En La verdadera vida, Alain Badiou imagina posible el triunfo del feminismo liberal. No como transformación utópica de un mundo atroz, sino como relevo necesario para la conducción del capitalismo contemporáneo. Las mujeres como el nuevo Uno, la elite capaz de mandar. ¿Por qué sería posible? Por una transformación profunda de la subjetividad. La producción diferenciada del pasaje de la adultez de mujeres y varones diferencia sus vidas y sus posibilidades. En las sociedades tradicionales las hijas accedían a la adultez por el matrimonio (o sea, con la mediación del hombre), y los hijos por la vía del servicio militar (mediados por la ley). Ni uno ni otro persisten como ritos de iniciación, entre otras razones por la fuerza democratizadora de las luchas contra legitimaciones y jerarquías tradicionales. Para Badiou la rebelión feminista podría sintetizarse en la pelea por una existencia femenina sin depender de un hombre. Lejos de ser umbral y pasaje, en la actualidad el matrimonio es una posibilidad entre muchas otras.

Sin rito de iniciación el hijo se convierte en siempre adolescente, cuerpo arrojado al consumo, al sacrificio o al mérito, pero incapaz de salir de la fluctuación de una niñez apegada a los juguetes. La hija, por el contrario, es desde el vamos mujer. Sin espera. Sin postergación. La suya es una femineidad prematura. Para el filósofo ese devenir temprano es potente y, a la vez, capaz de convertir a las oprimidas de hoy en opresoras de mañana, al devenir en nuevo grupo dominante de un orden desigual. Un triunfo enajenado. Porque si la mujer se constituyó históricamente como parte maldita, como posición y no lugar, como pase, como dualidad; en el nuevo orden sería la sustituta perfecta del Uno patriarcal en crisis, híper adaptada, gestora realista de lo existente. Separa capitalismo y patriarcado. Por eso ,el futuro puede ser una distopía de mujeres exitosas y hombres convertidos en eternos adolescentes abúlicos. 

No sería la primera vez que una revolución triunfa por su costado conservador, produciendo una sustitución de elites y un trastrocamiento de jerarquías mientras preserva otras. La preocupación de Badiou es que el feminismo desplazaría, así, al comunismo, en tanto horizonte y mito de construcción de una sociedad no capitalista. Habla, claro, del feminismo liberal, pero sin advertir que hay otros, disidentes y cómplices, atentos al antagonismo social. Una revolución puede ser limitada, encontrarse con lo que no alcanza a pensar pero no por ello es inocua. Ese feminismo que él objeta, mina las bases del patriarcado. Cambia no sólo posiciones de poder, sino que al hacerlo propone otra idea de trabajo y valor.

El punto ciego del triunfo feminista sería la reproducción. Las mujeres pueden prescindir de hombres, reemplazada la paternidad por bancos de semen, pero la humanidad no puede prescindir aún  del cuerpo gestante. Evitar la maternidad puede ser un acto individual, pero no ley general, escribe recordando a Kant. No habría reproducción de la especie. Las mujeres, incluso en el esplendor de nuestro poderío, estaríamos condenadas a ser las domésticas de la humanidad. De allí que las discusiones sigan pasando por el aborto y la sexualidad y no por las jerarquías laborales o el derecho a la educación. Paridad puede ser pero a seguir pariendo.

Si la preocupación es la reproducción, la contracara del triunfo trágico, es la aún más oscura distopía, la exitosa serie El cuento de la criada. Basada en un relato de Margaret Atwood, imagina una sociedad posterior a la derrota de las mujeres, convertidas, finalmente, en cuerpos gestantes reducidos a la servidumbre. Un régimen teocrático las priva de derechos y las convierte en cosa. Podríamos escribir la precuela: ante la inminencia de un triunfo feminista que hace descender los índices de natalidad y permite a las mujeres esquivar su servidumbre reproductiva, la reacción triunfa instaurando una esclavitud aun más dura. La restauración conservadora en curso en varios países, el ascenso de religiones que reclaman sumisión a la biología y al mandato de la naturaleza, el ensueño de un mundo feliz y menos angustiante si se recupera un orden tradicional, son indicios de esa contra revolución en curso. Contra la rebelión feminista, la restauración patriarcal. El Uno que se resiste a dejar de serlo da castigos ejemplares -hasta la muerte- a la vez que busca su ley. Entre el femicidio y la prohibición.

Interesan ambas fábulas, opuestas y sintomáticas, que imaginan un devenir a partir de la movilización fundamental de las mujeres y de la proliferación de cuerpos feminizados que no responden a biología alguna. A la deconstrucción política de nuestros cuerpos y a la construcción de una política desde nuestros cuerpos, se responde con la advertencia del filósofo de que podemos ser el ejército de reserva del capitalismo si triunfamos o con la narración de lo que nos espera si somos derrotadas. Interesan, digo, porque surgen de un presente atravesado por las luchas feministas. 

Al interior de esa rebelión a la que llamamos feminismo, hay distintas rebeliones. La única no es aquella que quiere romper el techo de cristal y tener las manos libres para una competencia de igual a igual, ni recorta sus ensoñaciones al mérito sin distinción de género. Otras insurgencias hay en curso, que son igualitaristas y heterodoxas, que ven en el feminismo un modo contemporáneo del comunismo -de otro modo, el comunismo que no terminó de realizarse porque no incluía con la suficiente radicalidad la discusión contra el patriarcado-, que se traman no en el orden del éxito y la competencia sino en la apuesta a una nueva manera de tejer alianzas, al conventillo popular, a la abigarrada composición de nuestras existencias. Hay feminismos que despliegan la inteligencia de la cooperación y saben que la emancipación de las mujeres no puede ser la de algunas, las más suertudas o blancas o ricas. Circulan los adjetivos y hay quien dice feminismo interseccional, para insistir sobre el modo en que se entraman las cuestiones de género, raza, clase; otras nombran feminismo popular, para debatir con su tenacidad liberal. 

Ambas amenazas -la de triunfar como elite y la de perder como siervas- pueden conjurarse con el mismo movimiento: el de fortalecer la dimensión multitudinaria, heterogénea y plebeya del feminismo. Ser la disidencia popular dentro de la marea feminista. Eso implica construir agendas transversales, movilizaciones amplias, alianzas defensivas y ofensivas, potencia callejera, alegría popular. Badiou imagina que las mujeres actuales podemos inventar una nueva muchacha: “esa muchacha desconocida pero que está viniendo, podrá decir, probablemente, en alguna parte, ante el cielo vacío de todo Dios: Bello cielo, cielo verdadero, mírame que estoy cambiando.” Esa muchacha no está sola ante ningún cielo. Está con otras pibas. Queriendo asaltar el cielo.