EL CUENTO POR SU AUTOR

Hay cuentos que salen de una y otros que son trabajosos. Se aplanan, se resisten, se endurecen, se enfrían. Empecé a escribir este relato a principio del año pasado y lo dejé porque estaba revisando los cuentos que conforman un libro que publicaré en pocos meses. Cuando recibí la feliz invitación a participar en Verano12 volví a leerlo y no me convenció, me pareció plano. No tenía la tensión que hacía falta, la sutileza. Es impresionante lo necesario que es dejar decantar los textos. Me pregunté: ¿Tiene arreglo? ¿Podré salvarlo? La historia era mínima y era ahí justamente cuando los recursos debían afinarse al máximo. Hice dos versiones nuevas y quedé conforme con la tercera, sentí que lo tenía, solo faltaba limar algunos ángulos. Cuando esa misma tarde me dispuse a revisarlo mi computadora no encendió. La había dejado “durmiendo" y no despertaba. No había manera de reavivarla. Llamé al soporte técnico; desde algún lugar del mundo me atendió un empleado amabilísimo (claramente acostumbrado a tratar con gente al borde del ataque de nervios) que me dio instrucciones para intentar revivir al muerto. Tenía que presionar una tecla durante cinco segundos, soltarla y presionar otras tres en simultáneo durante diez segundos y darle inicio. Nada. Apretar dos teclas y esperar diez segundos y después darle inicio durante siete segundos. Nada. Ante mi estupor por la falta de respuesta de la máquina, el empleado me aseguró que estábamos intentando todo lo posible y con un tono sombrío me advirtió que no tuviera esperanza: lo más probable era que no hubiera arreglo. Mientras seguía sus indicaciones, me ganaba la desesperación, lo único que pensaba era que había terminado el cuento esa mañana y no lo había guardado fuera de esa computadora. Cuando finalmente la vio un técnico lo confirmó: el disco rígido kaput. "No se puede salvar ni rescatar nada del contenido”. Me quedé helada. No era un drama (drama, está claro, son otras cosas); era un garronazo, un bajón. Sé de escritores que perdieron novelas enteras. No podía quejarme, siempre podía ser peor. Pasé dos días en silencio, sin saber si tendría ganas de reconstruirlo. Me prestaron una computadora. En la nube apareció la versión anterior a los cambios, la que no me gustaba. De las otras, nada. Al tercer día me puse a sondear la memoria y algunos cambios se presentaron claros, otros se ocultaban o se velaban y lo que empezó a producir mi relectura fueron otros cambios, distintos; no sé si mejores o peores. Dicen que cuando se incorpora la aflicción de la crisis, al intentarlo de nuevo esa sombra se abre con otro sonido. Cuando decante el texto lo sabré.

Gentilezas

La mujer le hizo una seña de bienvenida con la mano cuando lo vio entrar. Estaba sentada cerca de la ventana, las luces de las lámparas no llegaban a iluminar bien la sala pero la primera impresión fue acogedora. Ella se puso de pie. Era alta y elegante.

—¿Un champagne? Acabo de abrirlo —dijo con una sonrisa y señaló dos copas y una botella que mantenía fría en un balde de hielo.

Joaquín se acercó.

—Me gusta tomar un champagne al atardecer. No lo hago todos los días pero tal vez debería hacerlo, es una buena costumbre —levantó la copa en un gesto mínimo y él hizo lo mismo—. Soy Magdalena, pero me dicen Tatana, prefiero que me llamen así. Magdalena es tan solemne.

La botella era chica y no hubo una segunda ronda. Joaquín estaba pendiente de resolver el tema del alojamiento sin demora porque había quedado en cenar temprano con un grupo de turistas.

—Es una casa muy linda —dijo al dar una mirada al living-comedor. No entendía de estilos pero le pareció que tenía un aire escandinavo: madera clara, muebles bajos, lámparas sin ornamentación, un jarrón de vidrio con flores frescas.

—Querrás ver la habitación.

La habitación estaba bien. Una cama individual contra la pared para aprovechar el espacio, la mesa de luz con una lámpara blanca desproporcionadamente chica, parecía de juguete. Al costado de la ventana, un escritorio angosto y una silla. La ventana por la que entraba la última luz de la tarde daba a un patio interior. Se asomó y vio la planta baja con algunas plantas y dos bicicletas en mal estado. Imaginó que de día no entraría mucha más luz, el espacio que separaba de la ventana vecina era estrecho. Eso no le preocupó: al ser interno no se oía el ruido de la avenida ni de los colectivos. Era una zona de edificios antiguos y hoteles modernos. El barrio le convenía: no le llevaría más de diez minutos caminar hasta el primer punto de encuentro en la Plaza de Mayo cada mañana.

