Five easy pieces, obra del dramaturgo suizo Milo Rau incluida en la programación del FIBA, sedujo al público porteño en la noche del jueves –hoy hay una tercera y última función–. Uno de los motivos del encantamiento fue que la obra está protagonizada por un grupo de niños entrenados, que tienen la tarea de representar algo complejísimo: el espectáculo evoca, a través de cinco fragmentos y apelando a la tecnología, los asesinatos del pederasta Marc Dutroux, que conmocionaron a la sociedad belga en la década del ‘90. 

Pero Five easy pieces no trata sobre esta temática. Es más bien un espectáculo sobre la representación, sobre la dificultosa intención de un grupo de niños, guiados y acompañados por un adulto, de llevar a la escena una historia macabra que incluye a dos nenas enterradas vivas y otras dos muertas por desnutrición. La obra se mueve en varios planos, pero fundamentalmente en dos: los chicos llevando a cabo escenas vinculadas con el derrotero del criminal; los chicos debatiendo sobre lo que acaban de hacer. La actuación se instala como tema. 

La primera escena plantea al espectador que está viendo un casting para una película. Los chicos –tres nenas y cuatro nenes de entre 8 y 13 años– responden preguntas a un director que aparece en una pantalla gigante instalada por sobre ellos (¿metáfora de la dominación de los adultos? La relación entre director e intérpretes es otro de los ejes). Y Five easy pieces edifica en esta primera parte uno de los climas en los que reposará durante todo lo que dure: la ternura. Los pequeños arrancan suspiros a la platea cuando dicen las ocurrencias que acostumbran a decir los infantes. Está la intención de que eso parezca improvisado. A lo largo de la obra hablarán de muchas cosas. De mascotas muertas, de madres que los besan en la boca hasta producirles asco, de sus gustos, de modos diferentes de morir. “Me gusta actuar porque todos merecemos un hueco en el escenario”, dice una de las actrices. De la actuación también conversan. “Es como el teatro de títeres, pero sin títeres”, sugiere otro de los actores.

Ellos son Rachel Dedain, Maurice Leerman, Pepjin y Willem Loobuyck, Polly Persyn, Elle Liza Tayou y Winne Vanacker. No solo actúan. Hay música en vivo y baile. El único adulto que lleva la acción es Peter Seynaeve. Una tercera capa de la obra son videos que cada tanto reproducen las mismas escenas que ocurren en el escenario.

La partitura de la obra está estructurada, como lo indica su título, en cinco fragmentos sobre diferentes aspectos de la historia de Dutroux, quien violó a seis nenas y asesinó a cuatro y es considerado el enemigo público número uno de Bélgica. Los testimonios de un policía, de los padres de una de las víctimas y del asesino de una de las niñas al momento de su encierro aparecen en pantalla grande. Impresionan los primeros planos de esos rostros, actuando eso que tienen que actuar. Posiblemente el de la nena encerrada pronunciando una carta escrita para sus padres sea el más crudo. Aunque este punto no sea el más relevante, e incluso forme parte de la temática de la obra -que es la representación, finalmente–, el nivel de los actores es bueno, apenas un poco desparejo. Sorprende la capacidad de algunos de ellos para ponerse en la piel de semejantes personajes.

Más allá de la ternura, ciertos momentos de humor y lo innovadora que resulta la propuesta, tiene sus fisuras. Sus riesgos, a lo mejor buscados. “Yo vi documentales del caso. Y es una historia para llorar”, se quejaba una espectadora. La escena a la que se refería es ilustrativa: cuando los actores encarnan a los padres de una de las víctimas, uno de ellos no puede llorar. El director se lo pide, pero él no puede. Finalmente, utilizando un producto para generar lágrimas, el nene llora. Y el público termina riéndose. El espectáculo produce este desvío: sugiere que la atención se pose más en el experimento que en el caso en sí. Entonces, el caso queda diluido. No hay reflexiones interesantes o ideas nuevas para pensar la problemática, que es otra de las grandes oportunidades que el teatro permite.

Un punto débil de la obra es su aspecto filosófico. En la página del FIBA se aclara que “Rau usa la biografía del criminal más infame del país para esbozar una breve historia de Bélgica y reflexionar sobre la (re)presentación de los sentimientos humanos sobre el escenario”. Pero la historia de Bélgica queda tan diluida como el caso, a pesar de las alusiones a la independencia del Congo Belga y el asesinato del líder anticolonialista Patrice Lumumba. El experimento de este exponente del teatro documental, periodista y cineasta, al frente de la compañía International Institute of Political Murder (IIPM), no pasa inadvertido. Es potente y atrevido, pero tiene sus límites.