No creo en el día del amigo, tampoco en las casualidades. No será casual, entonces, que me encuentre escribiendo sobre cosas en las que descreo. La amistad no la festejaba a fines de los sesenta, pero estaba rodeado de amigos reales y tangibles. Pasarlos a buscar iniciaba la ceremonia del encuentro. Contraseñas y códigos como llaves para no molestar al adulto eran fundamentales. Bastaba treparme en el tapial vecino y mover las ramas del limonero, para que mi amigo, el Lobo Atilio, ganara la calle con la rapidez de una paloma asustada. Sobraban piedras entre los rieles de calle Vera Mujica para golpear la persiana  del Polaco, quien bajaba de su altillo corriendo, vestido de jugador de fútbol. El Willy tenía oído de perro para escuchar mi silbido largo y angosto como su pasillo. Siempre entré sin golpear a la casa del Pituco Fogolini. Su abuela reinaba en una galería repleta de plantas, canarios, sillones de mimbre y una tinaja gigante. Me gustaba subirme a una silla de paja, ganar la boca de la cerámica, gritar en su interior palabras inventadas o vocales sueltas, esperar su rebote en la base y recibir los ecos colmando mis oídos. Al Pitu siempre había que esperarlo, pisaba la esquina bañado y perfumado. Teníamos una conexión especial, con sólo una mirada sabía si necesitaba un pase al vacío en el verde césped, una carta pie en una partida de truco o una gamba de urgencia en algún baile para sacar a bailar a la amiga de la piba que le gustaba. Con una ancha sonrisa que achinaban sus ojos marrones, me agradecía sin usar palabras. En el mes de julio del '69, mi padre decidió achicar el comedor instalando un pesado televisor de pantalla en blanco y negro, como parecían ser todas las cosas en aquel momento. En un principio pensé en lo milagroso de dicho aparato. Logró cosas impensadas, hizo llorar a mi abuelo, hombre rudo y recio, con una infancia dura trabajando en hornos de ladrillos y en diferentes quintas en el partido de San Martín, una zona de chacritas. Lloró como un chico la tarde en que Chacarita salió campeón en un 4 a 1 frente a River. Hombre de a caballo, tenía un discurso regado por la moda espacial de aquello días. "Petrocelli es un arquero de otra galaxia" o "los tres de arriba son tres cohetes, son...", eran comentarios repetidos con los que trataba de manejar noventa minutos de ansiedad. A los pocos días, mi padre, hincha fanático del Sputnik, miró en medio de una nube de silencio y humo de cigarrillo la caminata lunar por parte de dos de los integrantes del Apolo 11, con la dignidad de los buenos perdedores. Conservo de aquellos momentos dos tridentes clavados en el ruedo de mi alma, Marcos, Orife y Neumann, Armstrong, Aldrin y Collins.

Después, la vida y su pragmatismo. El aprender que nada era para siempre, que las palabras destiñen, que el olvido suele quedar lejos. El último 20 de julio rechacé la invitación de unos compañeros de trabajo a la tradicional cena en un bar atestado de jóvenes que rechazan el  alunizaje. Opté por aburrirme con un insulso partido de la liga alemana de fútbol en mi casa de siempre. Siete golpes rítmicos, iguales a aquellos que telegrafiaban potenciales horas de juego, sonaron en mi puerta. La estampa del Pituco desafiaba el paso del tiempo. Después del festejo del reencuentro, nuestra charla se fue haciendo fría y distante. "Se robaron todo... Esta vez, casi nos convertimos en Venezuela... Este  país hace rato que no va más, sigo soñando con radicarme en Roma". Su viejo discurso aggiornado fue acompañado por nuevos tics y aromatizado con el perfume de siempre "Flores de Panacea". Con el pasar de los minutos nos fuimos sintiendo cada vez más extraños. Próximo a la despedida, pisando el umbral, muy lejos del suelo, el visitante desenfundó inesperadamente una mirada tan piadosa como conocida, que disipó la niebla de las apariencias:

-Flaco, ¿vos te acordás de mi abuela?

-Cómo no me voy a acordar, un ser de luz...

-Sí, sí,  pero yo me refiero a su voz. ¿Te acordás de su voz?

-Claro, era una gringa en estado puro, parecía recién bajada del barco.  -No, no. No me entendés. Del tono, te pregunto, de la melodía con la que endulzaba mis oídos. Es raro lo que me pasa; me acuerdo de lo que sentía pero no recuerdo su tonalidad. Aquello que me hacía sentir y que ahora no lo siento, aquel estado de plenitud estoy seguro que era el amor. Me paso las noches rezándole, rogándole que no me abandone.

Lo tomé del hombro y lo llevé a caminar por la misma vereda que pisamos tantas veces. Busqué una respuesta en lo más profundo de mi ser, acorde a la necesidad de mi amigo. "No la busques afuera, ni aceptes imitaciones. La música de sus palabras vive adentro tuyo, suspendida en algún lugar de la tinaja de tu memoria, flotando tal vez en un mar de lágrimas no derramadas, atascada entre frases vacías de voces extrañas que anulan los ecos de amores preexistentes. Quizás sea tiempo de limpiar la tinaja de malos pensamientos y recuperar las bellas melodías de la infancia. Sólo de una cosa estoy seguro, hermano, la reina no sólo no te olvidó, sigue pendiente de tu corazón, como lo hizo siempre".

Con su auto en marcha, en medio de una fría noche, bajó la ventanilla y con ojos achinados, me dijo: "Feliz día... amigo".

 
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