—Está muy bien —dijo al reunirse con la dueña de casa—. Es justo lo que necesito, trabajo todo el día. ¿Podría mudarme mañana?

—¿Por cuánto tiempo? —lo miró atenta, sin mostrar ansiedad.

—Dos meses —dijo Joaquín aunque no podía asegurarlo. Esperaba que fuera menos.

La novia lo había echado de la casa que compartían y un amigo le prestaría un departamento que se estaba por desocupar, hasta que se acomodaran las cosas. Mientras tanto, una prima le había pasado el dato de esta señora que alquilaba un cuarto en el centro.

Se mudó al día siguiente con una valija, todo entró con comodidad en el placard vacío.

—Buena onda la mina. Es una mujer de sesenta o tal vez setenta —le contó más tarde a la prima—. Debió haber sido muy linda. —A Joaquín le costaba precisar la edad de las personas.

De lunes a sábado tomaba el café antes de las 7 y caminaba hasta Plaza de Mayo, donde como tour operator organizaba visitas al centro histórico, Puerto Madero Sur, La Boca y Barracas. Los turistas arrancaban temprano, querían aprovechar el día. A la tarde la recorrida seguía por San Telmo, las galerías y un museo de arte local. Comida a las 20 en una tanguería típica de cena tango show y seguramente los entusiastas terminaban ensayando algún paso de baile.

La primera noche volvió pasadas las 12, la casa estaba a oscuras; entró sin prender la luz del pasillo, se dio una ducha en el baño de servicio y se metió en la cama. La puerta del cuarto principal que daba al mismo hall de distribución estaba cerrada. La segunda noche entró sin hacer ruido pero vio que la sala estaba iluminada y que ella asomaba con una sonrisa.

—¿Una copa de champagne? —le mostró una botella ya abierta.

—Claro —Joaquín disimuló la sorpresa y actuó con naturalidad.

—Por la vida, ¿no? —dijo ella con cierta alegría y alzó la copa en un ademán tímido—. Siempre hay que convocar a la vida, ¿no?

—Claro que sí. —Joaquín no entendió el sentido de la afirmación pero apreció el líquido bien frío y se lo tomó en dos tragos. Apoyó la copa sobre la mesa y vio que la de ella también estaba vacía. —Qué lindas copas —le parecieron diferentes.

—Son finlandesas. Viví en Helsinki un año. Son pioneros en el soplado de vidrio. Hay grandes artistas del diseño. Me traje cantidad de vasos, vasitos para cada cosa. El jarrón también es de ahí.

—La ambientación de esta casa tiene algo nórdico, ¿no? —se arriesgó.

—Sí, me cautivó su estilo funcionalista. Nunca más pude sentirme a gusto en casas recargadas de muebles y objetos. Me traje todo; creo que me costó más caro traer los muebles que el pasaje de vuelta.

Él miró con atención los sillones de madera clara, las lámparas de líneas sobrias y el contraste cálido con los colores más vistosos de las alfombras y los tapizados. No quería parecerle un curioso pero no pudo reprimirse:

—¿Qué hacía allá?

—Ah no… por favor tuteame porque me mata el usted. —Lo dijo con una carcajada; a Joaquín le pareció muy piola—. Soy traductora del inglés, del finlandés y del sueco. Mi abuela era finlandesa. Viajé a encontrarme con una escritora e historietista muy buena. Traduje tres de sus libros al castellano y en esa ocasión ella me invitó a que me instalara en Helsinki mientras trabajaba en la traducción, dijo que era importante que captara el aire, la atmósfera que se respira en sus libros. Y tenía razón: fue una experiencia extraordinaria. Es una ilustradora estupenda también. Yo tenía veintipico y no lo dudé. Es muy importante ver un poco el mundo antes de decidir algunas cosas como asentarse en algún lugar o dedicarse a un oficio o lo que sea. —Él escuchaba atentamente; de pronto ella cambió el foco de la conversación—: ¿Estás cómodo en el cuarto? —Mientras se alejó hacia la cocina para traer una botella de agua y dos vasos, Joaquín notó la suavidad de sus movimientos, en armonía con el tono de voz.

—Sí, es perfecto, no necesito más. Mi novia me echó de casa y todavía no sé qué va a pasar. —Joaquín se sorprendió confiándole su situación sentimental.

—¡Ah! Pero qué sonsa tu novia… A veces las mujeres somos muy impulsivas cuando algo nos lastima.

Joaquín sonrió.

—Sí, Cecilia es impulsiva. Y yo también… No nos hablamos desde la pelea. Yo no paro, un ritmo infernal, y justamente también mañana tengo que levantarme muy temprano. Gracias por todo, ¿eh? Hasta mañana —dijo con una brusca inclinación de la cabeza como despedida y desapareció hacia el baño de servicio. Desde la ducha, oyó como ella acomodaba las copas en la pileta de la cocina, enseguida los pasos se alejaron. Cuando terminó, atravesó la sala a oscuras y vio una raya de luz debajo de la puerta del dormitorio principal. Se durmió enseguida.

