EL CUENTO POR SU AUTOR

Tuvo que pasar un año de la muerte de mi madre para que pudiera sacar de mi llavero las llaves de su departamento. Aunque siempre supe que ese día llegaría, nunca imaginé cuándo sería, ni tampoco quise apurar el momento. Dejar de tenerlas conmigo era aceptar su ausencia. Hasta que un día, como tantos otros actos que acontecen sin ser del todo conscientes y que tiempo después nos damos cuenta del impacto que produjeron, sucedió.

Vivir una muerte nos enfrenta con una falta. Las primeras semanas creemos que nunca nos vamos a poder recomponer. Pasados los meses algo se alivia, pero la tristeza diaria es inevitable. Lleva tiempo incorporar las pérdidas. Una parte de uno/a también deja de existir cuando muere una madre. En ese acontecimiento se deja de ser hijo/a.

La ausencia ocupa espacio. También pesa.

Descubrí que el dolor puede ser fragmentario y que no desaparece a medida que pasa el tiempo. Suele estar oculto, pero reaparece en alguna circunstancia y nos toma por sorpresa. Esa idea fue la que dio origen al título.

Lo único que sabía al momento de sentarme a escribir era que quería plasmar, por un lado, ese momento exacto en el que se produce un acto, y, por otro, que las llaves iban a ser las protagonistas de la historia. El resto es pura ficción.


LA ARQUEOLOGÍA DE LO OCULTO

Cuando salgo de mi casa, después de cerrar la puerta, guardo las llaves adentro de la mochila. Siempre quedan en el fondo y en el andar se van deslizando hacia la izquierda porque mi pierna derecha es apenas un poco más larga. Es una diferencia mínima que a simple vista no se nota, pero para quien mira con atención es visible. Además, mi estructura ósea me lo hace saber con dolores en la ciática. De a poco me voy torciendo para un lado. Esos milímetros no logran achicarse, aunque le ponga a mi cuerpo más peso del lado izquierdo. Es mínima, pero siempre está y no me puedo deshacer de ella. Ni cortándome la otra pierna, porque sería peor. Esos milímetros de más o de menos, según como se vea, los trato de disimular y de achicar con pensamientos estilísticos. Por ejemplo, hago de cuenta que miden lo mismo. Armo una imagen mental donde ambas piernas tienen el mismo largo. Tal vez, me digo, negando esa disparidad termino creyéndomela y desaparece ante mis ojos cuando me miro en el espejo o me visto.

En el mismo llavero en que están las llaves de mi casa están también las de mi madre. Cuatro son de mi departamento y las otras cinco, del suyo. Juntas arman un ramillete. Siempre necesité que estuvieran unidas; por un lado, para tener encima un peso de más y que cumplieran su propósito de achicar la diferencia, y por otro, para salvar cualquier imprevisto que se presentara durante el día.

Ella vivía sola y estaba viejita. Por lo general iba a visitarla dos veces por semana. Los martes era el día que jugábamos a las cartas y después cenábamos juntas y los domingos íbamos a caminar o a tomar algo. Tener conmigo las llaves de su casa me hacían sentir más tranquila por si tenía que ir de urgencia, como solía pasar, o si tenía que pasar para hacerle alguna compra.

La última vez que tuve que ir de apuro fue hace justo un año. La llamé por teléfono para ver cómo estaba y no atendió. Volví a insistir. Como no aparecía su voz del otro lado del celular, agarré el manojo de llaves y salí corriendo de mi departamento hacia la avenida. En cuanto vi un taxi, lo tomé. Nos distanciaban exactamente veinte cuadras. En cuanto llegué a la puerta de su edificio me bajé del auto. Tropecé con una baldosa. Miré hacia bajo y me di cuenta que estaba en ojotas. No llegué a ponerme las zapatillas. Subí corriendo los cinco pisos de escalera. Toqué timbre y no atendió. Intenté abrir la puerta. Sus llaves estorbaban la cerradura del otro lado. Con las mías logré tirarlas. Escuché como cayeron al piso. Entré y enseguida la busqué en la cocina. No estaba. En el living tampoco. Fui hasta su habitación. La encontré acostada. Desorientada. Llamé a la emergencia. Por suerte llegaron rápido. Les bajé a abrir. Subieron. La revisaron. Se la llevaron. Yo me fui con ella en la ambulancia. Con una mano le agarré la suya. En la otra, las llaves me sostenían.

Cada tanto vuelvo a su departamento. Aunque todavía no pude abrir los placares, saqué algún que otro mueble y otros regalé. Cambió la geografía de los ambientes. Sí me encargué de llevarme lo único vivo que quedaba: las plantas. Ahora están todas en mi balcón. Sus persianas ya no se levantan y la tierra cubre cada objeto. La última vez que fui acomodé todos los relojes que había. Sumé diecisiete. Dos de pared, tres radios reloj digitales y el resto de pulsera. De a poco, las agujas se detienen y quedan clavadas en diferentes horarios.

