El pueblo quedaba a la izquierda, detrás de los árboles, al borde de la vía.
El sol se acostaba tras las alamedas para morir en los cerros cuando Lisa entró en la casa. Como tantas otras veces, el vestido blanco sucio de polvo seco y uno de los zapatos en el fondo de alguna acequia.
Nadie se quedaba nunca en ese lugar insignificante. Los bolivianos se volvían al norte después de veranos de cebollas y zanahorias. Si la cosecha era abundante, algunos, los más rápidos, quedaban conchabados para el lavado y el embolse. Pero ese año la niña había sido mezquina con el pueblo. La sequía prolongada dejó zanahorias lánguidas y cebollas del tamaño de las ciruelas que ya no se daban en el lugar.
Ella, la hija del dueño de la finca, del olivar, del lavadero de zanahorias y de la bodega, estaba acostumbrada a ver jornaleros. Se escabullía de la casa grande, lejos de la nana y los sirvientes, para correr entre las viñas y apoyarse sobre alguna espaldera para verlos. Se extasiaba escuchando lenguas diferentes en las canciones que animaban el trabajo, de lunes a sábado.
Ese domingo corrió atravesando acequias sobre alcantarillas de troncos hasta el pueblo. Encontró la plaza cubierta de puestos de frutas y verduras, de quesillos y mermeladas. Pasó por el rincón de los dulces y probó lo que le ofrecieron. Las gotas del almíbar en su falda y los dedos en la boca. Después, recorrió las tres calles de casas de adobe que la separaban de la vía. Cruzó la arboleda, su oreja sobre el riel y el frío en su mejilla. La vibración le anunció la llegada del próximo tren, el que se llenaría de mujeres, de hombres y de niños que volverían el año próximo.
Lisa se enderezó, caminó hasta los álamos y se sentó sobre las hojas doradas que comenzaban a cubrirlo todo. Bajo la sombra fresca, se enjugó el sudor de la frente en el ruedo del vestido y se tendió de espalda. En una pareidolia intermitente jugó con las figuras de nubes, los ojos entreabiertos bajo la red de hojas cimbreantes.
Cerró los ojos hasta un silbato de tren cada vez más agudo. Podía sentir qué tan próximo estaba solo atendiendo a la frecuencia. Legado de su abuela que le había enseñado Para Elisa con el metrónomo que conservaba de su paso por la academia.
Tres, dos, al llegar al uno, en su cuenta regresiva, se paró, abrió los ojos y ahí, al cero, frente a ella, rauda la locomotora. Se quedó sentada, 15, 16…, 25 vagones y después cerró nuevamente los ojos y la frecuencia del silbato cada vez más larga, hasta desaparecer. Se paró, sacudió las hojas pegadas a su falda, y emprendió el regreso.
Mientras atravesaba el campo de cebollas, cerca de la casa, un silencio oscuro cubrió el cielo, el campo, los árboles. Rápido, un techo antes del granizo. Próxima al galpón de las máquinas, las primeras piedras sobre su espalda, en sus brazos. Allí, casi en el portón, la bola de hielo y su cabeza rota.
Entre las pieles de cebolla, los zapatos de Lisa salpicados de barro.