La noche siguiente llegó a las 12 y media, miró el reloj de la Torre de los Ingleses justo cuando dobló desde el Bajo. Todo estaba oscuro, no había luz debajo de la puerta de su cuarto.

Ese día habían visitado el Barrio Chino. Varios turistas jóvenes se mostraron interesados en conocer las distintas comunidades que convivían en barrios no periféricos de la ciudad. Buenos Aires resultaba una ciudad inabarcable para el que no se hubiera dedicado un poco a leer sobre su historia o, por lo menos, una buena guía. El primer día del tour los más jóvenes del grupo participaban del recorrido principal y después preferían ir conociéndola a su ritmo; volvían a reintegrarse al resto de manera errática, según sus intereses. Si la mayoría se ponía de acuerdo, a Joaquín no le costaba cambiar de plan. Le habían preguntado por la importancia de los movimientos migratorios en la conformación del país, impresionados por los rumores de que mucha de la carne que se ofrecía en los restaurantes de esa comunidad era de perro. Les decían que la carne de perro era muy accesible desde que mucha gente había empezado a abandonarlos porque no podía darles de comer. Los llevaban a barrios alejados y los soltaban en una plaza; el perro corría liberado y, antes de que se diera cuenta, los cobardes huían en sus autos a toda velocidad en dirección inhallable. Se había armado un circuito de mercado negro. Asombrados e incrédulos ante la descomposición de un vínculo entrañable, los más jóvenes estaban dispuestos a realizar alguna pesquisa. También circulaba la teoría de que todo esto era un invento de los xenófobos que intentaban frenar la expansión de la comunidad china, especialmente en un barrio de categoría, en una zona tradicional.

El misterio de los perros abandonados y de la carne en el Barrio Chino lo tuvo ocupado varios días; le interesaba responder a la demanda de sus clientes. Esa noche había terminado acompañándolos a una milonga en Boedo y un guatemalteco se le había colgado y le había insistido en seguir con el tequila. Cuando llegó a la casa, Joaquín se alegró de ver la sala iluminada. De pronto el cansancio desapareció. Ella lo esperaba con otra botella de champagne. “Está bien helado”, dijo con una media sonrisa a modo de invitación. Enseguida sirvió las dos copas y le ofreció una. Esperó a que ella tomara el primer sorbo. Saborearon el champagne en silencio. Joaquín se dejó caer en el sillón.

—¿Trabajás con turistas, no? ¿De qué países son? ¿De qué edades? Hay mucha afluencia de turismo, parece. En este barrio se los oye a diario.

Joaquín le contó que eran de edades muy diversas pero en cada grupo se distinguían dos tipos muy nítidos: los que quieren conocer los puntos más populares superficialmente para volver a sus ciudades y contar; y los otros, que se interesan en la historia, la política, la gente, y quieren viajar al interior también.

— Estos deben ser los más raros, ¿no?

—Sí, se dan cada tanto y, como tienen una mirada amplia, yo también puedo preguntarles sobre sus países y costumbres, y el intercambio hace más entretenido el trabajo.

—Es como viajar un poco, imagino. —Los ojos claros de la mujer brillaban y el pelo caía con suavidad sobre los hombros. Los colores pastel de la blusa y el pantalón realzaban sus ojos, sin exceso.

—Sí, hay de todo. Y uno tiene que ser flexible. —Le contó del guatemalteco y su insistencia en que le consiguiera alguna sustancia más interesante que el tequila. Era un clásico, y a veces no resultaba tan fácil. Cecilia, su novia, no entendía que ser atento con los clientes, acompañarlos y escucharlos era parte del trabajo—. No siempre la noche termina a la hora que uno quiere.

—Ah, entonces te mandaste alguna macana, por eso se enojó Cecilia —le preguntó divertida.

—Volví tarde y pasado. Y se puso furiosa —apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos—. Tal vez fueron un par de noches seguidas. No hice nada tan malo. —Le gustaba charlar con Tatana—. Qué lata me dio el guatemala, por dios. Se puso a contarme de las transas a su mujer, ¡con detalles! Un pesado. ¿A quién pueden interesarle esas historias? Todas se parecen. Y después me preguntó a mí, quería saber sobre mi vida privada, mi intimidad. Ahí me tomé el palo. Espero que llegue bien de vuelta al hotel... Seguro que sí, es de los que están acostumbrados a los banquinazos en ciudades desconocidas. La adrenalina vital. —Abrió los ojos y la miró—: Qué tema el de la monogamia y la infidelidad, ¿no? ¿Te parece importante?

