Como una certera puñalada en el corazón, hay frases leídas que desgarran las entrañas del alma humana: “Nadie sabe cuánto pesa un padre muerto. No se puede calcular el peso del padre vivo”. Las moscas, el calor agobiante y una huelga en el cementerio le permiten desplegar las complejidades de una mujer que no encaja en los exiguos patrones de la “normalidad” del asfixiante pueblo donde vive. La protagonista de la perturbadora El amor es un monstruo de Dios (Tusquets), la segunda novela de Luciana De Luca, quiere ser la última de un linaje, una mujer que no va a tener ninguna hija, “una ventana sin paisaje”, como ella misma elige decir que no será madre.

En la nueva novela de la autora de Otras cosas por las que llorar la familia está construida de resentimientos, de rumiar misterios y silencios, sin perder la ilusión de lograr entender quiénes son ese padre que pasó “de sombra a desesperado, de desesperado a suicida y de suicida a fantasma”, y esa madre que maneja el mundo a su antojo. Dos mormones irrumpirán en ese “pueblo chico, infierno grande” para alterar el curso de los acontecimientos. De Luca, que nació en Buenos Aires en 1978 y vivió en la ciudad de Santa Fe hasta los doce años, cuenta que una de sus hermanas leyó la segunda novela y le dijo: “sos más vos”. La escritora, autora de los libros para niños Soy un jardín, Ratón de Biblioteca, Nunca vi una bruja y Ansiosa, que fueron traducidos al inglés, al coreano y al portugués, revela que siente como “si se hubieran soltado ciertas compuertas de intensidad y quizás de libertad” y que por eso estuvo “más desbocada” en la escritura y pudo sumergirse en “aguas más turbulentas”.

Escribir sobre el amor no es una misión imposible. “Me gusta el amor como algo imperfecto, potencialmente hiriente y doloroso, no porque no me guste el amor saludable, me gusta y tengo de ese tipo de amor. Pero también entiendo que el amor es algo idealizado y completamente peligroso. Meterme en esas aguas implicó también ponerme a revisar cómo doy amor y cómo recibo amor”, analiza De Luca y reconoce que tanto su primera novela como la sucesora transcurren en un pueblo litoraleño que, aunque no se lo menciona, está armado de retazos de la ciudad de Santa Fe, donde los insectos forman parte del paisaje y “las moscas tienen las patas llenas de muertos”, como se afirma en El amor es un monstruo de Dios. “En Santa Fe vivíamos bastante cerca del cementerio. Había muchas maneras de recordarnos diariamente que teníamos el cementerio cerca, por ejemplo la presencia constante de los coches fúnebres que pasaban por la esquina de mi casa. Además, vivíamos en un barrio donde había mucha gente mayor que se iba muriendo. Entonces los coches fúnebres venían cada vez más seguido”, recuerda la escritora esa atmósfera infantil asediada por la muerte.

“Los vivos nos vamos pudriendo en vida y los muertos también se pudren en la muerte; es como si la descomposición fuera el fin ulterior. Todo el tiempo nos estamos pudriendo, se nos están muriendo partes del cuerpo. Yo sé que no es muy alegre esto que digo, pero había días en que prendían los crematorios y era muy impactante porque de chica tenía esa sensación de la muerte tan cercana, pero sin tener conciencia plena de qué significaba y todos sus rituales porque hasta ese momento no se había muerto nadie en mi familia y la muerte era algo que le pasaba a los demás. Se morían los otros”, precisa la escritora y agrega que acompañaba a su abuela paterna Carolina –en quien se inspiró para componer a la protagonista de Otras cosas por las que llorar-- al cementerio.

La nieta observaba esa ceremonia tan íntima y amorosa en la que su abuela limpiaba los bronces de la sepultura de sus bisabuelos. “Me sentía muy especial que ella me eligiera para acompañarla. Eso me tranquilizaba porque yo era una niña bastante salvaje”, admite De Luca y confirma que la extrañeza de la protagonista de su segunda novela, ese no encajar en un pueblo pequeño, se corresponde con lo que ella también experimentó. “Yo no nací en Santa Fe, nací en Buenos Aires, por eso me sentía extranjera en Santa Fe; en ese momento ser porteño no era amigable, no era una buena carta de presentación -aclara-. Yo era muy chica y no tenía idea, mis padres estaban haciendo y deshaciendo su matrimonio; entonces mi mamá y yo íbamos y veníamos todo el tiempo. Yo era extranjera en Santa Fe, pero también era extranjera en Buenos Aires porque venía de Santa Fe. Yo era de ningún lado, pero ese no pertenecer me dio el salvoconducto para poder mirar todo y estar ahí casi sin ser vista, como si fuera una testigo medio privilegiada que se pudo camuflar para seguir viendo y escuchando”.

La protagonista de El amor es un monstruo de Dios es “mala” con su madre y disfruta de esa maldad, según la define De Luca. “La idea que tenemos todos los hijos de no repetir lo que son o hacen nuestros padres es un deseo que muchas veces no podemos cumplir. Uno termina repitiendo un montón de cosas porque quizás es demasiado difícil o no estamos capacitados para hacerlo”, reflexiona la escritora sobre lo que se hereda (o no). Edgardo De Luca, su padre, fue periodista, prosecretario de redacción del diario El litoral. En la casa donde creció había muchos libros (más de 10 mil), especialmente de historia, filosofía y política, pero también mucha literatura.

La frase “nadie sabe cuánto pesa un padre muerto”… viene de la vida misma. “Cuando mi papá estaba por morir, hace siete u ocho años que para mi fue hace veinte minutos, tuve que ir a elegir el cajón mientras estaba vivo. Yo soy muy fuerte y resuelta, pero con la muerte es el único momento en el que me convierto en una inútil”, confiesa con la voz aun astillada por esa experiencia. “Me acuerdo que me preguntaron cuánto pesaba mi padre muerto; fue un momento horroroso y a la vez increíble. Yo le dije que no sabía cuánto pesaba, que estaba ahí eligiendo un cajón para mi padre, que todavía estaba vivo”. El padre de De Luca -el hombre que la impulsó a leer y a escribir- dejó cuentos terminados. El plan de ella y sus hermanos es poder publicar esos materiales inéditos. “Mi padre era muy buen escritor, muy clásico y medio borgiano, una persona muy culta y muy sensible”.

De Luca no le tiene miedo a lo monstruoso. “Me entregué a escribir sobre lo horroroso, lo deforme y lo contrahecho, lo imposible de querer o desear, con mucho apasionamiento porque para mí es muy deseable esa deformidad, también esa cosa salvaje y agresiva que tiene ella, que es una pulsión muy vital. La misma que tiene la madre, que tiene esa relación ambigua con su peón. Todos son seres horripilantemente deseantes”, explica y añade que en la novela también emerge cómo incide la mirada del otro en el juicio colectivo. “Todos señalamos al extraño, al diferente, al que de repente un día está bien y al otro día dio un paso en falso. La volatilidad del humor social es un tema que me preocupa mucho”, concluye la escritora.