería acordar con el macrismo, es decir admitir un final parecido al del radicalismo. La lucha contra Macri desde un registro programático nacional, mercado-internista, de soberanía y justicia social es hoy inviable en la Argentina sobre la base de la exclusión del kirchnerismo. 

La idea de que el kirchnerismo fue una aventura infantil o un enfrentamiento inútil entre los argentinos tiene ciertamente escasas credenciales de seriedad histórica. A la hora de registrar las críticas que suelen presentarse para explicar la derrota, predomina entre ellas la insuficiente profundización de cuestiones como el desarrollo industrial, la reforma del sistema financiero, la regulación del comercio exterior. Curiosamente se trata de un repertorio de acciones que hubieran aparejado no menos sino más conflictividad política en el país. Es imposible pensar una Argentina más justa sin interferir en los intereses del gran capital concentrado; no siempre y más bien casi nunca esas interferencias son aceptadas con ánimo negociador. El sector que más se ha radicalizado en estos años, es el de los dueños del país. Su propósito es el de una revolución cultural en la Argentina. Individualista, antisolidaria, meritocrática y alienada respecto de la nación y de la historia. Entusiasta de la concentración de la riqueza, obsesionada por el orden en la calle no perturbado por la protesta popular, capaz de escandalizarse por cualquier frase que ponga en duda la naturalidad de ese proyecto y dispuesto a perseguir y estigmatizar a quien la pronuncie. Una revolución antisindical y de desactivación de cualquier forma de enfrentamiento orgánico al bloque dominante. La oposición a esos designios –incluso la más moderada y republicana que pudiéramos imaginar– exige la construcción de una alternativa antagónica en el terreno político.