En el 2010, el artista visual Douglas Gordon escribió con birome en una de las paredes de las Galerías Tate, en Londres, “I´m the curator of my own misery” (“soy el curador de mi propia miseria”). La frase afirmaba, a través de dos pronombres, no solo la propiedad sino la soberanía del yo sobre sí mismo que se erigía también en guardián de su intimidad. Tres bolígrafos dispuestos en el suelo invitaban virtualmente a los espectadores a hacer lo propio a partir de la consigna de la instalación. La obra de Gordon se caracteriza por buscar una respuesta; su arte se afirma en la experiencia del espectador o allí donde, paradójicamente, el yo pierde su contorno en el encuentro con el otro por lo que la breve sentencia en la pared muestra que, contra las evidencias, no hay nada menos personal que decir yo. Claramente, esta coincidencia entre el pronombre y quien enuncia dura solo lo que depara la promesa confesional para la curiosidad del lector o el espectador o bien la ilusión de expresividad para el autor: lo cierto es que el yo encuentra a un otro desde antes de que se enuncie (solo digo “yo” porque me percibo en la diferencia) y su dominio se evanece rápidamente en la imposible afirmación de lo único que identifico con mi experiencia en la generalidad del lenguaje; es decir, las palabras y lo que “se puede decir”, que es lo mismo para todos. Entonces, ¿hay una posibilidad de vida? O, en otros términos: ¿cómo nombrar lo que reconocemos como irrenunciablemente propio y en la irrevocable novedad que supone cada vez que acontece? Esa es la pregunta que se hace Alberto Giordano en Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas publicado por primera vez en 2006 por Beatriz Viterbo y ahora reeditado por la misma editorial en una versión corregida y ampliada y que además inicia con este libro la colección “Bios”, que proyecta volver a poner a prueba la inquietante interrogación por la vida en próximos títulos.

En el campo de la teoría y la crítica literarias, el concepto de “escrituras íntimas”, introducido en este libro, desplazó en el momento de la primera edición, la referencia entonces habitual a las “escrituras del yo”. La intimidad, definida por Giordano a partir de la formulación inicial del filósofo español José Luis Pardo, ampliaba y complejizaba la representación del objeto complejo que constituyen los diarios personales, biografías, autobiografías, cartas, pero también el ensayo y hasta la crítica concebida como una “autobiografía hecha de lecturas” de sus autores, como señala Silvio Mattoni en el prólogo. 

La intimidad, antes que un índice de la interioridad de la primera persona o bien la manifestación de cierta verdad, sería ese “repliegue de las palabras” que traiciona la evidencia comunicacional de lo dicho y, por lo mismo, significa en lo que se revela en el decir y por la escucha de la lectura; dos instancias que nunca se corresponden, por definición. Lo íntimo se inscribe, por un lado, entre lo que se dice y el ejercicio de la escritura y, por el otro, entre lo que se lee y el lector. En otras palabras, se trata de un efecto antes que de un tipo de experiencia individual o social. Si en el arte de tapa de 2006, Daniel García proponía para la ilustración la imagen de un juego de sombras reflejado sobre la superficie pulida de un espejo, es decir, la apelación a un objeto claramente asociado a la idea de identidad para el sentido común; en la nueva versión — también de García — la elección de una serie de objetos en los que “resuenan” los afectos de su autor, antes que una representación alegórica, constituye una materialización encantadora de la idea de intimidad que está en juego en este libro.

Por otra parte, una lectura de Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas en este momento de su reedición no puede soslayar lo que abrió (probablemente Giordano diría “lo que pudo”) esta reconceptualización para la propia obra de su autor, pero también para todos los que se formaron en torno a los nuevos objetos y tradición teórica inaugurados por estos ensayos ( Giordano es profesor de Teoría Literaria en la UNR e investigador principal del Conicet). Leídos desde esta perspectiva, los capítulos de Una posibilidad de vida dedicados a los diarios de Ángel Rama, Pablo Pérez, John Cheever, Alejandra Pizarnik y Julio Ramón Ribeyro, entre otros, preparan el libro en el que Giordano conceptualizaría al “diario de escritor” como un género particular: La contraseña de los solitarios. Diarios de escritores, de 2012. La exploración de las literaturas biográficas (memorias, escrituras de recuerdos, biografía) anticipa El giro autobiográfico de 2008 que Viterbo reeditó en 2020. El capítulo “Diario de un lector de diarios”, que se suma en esta nueva edición, invita a seguir leyendo más en los tres volúmenes de diarios del autor (cuyas entradas fueron publicadas previamente en Facebook): El tiempo de la Convalecencia, El tiempo de la improvisación y Tiempo de más (Ivan Rosado, 2017, 2019, 2020). El recuerdo del padre y la reflexión sobre la (propia) paternidad que aparece en más de un ensayo (sobre Puig, sobre el escritor uruguayo Roberto Appratto, a propósito de Aira; su literatura y amistad) dialoga con las anotaciones autobiográficas sobre su experiencia de hijo en Volver a donde nunca estuve, publicado en Chile por Bulk Editores, en 2020.

Sin embargo, tal vez sea todavía más interesante señalar, que lo que se lee en Una posibilidad de vida es la eficacia de un estilo que se explica en relación con lo que Giordano llama “una tercera forma” y que aquí se ensaya por primera vez: una lengua que evita (todo lo posible) tanto la jerga especializada de la crítica académica como el sentimentalismo biográfico. El ejercicio de una inteligente autoironía que desarma la solemnidad de las afirmaciones teóricas y morales en el momento preciso para que la prosa no pierda su ritmo “vital”. Por eso, posiblemente los momentos que más se disfrutan de la lectura de estos ensayos sean aquellos en los que, como parte de la discusión de una literatura o de un concepto, irrumpe en el discurso una duda, una pregunta previsiblemente fuera de registro, o el relato de un recuerdo que nos devuelve algo así como la voz del autor del otro lado de la mesa del café; a la distancia justa.