La lengua es como una esponja porosa y elástica en la narrativa del escritor Mirko Barreiro. “El horizonte se me aparece como una orden que podría llegar a desobedecer, un límite vulnerable. Sin embargo, estar de pie ante tanta extensión, tanta posibilidad abierta, me provocó, paradójicamente, un vértigo de encierro”, dice el protagonista de El húngaro (Bajo la luna), en su regreso a la Bahía, luego de haber estado tres años en el penal de Alcira. Su “libertad” no está garantizada; necesita conseguir papeles de empleo o matrimonio para poder seguir afuera. Esta primera novela que funda un mundo de una singularidad hipnótica ganó el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes en 2021, elegida por un jurado integrado por María Gainza, Aníbal Jarkowski y Gustavo Ferreyra.

El húngaro, el personaje homónimo de la novela, es una especie de pariente de Larsen, el protagonista de El astillero, de Juan Carlos Onetti. Mientras uno vuelve a la Bahía, el otro regresa a Santa María. Los dos comparten un humus de desesperación. “Hay algo en mí que este lugar nunca entendió, pensé, y no quise saber qué era, porque yo tampoco tenía ánimos de explicarme nada. Pero, a su vez, y desde el beneficio de la libertad, un cierto vacío de la Bahía chupaba y se centrifugaba con mi propio vacío, y convertía esa falencia de entendimiento en algo dependiente, casi adictivo”, confiesa este personaje al que le cuesta imaginar la posibilidad de tener una familia.

El escritor y abogado comparte el mismo nombre del actor de teatro independiente Mirko Álvarez, su abuelo materno que murió en 1961, a los 36 años. “Mi escritor favorito es Onetti; para mí es el mejor escritor de toda la historia, tengo una vibración con él que yo entiendo que otras personas no tengan”, subraya Mirko y el asombro palpita en su retina como si esa vibración se encendiera con solo pronunciar el apellido del uruguayo. Onetti es como un mantra literario en la vida de este lector y escritor que repasa cómo surgió su primera novela después de un viaje que inició acompañado pero lo terminó solo. De pronto vio salir a una persona entre unas plantas en el camino de la arena hacia el mar. “Me di cuenta de que vivía ahí y que tenía su rutina. Entonces pensé que podía intentar escribir desde esa persona que estaba en la playa: qué le pasa, qué es lo que ve, cómo sobrevive, porque evidentemente no tenía muchos recursos. Así empecé El húngaro, jugando con las palabras, pero también buscando la poesía”, comenta y confirma que tiene un parentesco con el poeta Raúl González Tuñón, el tío de la abuela de Mirko.

Extrañamente bella y tal vez anacrónica, la lengua de El húngaro se fue construyendo mientras Barreiro escribía. “Al principio me sonaba un poco impostada, por ahí me pasaba de mambo y volvía sobre mis pasos, corregía, suavizaba un poco -reconoce-. No se sabe si el húngaro es realmente de Hungría o de dónde es. Elsa Drucaroff, después de darme una devolución de la novela, me dijo que es la historia de un extranjero de la vida”. La zona geográfica en la que transcurre está armada con retazos de sus memorias de viajes, películas y fotos; una suerte de collage de cinco años de la vida de Mirko. Un lector que leyó unas diez páginas antes de que la novela concursara le dijo que la atmósfera le hacía acordar mucho a las películas del director húngaro Béla Tarr. Entonces, por curiosidad, comenzó a ver algunas de sus películas. “Eso influyó bastante, no en la trama, no en el lenguaje, sí en algo fotográfico y en cierta densidad en cuanto a la luz y a la paleta de colores; hay capítulos que parecen escritos en blanco y negro”, agrega el escritor.

Mirko funciona en “modo esponja” con las frases que escucha o lee, con lo que observa. “En inglés para decir temprano usan at first light, la primera luz; nosotros no lo decimos así, pero qué lindo suena la primera luz, si lo traducís literalmente al castellano”, explica el escritor. “A veces pienso, ¿cómo puedo decir esto de una manera distinta? ¿Cuál es la posibilidad? Como si fuera un ejercicio matemático que se puede resolver con las frases, ¿no? El lenguaje, en cierto punto, nos termina hablando. Nosotros decimos palabras que salen automáticamente; frases que ya están creadas, que ni siquiera las pensamos nosotros; que vienen de la sociedad, de nuestra crianza, del colegio, de la moda también. En ese regodeo que tengo de buscar el extrañamiento del lenguaje a veces me paso de mambo y tengo que parar un poco. Yo busco en la historia de la lengua castellana expresiones que en su momento eran completamente normales, como por ejemplo ‘no había un hombre en toda la Bahía que le hiciera en menos una migaja’. Hacerle en menos una migaja es que nadie le podía robar nada. Eso viene del castellano antiguo, quizá lo tomé prestado de El Lazarillo de Tormes o de Teresa de Jesús”, conjetura el escritor, que también estudió filosofía y música.

María Consuelo Álvarez, la madre de Mirko, fue docente de lengua y literatura y una lectora compulsiva. “Una vez vinieron a hacer unos trabajos de reparación en casa, recomendados por un familiar, y dijeron que mi mamá tenía un problema porque se la pasaba leyendo y no levantaba la vista de los libros. Para mucha gente la lectura es algo raro”, aclara el escritor y precisa que su madre los fines de semana leía primero Página/12 y cuando lo terminaba pasaba la vista de las páginas del diario a las páginas de un libro. “A los 11 años me dio para leer la antología de poesía surrealista de Aldo Pellegrini y yo escuchaba The Doors con Jim Morrison y me parecía que eran mundos que estaban conectados. Entonces empecé a escribir poesía, a jugar con las palabras”, recuerda el escritor.

“Mirko está en cualquiera”, se quejaban en su familia de ese adolescente que, a fines de los años 90, quería tocar la guitarra todo el día, como la letra de una canción de Los Auténticos Decadentes. “Tenés que hacer algo con tu vida”, le pedía su tío, el escritor Eduardo Álvarez Tuñón. El joven, acorralado por la presión familiar, fue hasta la Universidad de Buenos Aires y empezó a tachar todas las carreras que tenían matemática. Finalmente, por descarte, optó por anotarse en Derecho. No se arrepiente de esa elección, pero confiesa que se siente un poco ajeno a eso que suele llamarse “ambiente literario”, a falta de mejor expresión.“Traducir la realidad en palabras, en metáforas, era lo que mi vieja me decía que había que hacer para escribir: ‘decilo con una metáfora’. Me acuerdo que me ponía de ejemplo una canción de Fito Páez, ‘Pétalo de sal’. Ella me decía que me fijara que cuando dice 'furioso pétalo de sal' está hablando de una lágrima; se trata de cómo decir lágrima sin decirlo”.

El destino de Mirko es la literatura. Su extraordinaria primera novela no hace más que ratificar el interés por una obra que asoma con una potencia inusitada. “El húngaro tiene fascinación por los libros, me parece que es un tipo culto venido a menos, un tipo culto que tomó malas decisiones en su vida, como podría haber sido el cauce de mi propia vida también -admite el escritor-. Las malas decisiones están muy a mano, como las malas compañías. Todo puede llegar a salir mal, más allá de la familia donde uno haya nacido”.