Son las siete de la mañana a bordo de un bus que viaja a Villa de Merlo, San Luis. En el primer asiento del piso superior se ve cómo el día empieza a clarear. La oscuridad de la ruta, las lucecitas de los edificios y de los autos que van y vienen quedaron atrás: ahora hay sierras, casas, parajes en medio del camino que ofrecen hospedaje o venden chivito y dulces regionales. El asiento de mi acompañante aún está reclinado en modo cama y una mujer de unos 60 años se despierta abruptamente. Es la primera vez que hablamos en todo el viaje aunque técnicamente, anoche, compartimos la habitación. Hay una intimidad, o una camaradería, o vaya uno a saber qué, que hace que sin mediar palabra la mujer se disponga a contarme lo que acaba de soñar. Se llama Norma –va a decirme después– y atiende un kiosco en el barrio porteño de Caballito. Su inconsciente acaba de proyectarle una escena incómoda: el proveedor de cigarrillos de su local no la encontró en su puesto de trabajo y la persiguió hasta Merlo para exigirle el pago de su mercancía mayorista. Ella, que odia tener deudas, acaba de darle todo el dinero que pensaba gastar durante su estadía en San Luis. Por fortuna, todo fue un mal sueño. Su kiosco, sus clientes y sus proveedores están lejos, y el destino final de este colectivo, igual que el servicio de desayuno, están muy cerquita.

Norma viene a Merlo a dejar de pensar en trabajo. Pero también para concretar un deseo que tiene hace mucho tiempo: armar una hostería que le permita mudarse a esta ciudad y sostener económicamente una vida que planea que sea “modesta, sin lujos, tranquila”. Lo que quiere es ingresar al club de los VyQ. Un VyQ es una etiqueta que en el interior del país –con más ahínco en ciudades devenidas en verdaderos enclaves del éxodo porteño- identifica a ese grupo de personas que por vacaciones, viajes de trabajo o carambola del destino llegaron a un lugar y sintieron que ese era “el” lugar. Un VyQ es un venido y quedado. Una especie de flecha los atravesó y los obligó a desensillar, si no para siempre, para un rato largo. Un venido-y-quedado, además, se define por aquello que no es. ¿Qué no es un VyQ? Un nacido y criado, o sea, un NyC, una bandera que llevan con orgullo los que en la escala de “auténticos” pobladores están por encima de los VyQ y por debajo de los comechingones.

PRIMEROS PASOS El bus estaciona en la terminal y Norma, mi concubina durante las últimas nueve horas, se despide. Abajo, Walter Salomón –veintipocos, guía de turismo de la ciudad, sonrisa amable- aguarda paciente la llegada del micro que viene de Retiro. Walter, de acento de fusión de provincias del Cuyo (¡otro VyQ!), va a guiarnos por la ciudad en los próximos días. 

Antes de llevarnos al hotel nos pasea por algunas calles todavía vacías de Merlo. “Lo que ha crecido esta ciudad es increíble”, dice Walter, superado por un ritmo imparable de llegada de nuevos habitantes, construcción de viviendas y apertura de comercios. En 2010 el censo arrojó que unas 17.000 personas viven de forma permanente, más de un 50 por ciento por encima de las registradas en 2001. Y hoy se calcula que esa cifra asciende a 35.000. Pero el crecimiento, además de sostenidamente, se mueve de forma exponencial y se considera que para 2025 la población de la ciudad se multiplicará por diez. 

Pero hoy, en 2017, Villa de Merlo todavía mantiene algo de esa esencia de pueblo. Un asentamiento de viviendas -todas de menos de tres pisos, por regla- al pie de la sierra, al límite con Córdoba, donde el clima es seco y un día lluvioso es una rareza absoluta. La ausencia total de la humedad porteña que te persigue en las calles, te azota en colectivos y te extermina en vagones subterráneos se percibe con rapidez en el cuerpo. No es solo falta de pegote: el microclima de Merlo está tercero en el ranking mundial de condiciones benéficas para la salud, después del estado de California (Estados Unidos) y Suiza. Tiene proporciones de ozono más altas que las normales, un alto grado de ionización negativa (un energizante y estimulante natural para el cuerpo) y se respira un óxido nitroso que, según se dice, genera sensación de bienestar. Con todas estas condiciones, aseguran los médicos, se vive más y también mejor. Calidad de vida y longevidad aparecen como las primeras explicaciones del magnetismo que Merlo ejerce sobre sus visitantes.

El parque temático Yucat recrea el modo de vida en el Merlo del siglo XVI.