—Ah la infidelidad... Hacía mucho que no pensaba en esto. Creo que si es consentida por el otro puede no ser un problema, no hay engaño. Pero si es reiterado y a espaldas del otro puede causar dolor. No me parece un tema importante, no. Creo que la fidelidad es con una misma. —Las copas ya estaban vacías; él cabeceaba. Tatana se levantó para llevarlas a la cocina—. Es hora de ir a dormir, ¿no te parece?

La noche siguiente Joaquín llegó anticipando la escena de la sala iluminada pero encontró la casa a oscuras. Lo mismo sucedió la siguiente y la otra. Sintió una leve decepción. ¿Algo la había molestado?

Joaquín se despertó extrañado: del sueño surgía la imagen de Tatana joven. Intentó recuperar los detalles pero se esfumaron al instante. ¿Por qué había soñado con ella? Había estado curioseando las fotos que tenía prolijamente en portarretratos de diferentes tamaños en una mesa al costado de la ventana del living. La reconoció enseguida. Había varias fotos de ella joven, con un hombre que le pasaba el brazo por los hombros en gesto protector, con el mismo hombre y un chico, los tres sonreían a cámara; con otras mujeres de su edad. Había alguna más reciente. En todas la misma mirada brillante e intensa.

Cerca del fin de semana Tatana reaparecíó y Joaquín se alegró de que lo esperara con el champagne en la frapera.

—Hoy tenemos un champagne diferente, me dieron ganas de probarlo, tiene mucha pinta —le dijo cuando lo vio aparecer—. No creas que invito con champagne a todos mis huéspedes. —La aclaración lo hizo sentir bien.

Llevaba un vestido verde muy lindo. Joaquín estuvo a punto de decírselo pero se contuvo. Había aprendido a callarse. Ella servía las copas despacio, cuando alzó la suya, lo miró con intensidad y picardía—. ¿Cómo fue el día hoy? — preguntó con entusiasmo.

—Bien, muy bien —contestó con el mismo entusiasmo Joaquín—. No parece que el ritmo vaya a cambiar por ahora. Aunque me quedé prácticamente sin fines de semana: cuando la bolada viene así no se puede desaprovechar. —Nunca había estado mano a mano en una situación similar con una mujer de la edad de su madre. Pero no podía imaginar a su madre en un intercambio así, con un joven que podía ser su hijo; no se le habría ocurrido, estaba demasiado ocupada consigo misma. Tatana tenía una cualidad distinta que él no podía precisar.

Esa noche charlaron hasta tarde. Ella le contó que había quedado viuda bastante joven —un accidente de auto—, y que habían sido años difíciles. Su único hijo vivía en la Patagonia. Seguía trabajando como traductora “con felicidad”; desde hacía unos años necesitaba alquilar el segundo cuarto, siempre que fuera alguien recomendado como él. Le mostró los libros que había traducido; él se declaró poco lector. “Por ahora”, se apuró a enfatizar. Mientras se duchaba Joaquín pensó que ella solo buscaba un poco de compañía y, también, cuando lo miraba con intensidad, y sus ojos verdes brillaban, estaba convencida de que seguía siendo la bella mujer que había sido, que ese núcleo duro no se había desvaído, que su poder de seducción estaba intacto.

Cerca del mediodía oyó que el timbre del portero eléctrico sonaba una, dos, tres veces. Cuatro. Era domingo y no empezaba a trabajar hasta más tarde. La casa estaba en silencio, evidentemente Tatana había salido. Volvieron a tocar con la misma insistencia; atendió. Jamás imaginó que podía ser Cecilia. Mientras ella subía por el ascensor trató de reponerse de la sorpresa. En cuanto abrió la puerta ella le tiró los brazos alrededor del cuello y le dio un beso. Se abrazaron. Su prima, su confidente, le había pasado la dirección.

—¿Ya está? Para mí ya está. Terminemos con esta pavada. Te extraño. Me extrañás. ¡Vamos a casa!

La apartó con suavidad—: ¿Cómo es? Me echás y me voy. ¿Aparecés de golpe y vuelvo? No hablamos hace semanas, no sé nada de vos. Así no es. Me tranquiliza que me extrañes, claro; te podés imaginar que no la pasé bien con tu reacción intempestiva. Dame unos días y tomamos un café. Yo te llamo. —Ella lo miraba con lágrimas en los ojos, ¿de bronca, de frustración?—. Lo siento, pero ahora me tengo que ir a trabajar.

La empujó hacia la puerta, bajaron en el ascensor en silencio y la acompañó hasta la calle. Cecilia no se despidió, se alejó ofuscada. Joaquín vio que el almacenero de enfrente estaba bajando la persiana y se apuró a cruzar. Esta noche él invitaba el champagne.