Para el día de hoy anuncian más de veinte grados. La mañana se encuentra templada y un poco húmeda. Un cielo celeste y sin nubes envuelve la ciudad. El sol tímido se filtra por las bocacalles. A estas horas tempranas pueden oírse algunos cantos de pájaros. Se respira cierta calma. Bajo la escalera del subte siempre con la pierna izquierda para hacerla ejercitar un poco más que la otra y ver si empujándola hacia abajo todos los días, se alarga, aunque sea un milímetro y así lograr apenas achicar esa diferencia. Una vez en el vagón, intento sentarme para descansar de la primera salida del día. Por las noches duerno con una almohada debajo de la pierna izquierda para que esté estirada y la derecha flexionada. Tal vez de ese modo la izquierda se alargue o la derecha se encoje. Algo parecido me pasa cuando estoy sentada en el trabajo en mi escritorio frente a la computadora. Trato, durante todo el día, que la pierna izquierda esté cruzada sobre la derecha para que se estire un poco mientras cuelga. Aunque creo que lo que mejor compensa esa diferencia es cuando salgo del supermercado o de la verdulería y me encargo de que el brazo izquierdo sea el que lleve las bolsas cargadas de las compras. Por eso nunca uso un chango. Estaría perdiendo una oportunidad. Otro artilugio es salir a andar en bicicleta, porque cada vez que pedaleo empujo bien fuerte hacia abajo la pierna más corta.

Salgo del subte y camino las cinco cuadras hasta mi trabajo. Un empleo público que no me trae sobresaltos, salvo cada cuatro años cuando hay cambio de gobierno porque se van los directores de la vieja gestión y llegan los nuevos. Después, todo sigue más o menos igual. Prefiero caminar sobre asfalto y evitar las imperfecciones de las calles empedradas. Un empleo seguro, equilibrado y rutinario. En la entrada, al lado de los molinetes, siempre está el personal de seguridad. Suelen ser dos. Subo por la escalera los cuatro pisos. Nunca desperdicio oportunidades de estiramiento. Tendría que haber sido profesora de educación física, en lugar de empleada pública. Fue mi madre la que me consiguió este trabajo. Ella insistió en que llame para mostrar interés. Y resultó. Esto fue hace veintitrés años.

Durante el día me invento una música que suene en mis oídos. También me dicto cartas imaginarias que nunca llego a escribir ni a enviar a gente con la que tengo algunas diferencias partidarias, de personalidad, de valores o mal entendidos. Salvo con mi madre que, a medida que pasaban los años, nos fuimos acercando. Antes habíamos sido dos extrañas. Todo lo que a ella le gustaba, yo lo detestaba. Me oponía a todo lo que ella quería. Cuanto más en las antípodas, mejor. Hasta que cumplí cuarenta años; ella tenía ochenta y tres. En esa época, entramos en una especie de síncopa.

Y así anduvimos el último tiempo.

Salgo del trabajo. Hay ruido, tránsito, nervios, descontrol, neurosis. Logro abstraerme del bullicio. Una brisa primaveral acaricia mi cara. Algunos rayos de sol pegan de lleno entre los edificios. Otros rebotan entre el asfalto y las paredes de cemento. Camino por la calle Paraná. Muy angosta para el caudal de gente y autos que van hacia el centro. Uno quiere pasar a otro, se acerca demasiado al cordón, pisa un charco y me salpica el pantalón con el agua estancada. No calculé ir más cerca de la pared para evitar este imprevisto. Ahora tengo el jean mojado y sucio. La gente me va a mirar las piernas. Es una buena forma de despistar. Lograr que los demás pongan la atención en otra cosa, para que la diferencia quede oculta. Tal vez sea está una perfecta artimaña. A partir de ahora puedo empezar a manchar la ropa antes de salir de casa. Si me pongo una campera, ensuciarla. Y el suéter que llevo debajo también, así cuando me desabrigo puedo seguir direccionando la mirada de la gente.

Desde que murió mamá me convertí en una especialista en inventar escenarios para disimular el vacío que me dejó su ausencia. Un agujero que no tiene con qué medirse porque una parte mía también desapareció con ella.

Llego a casa después de las ocho horas de trabajo. Busco las llaves en el fondo de la mochila. Hurgueteo con mis manos. Como siempre, las encuentro arrinconadas del lado izquierdo. Abro la puerta. La gata me espera del otro lado. Voy a la habitación a cambiarme. Me pongo otro pantalón. Paso por el baño a lavarme las manos y la cara. Antes de ir a la cocina, veo las llaves que dejé sobre la mesa, las agarro, siento su peso, cierro la puerta del lado de adentro. Saco del ramillete las llaves de la casa de mamá. Las separo del mío. Voy hacia la habitación para guardar las suyas en la mesita de luz y las mías en el bolsillo derecho del pantalón.

Algo me sucede. Empiezo a transpirar. Un calor me sube desde la punta del dedo gordo del pie por cada una de las piernas, siento fuego en las rodillas, avanza hacia la cintura. Trepa por el abdomen, la columna vertebral, se expande por el torso, el pecho y va hacia los brazos. Los dedos de mis manos parecen bengalas. Ese ardor se apodera de mi cuello y la garganta. Asciende hasta la cara, la boca y las orejas. Mis ojos arden. La cabeza entera es una antorcha. Son las llaves, lo sé. No me animo a sacarlas del bolsillo, una fuerza interna me impide mover los brazos. Estoy parada en medio de la habitación, frente a la mesita de luz, al lado de la cama. La gata me mira fijo y yo a ella. Estamos así varios minutos. No sé exactamente cuántos. Hasta que, por fin, ese fuego interno comienza a calmarse. Al mismo tiempo que cede, algo se equilibra.

No entiendo por qué, pero mi llavero pesa más que antes.