AUTÉNTICOS NYC Si existe algo como un auténtico NyC en Merlo, hay que rastrearlo bastantes siglos atrás, cuando esta zona era en realidad la tierra de los comechingones. Es la tesis del Parque Temático Yucat, nuestra primera visita. Yucat es un circuito pensado para recuperar el modo de vida, las creencias y costumbres de los pueblos originarios que habitaron esta zona, y busca contarle a los más chicos (está pensado para visitas escolares y familias con niños principalmente) cómo se vivía en Merlo en el siglo XVI. Se recorre por un sendero de algarrobos, chañares, talas y espinillos, que va develando a los comechingones a través de investigaciones de historiadores y arqueólogos del Museo Etnográfico de Córdoba.

Los comechingones habitaron el cordón montañoso que comparten Córdoba y San Luis. Vivían de la agricultura, la recolección de frutos y la caza. Construían sus chozas semisubterráneas en pozos, al ras del suelo, para protegerse del viento y la lluvia; se instalaban en poblaciones independientes, asentamientos divididos por consanguinidad; y se extendían por las zonas más prósperas para el cultivo. Llegaron a ocupar grandes extensiones de tierra, aunque su densidad demográfica era más bien baja. El legado pictográfico de este pueblo es de los más ricos entre las comunidades originarias de la región: más de 1000 obras de arte rupestre de Comechingones fueron encontradas en la zona. Esta reconstrucción de formas de organización, vivienda y sustento se corona, en Yucat, con una prueba de una destreza en la que los Comechingones se destacaban: el arco y la flecha.

Caminata en la reserva Mogote Bayo, para acercarse a la biodiversidad de los senderos serranos.

TIERRA DE CÓNDORES Nuestro recorrido sigue por la Reserva Mogote Bayo. Walter nos guía en un paseo conocido como “sendero de la biodiversidad” que va a durar unas tres horas y al que se suman otros turistas. “Lo que van a ver en la reserva está como está gracias a su preservación”, anticipa Walter, y nos recuerda que no debemos tomar nada que encontremos en el camino: ni una piedrita, ni arrancar una planta, ni nada. Nos metemos en una reserva de 250 hectáreas que tiene, por un lado, la entrada del Mogote Bayo (la que tomaremos ahora) y por la otra el Salto del Tabaquillo, al que iremos después.  

El sendero tiene una inclinación amable durante los primeros 20 minutos. Caminata y trepe se combinan: el cuerpo comienza a usar los créditos del famoso microclima de Merlo, que, por el momento, prueba sus bondades en este grupo de turistas. Nos detenemos en un primer mirador a buscar cóndores y no hace falta esperar mucho para verlos planear por encima nuestro. Este lugar también preserva esa especie, el cóndor andino, actualmente amenazada. Del mismo modo, cuida la reserva de arroyos y manantiales de agua que están dentro de sus límites: el 60 por ciento del consumo de agua de Villa de Merlo sale de los recursos hídricos de la reserva. 

Walter se detiene debajo de la sombra de un árbol para darnos un respiro. Señala un edificio blanco, a lo lejos, dentro de los límites de Carpintería, un poblado vecino que forma parte del corredor turístico de Villa de Merlo. Es el Monasterio de Belén, en el Paraje Rodeo de los Cocos. Ahí, nos explica, hay dos casas: “la de arriba”, reservada a la oración de la congregación de Monjas de Belén, que se mantienen en oración silenciosa; y “la de abajo” distante, en un espacio de estricta clausura, para albergar huéspedes. Hacemos silencio nosotros también: necesitamos oxígeno. “¿Seguimos?”, consulta Walter. Y seguimos:  el camino se pone más sinuoso hasta el próximo mirador, en el que la ciudad se ve completa desde arriba. Walter vuelve sobre las transformaciones de la zona. “Si Villa de Merlo creció cuidando su entorno natural, tiene que ver con regulaciones que a veces pueden ser restrictivas para la actividad turística ya que, a veces, a la actividad comercial de los vecinos puede ser un obstáculo”, explica. Es la regulación estatal lo que permite que Merlo siga siendo paraíso de VyQs y NyCs.

Bordeamos una parte del cordón montañoso hasta llegar a una guarda de llamas. Un macho, altísimo, imponente, quedó afuera de la jaula y estira el cuello por encima del alambrado para ver qué pasa adentro del corral. Es el final de nuestro recorrido y Walter nos anima a acercarnos. Una llama blanca de seis meses corre y pega saltitos entre las demás. Las dejan salir del corral. Salen en fila y se pierdan en la sierra, mientras el sol les pega suave, como a nosotros.

El Salto del Tabaquillo, la meta alcanzada después de un camino entre piedras, arroyos y cascadas.

TIERRA DE TABAQUILLOS El lado B de la reserva, igualmente custodiado por el vuelo de los cóndores, tiene otro protagonista, un árbol típico de las yungas: el tabaquillo. El último salto al que llegaremos esta tarde, de hecho, lleva el nombre de esta variedad que es la zona más meridional del mundo en la que se puede encontrar esta especie. Es una variedad extraña que crece como puede entre piedras, y que tras las caída de una intensa nevada puede caerse y convertirse en arbusto. Tiene una corteza cobriza, que parece hojaldrada, y aunque es un árbol fuerte y tiene capacidad de reinventarse, los guías de la zona insisten en preservarlo con cautela. Walter sigue acompañándonos en este tramo, aunque ahora es Germán Romero –guía de montaña, asistido por dos estudiantes de escalada– el que toma el timón del guiado.

El circuito en el que nos movemos es la Quebrada del Molino y es la única zona con orientación de norte a sur, lo que hace que tengamos un poco menos de luz natural para recorrerlo.  Hay 1,3 kilómetros hasta llegar al Salto del Tabaquillo en cuestión, y lo mismo de regreso. Se camina y se trepa entre piedras en las que se cuela el arroyo del Molino. Se flanquean cuatro cascadas y se llega hasta la quinta, ese destino final donde una cascada mayor, de 18 metros de altura, pone broche de oro a un paseo alucinante. Y aunque todo indica que llegamos a donde debíamos llegar, todavía no hemos hecho nada. 

Germán se saca la mochila y comienza sacar sogas, herramientas, cascos y una cantidad de cosas que uno no creería que podrían entrar en esa bolsa de tela que cargaba en la espalda hasta hace un momento. Nos prepara para escalar en top rope junto a esa cascada impresionante que parecía ser el cierre del paseo. Con el top rope no se necesita tener experiencia: uno va atado, haciendo toda la fuerza que puedan hacer con sus brazos pero mucho más con sus piernas, y está sujeto por una cuerda de seguridad que soporta 2000 kilos. Germán sube primero y sus dos ayudantes quedan abajo. Subimos de a uno. Los primeros pasos se dan firmes y entusiastas. Hacia el final de esa pared donde nos espera Germán, el cuerpo pierde energía, los nervios debilitan los músculos y todo parece ablandarse. El esfuerzo es extra y Germán arenga desde la cima. Todo el grupo lo consigue, pero arriba, las piernas tiemblan un buen rato y necesitan descanso antes del descenso.

Para bajar, Germán prepara el rappel. Hay que pararse en el borde de un precipicio y confiar en la fuerza de esas cuerdas. Lo demás, queda en uno: se puede bajar rápido, regulando la soga con la mano, y se puede dar saltos, empujando la pared sobre la que descendemos con las piernas. Mirar para atrás da algo de pánico pero tienta: el Salto del Tabaquillo es un hueco en la sierra que tiene cascada e hilos de agua escurriéndose entre el suelo de piedras.  

Cada centímetro de músculo en el cuerpo tira y recuerda que acabamos de caminar por la montaña, escalar, hacer rappel y poner a prueba rendimiento físico y vértigo en partes iguales. Desandar el camino (otra vez 1,3 kilómetros) implica esforzarse un poco más. Germán elige otro recorrido, con vistas panorámicas del Valle de Conlara, y hacemos unas pocas paradas a descansar y disfrutar de la vista. El pasto se peina y despeina con coordinación, como si fueran hinchas del mismo club haciendo la ola en la tribuna. Seguimos caminando, ahora haciendo fuerza para sostener el peso del cuerpo en descenso, hasta que llegamos a nuestro punto de partido. Ahí quedó el auto de Walter, nuestro guía urbano. Nos despedimos de Germán y nos subimos al auto. Andamos 15 minutos. El sol pega en los parapentes que bajan desde el pico de la sierra. En una curva, el guía detiene el auto y toca una bocina cortísima y discreta. “Miren quién sale a saludarlos”, avisa. Y un zorrito se asoma detrás de una piedra, con una velocidad y una gracia que parecen pautadas de antemano. Esto que para Germán es rutina, para nosotros es maravilloso. 

Seguimos en silencio, hasta hablar nos demanda una energía que ya agotamos. Probamos los beneficios del microclima de esta ciudad y usamos todos sus créditos para llegar a sus rincones más interesantes. Las cifras de VyQs, ahora, nos parecen más que razonables.

Rappel, para vencer el miedo al vértigo bajando por la ladera de los cerros.